El insaciable apetito por la tierra de Israel sigue siendo tan fuerte como cuando se formó el movimiento sionista y se apoderó de la patria palestina hace casi ocho décadas.
La hegemonía, en ese sentido, no consiste en la imposición del poder mediante el control militar o político directo, sino mediante el dominio cultural.
Lamentablemente, el derecho internacional, que en teoría se suponía que reflejaba el consenso global, difícilmente se dedicó a la paz ni se interesó genuinamente en la descolonización del Sur.
Gaza, y la gran injusticia resultante de la destrucción de la guerra israelí en la Franja, está siendo una vez más un catalizador para el diálogo árabe y, si hay suficiente voluntad, para la unidad.
Es difícil imaginar lo que ocurriría si 2,2 millones de refugiados palestinos fueran expulsados a Jordania, Egipto y otros países árabes, según la propuesta de Trump. Sería, sin duda, el acontecimiento más devastador en la región desde la Nakba.
Netanyahu enfrenta un doble desafío: si todos los frentes de guerra terminan oficialmente, su gobierno colapsará; pero si regresa a la guerra activa, no podrá obtener ninguna victoria decisiva.