Vivir en un centro de heridos de mina y víctimas de guerra saharaui

Lejos de las cifras y datos, de la adrenalina del disparo quedan sus consecuencias, que perduran…

Por Ricard Jiménez

Tan solo su profunda y azul mirada consigue desvanecer la imagen que desdibuja los vestigios de la guerra impresos en su cráneo.

Yumani El Hassan está estirado en una jaima contigua al Centro Mártir Chreif de Victimas de Guerra y Minas.

La memoria comienza a fallarle últimamente, pero no olvida que «el accidente», como lo llama, ocurrió cerca de la localidad de Mahbed.

Para hablar de ello oculta su cicatriz bajo la capucha de su chilaba, pero pese a quedar paralizado de medio cuerpo, su parte derecha, la luz se reencuentra en sus ojos al reconocer que ha tenido una buena vida, dos hijos se turnan para visitarlo.

El Centro fue financiado por el Ayuntamiento de Sevilla y suele albergar a más de 50 heridos y víctimas y a sus familias, aunque uno de sus principales inconvenientes es su situación.

Tras días escuchando los avances que este ha supuesto el 4×4 cruza el arenoso desierto, kilómetros y kilómetros de hammada – desierto pedregoso – separan el centro de la wilaya más próxima, Bojador.

Desde el centro la vista solamente alcanza a vislumbrar el hospital de Bouela, una planta desaladora de agua y la planta de un proyecto de cuero encurtido abandonada.

La aburrida tranquilidad solitaria y la aridez del lugar representa un problema mayúsculo para la escolarización de los niños y niñas hijos de los internos. En temporada de clase, válgase la redundancia, el centro queda casi desierto.

Entramos a una sala común, tras las presentaciones Salem Ramadán, comienza a relatar sus vivencias, «también herido en el cráneo, por bala y medio cuerpo paralizado, el izquierdo», resume.

Salem vivió la guerra con Marruecos, que para él terminó preso: «12 años en una habitación de menos de dos metros cuadrados, sin casi comida, sin casi agua».

¿Cuál es el recuerdo que tiene más presente de aquella época?, logro preguntarle y me sorprende la rotundidad de su respuesta: «La constante presencia de militares franceses».

Rebuscando en sus bártulos Chej reclama nuestra atención, me lanza un llavero que termina regalándome y mientras lo miro deja caer sobre la alfombra un ovillo de vendas.

«¿Sabes qué es? Aquí guardo mi historia para que algún día sea escuchada». Desenvuelve minuciosamente el entramado textil. «Esto lo llevé durante más de 20 años en mi espalda, por eso me quedé tetrapléjico de cintura hacia abajo». Una bala.

«He venido expresamente para conocerte, quiero enseñarte nuestro dispensario, es necesario que hables de él», interrumpe Ahmed Echrif desde la puerta de forma arrolladora.

Trato de revolverme, seguir con los relatos de Chej y Salem antes de seguirlo, pero solamente consigo un escueto «Argelia», cuando quiero saber de sus operaciones.

Pero los dos se alían con las consideraciones del médico. «Nos faltan cremas para la soriasis, genéricos básicos, etc», indican poniendo de manifiesto el orden de los hechos, primero la realidad presente, la historia lleva amordazada más de 40 años.

Ahmed me lleva a una sala, fría, por contenido y por el aire acondicionado. «Lo que ves es prácticamente todo lo que hay».

Una mesa, una silla, fotografías de mutilados y varios botes de la OMS de ibuprofenos y paracetamoles. Las pastillas tienen casi el tamaño de dos falanges, blanquiazules, poco más…

Miro al médico con cara de asombro y me entiende… «Son tan grandes que para muchos pacientes les es imposible tragarlas, pero la mayoría las necesitan, la propia metralla y las grandes cicatrices producen fiebres a partir del atardecer».

A raíz de la cerrazón pandémica la llegada de medicinas se ha visto interrumpida por completo y derivar al hospital cada paciente se convierte en una tarea inviable.

Las farmacias de Tinduf a las que acuden tras recibir dinero a través de las pocas cuentas bancarias argelinas de las que dispone alguna organización se ha vuelto una de las pocas salidas factibles.

«Yo estudié en Cuba y he trabajado toda la vida como médico de guerra y ahora quisiera hacer saber a los de Sevilla que hace seis meses que llevo esto y no he cobrado nada».

«Si vinieran se sorprenderían, porque he hecho hasta una sala de rehabilitación», me señala orgulloso la sala contigua, separada por una cortina y con una esterilla en el suelo «donde hacen estiramientos».

Llega Ahmed Salem, con las dos manos amputadas que «acaba de aparcar su 4×4 sin dirección asistida junto al centro», me recalcan.

Hacen hincapié en destacar detalladamente las esperanzas, retos conquistados y pequeñas victorias.

Se saludan de ese modo, casi sin mirarse, casi con instinto de sospecha, se cuestionan casi sin vocalizar sobre sus familias, a toda prisa, con respuestas siempre positivas antes de volver a la realidad.

Este es el reflejo de las vidas que avanzan, lo intentan, se revuelven, mientras la ambivalencia del destino les cerciora les evidencia más de 40 años de conflicto.

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