Puede ser que el talento, tras muchos años en primera línea, comience a hastiar de mala manera; puede ser que nunca llegue a ser reconocido o puede que ese reconocimiento llegue única y exclusivamente después de la muerte.
Por Juan Doporto
La historia no siempre es justa con los pioneros. Personajes que, en la mayoría de casos, caminan para permitir correr a los protagonistas de los libros de historia, pues esta última se escribe a base de carne de cañón, cuyo sacrificio sirve a otros de rebufo.
Antecedentes hay, y muchos, en España, pero quizás el más destacable sea el caso de la fregona. Este invento, ligeramente alterado a lo largo de los años para facilitar el desempeño de las tareas domésticas fue inventado por ‘Las Julias’, dos avilesinas (madre e hija) que obtuvieron en 1953 el modelo de utilidad, una alternativa más barata que la patente que impide a terceros su uso comercial. Fue unos años más tarde que Manuel Jalón, militar español, se decidió a comprar dicho modelo a Julia Montoussé y Julia Rodríguez-Maribona y a mejorarlo, pues se trataba de una versión algo rudimentaria compuesta por varias piezas de metal que destrozaba las mopas.
Otros casos, hitos en su época, pero panegíricos funerarios hoy día, sirven solo como acotación, como nota a pie de página. Términos subrayados en una página amarillenta, dentro de un libro hecho polvo en mitad de una estantería cochambrosa perdida en el sótano de una casa abandonada.
Las artes nos han regalado innumerables casos del estilo. Si tienes suerte y pegas el bombazo, pasas a la historia, como Bram Stoker y su Drácula, o Mary Shelley y su queridísimo Frankenstein o el moderno Prometeo, que inaugura y sienta las bases de la ciencia ficción moderna. Si no tienes ese alirón, en cambio, caerás en el olvido y sufrirás el ostracismo generación tras generación hasta que, impulsado por una curiosidad desmedida, alguien decida darte otra oportunidad y presentarte ante los petulantes ojos de la sociedad, dispuesto para ser juzgado de nuevo.
La idolatría que forma parte del estilo de vida cinéfilo en torno a figuras tan relevantes como los Lumière o Méliès, solo me hace preguntarme dónde se encuentra la línea roja. Me interesa el “cuándo”. ¿Cuándo es el momento de abrir la ostra y sacar al artista de sus fauces? ¿Cuándo decidió la muchedumbre extraer, junto al hombre, la perla que este ocultaba bajo su regazo? Puede ser que el talento, tras muchos años en primera línea, comience a hastiar de mala manera; puede ser que nunca llegue a ser reconocido o puede que ese reconocimiento llegue única y exclusivamente después de la muerte.
Georges Méliès fue una de las 33 personas que asistieron a la primera proyección de una película propiamente dicha de la historia, invitado por los hermanos Lumière, en el Salon indien du Gran Café de París, donde se encuentra ahora el Café Lumière del Hotel Scribe. Le bastó una sesión para, poco tiempo después, revolucionar totalmente un arte que daba sus primeros pasos, camino de una esbelta infancia. Inventó los decorados, el encadenado y el primer plano; era mago, ilusionista, inventor y, por supuesto, cineasta. Elevó el cine a una categoría superior, construyó el primer estudio de la historia, realizó más de 500 películas, se arruinó y la sociedad, como tantas otras veces, le dio de lado. Fallecía en 1938, a las puertas de la guerra más terrible que haya habido nunca, el padre de la ciencia ficción, el hombre que lo cambió todo. Ni ese título le sirvió para librarse del olvido.
Sin embargo, y pese a todos los volantazos que sufrió el parisino, la memoria popular le acabó haciendo justicia. No por nada el fotograma de la luna de Méliès es archiconocido incluso por los más “casuals”. La justicia tarda, pero llega, que dirían algunos. No tan justo resultó el destino con dos hermanos polacos nacidos en Alemania. Max y Emil Skladanowsky, pacers en los albores del cine lo intentaron, pero llegaron tarde con un invento que quién sabe si una década antes hubiera marcado la diferencia: el bioscopio. Como bien explica Mariano Ramis, de Proyecto IDIS (Investigación en Diseño de Imagen y Sonido) “el bioscopio es un aparato óptico utilizado para reproducir y proyectar imágenes en movimiento (acoplado a una linterna mágica)”. Es por ello que se habla de que el inventor a grandes rasgos del cine es, precisamente, Max Skladanowsky que, junto a su hermano, presentó tal invención en el Wintergarten Berlin, un teatro inaugurado en 1887 y destruido por los bombardeos de la SGM. Su creación llegó tarde a un mundo ya de por sí acelerado por el estilo de vida derivado de la revolución industrial. Si bien fue el primero en ver la luz, el cinematógrafo de los Lumière le pasó por encima. Tras esto, los hermanos se dieron cuenta de que si el invento quería competir necesitaba mejoras, pero era ya muy tarde. Apenas unas semanas después, Auguste y Louis revelaron al mundo la panacea de las imágenes en movimiento, y el resto es historia.
Sin pretender alejarse lo más mínimo de esa naturaleza documentalista que caracterizaba a los cineastas del amanecer del cine, los polacos comenzaron a grabar espectáculos de menos de un minuto de duración, incluidos a posteriori en la compilación Wintergartenprogramm, la primera presentación de películas de corta duración de la historia. Algunas de las películas que componían la pieza eran ‘Das boxende Känguruh’, ‘Kamarinskaja’ o el excitante final de la obra ‘Apotheose’, que situaba a ambos hermanos frente al espectador, mirándolos directamente (donde estaba colocada la cámara) para, acto seguido, hacer un par de reverencias antes de abandonar la escena, lo que dota a esta película de apenas 8 segundos de cierta estabilidad cronológica. Todas y cada una de las películas fueron acompañadas por piezas de Hermann Krüger, compuestas expresamente para ellas por lo que, técnicamente, puede hablarse de la primera banda sonora oficial de la historia del cine.
Es cierto que no resultaban de la mayor calidad debido a problemas relacionados, sobre todo, con el encuadre. Otra problemática ocurre, por ejemplo, en ‘Ringkämpfer’, corto que representa un combate de wrestling entre dos hombres ataviados con dos paños en un ring que se asemeja más a un escenario que a un cuadrilátero y que, además, parecía simulado, por lo que recibe algunas críticas a día de hoy.
A pesar de las complicaciones, parece que la invención de Max y Emil Skladanowsky dio sus frutos (aunque el mundo y la industria del entretenimiento hicieran caso omiso de su presencia).
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