Por Daniel Seijo
“Cualquier imbécil puede derribar un granero pero se necesita un buen carpintero para construir uno.«
Lyndon Baines Johnson
El presupuesto de defensa de los Estados Unidos para 2021 será superior a los 740.000 millones de dólares. En la actualidad, 40 millones de estadounidenses viven por debajo de la línea oficial de pobreza. Mientras escribo estas líneas, más de 22,5 millones de estadounidenses han contraído el coronavirus y 374.000 de ellos han fallecido a causa del mismo. Datos a los que podríamos sumar unas todavía renqueantes cifras de desempleo y una economía claramente estancada en un país en el que la falta de actividad significa carencia de cualquier servicio básico de asistencia social. Cuando en Estados Unidos uno fracasa, se encuentra solo, únicamente abandonado a la caridad, la fortuna o la delincuencia. Soluciones todas ellas que tarde o temprano pasan por la cabeza de los millones de estadounidenses que en este inicio de siglo han visto como la agenda más salvaje del neoliberalismo transformaba sus sueños en una permanente pesadilla.
Esta cara b del sueño americano tiene ciertamente diversas tonalidades y acentos, no se trata únicamente, ni tampoco de forma principal, de la white trash, esa llamada escoria blanca que con sus furgonetas altamente contaminantes, sus andares ciertamente palurdos y sus banderas confederadas esgrimidas orgullosamente como herencia familiar, hacen a menudo un ruidoso acto de presencia en los mediáticos mítines de Trump o en estrambóticas manifestaciones del Ku Klux Klan y las diversas organizaciones neonazis estadounidenses. No se trata solo de ellos, pero realmente la cara b del sueño americano se centra y se dibuja únicamente en sus apetencias, en sus movimientos, en su ira y su posible alzamiento como sujeto reaccionario dispuesto a hacerlo estallar todo por los aires si realmente hiciese falta. No nos engañemos, no juguemos a que nunca tuvieron lugar los disturbios raciales de Chicago, la Masacre de Tulsa, el asesinato de Rodney King o las operaciones de terrorismo de estado destinadas a asesinar a Martin Luther King, Malcolm X o a mantener bajo un subyugante y eterno dominio militar al pueblo de Puerto Rico. No juguemos a considerar al sistema político estadounidense como la democracia más longeva del mundo, ni recitemos chorradas inspiradas en sus padres fundadores, porque si en algo ha destacado siempre el Imperio estadounidense es en ser una gran farsa. Un eterno engaño cimentado bajo la sangre de la ocupación, el exterminio y la esclavitud de millones de pueblos, razas y culturas a lo largo y ancho de todo el planeta. Si quieren atribuir al sistema político estadounidense la cualidad de la longevidad, quizás deban considerar a ese país como la performance más prolongada que nuestros tiempos han de conocer. Un show, una farsa, una gran amenaza para todos nosotros.
Cuando Trump llegó al poder, el problema estaba ahí, cuando Trump abandone su mandato continuará creciendo
Supongo que en un primer momento la mayoría únicamente conoce Estados Unidos por breves visitas, comentarios críticos o rimbombantes de amistades allí nacidas o simplemente, sin poder evitarlo, por medio de la ingente cantidad de información propagandística que en uno u otro sentido aquellas lejanas tierras exportan al mundo. El relato estadounidense parte de un sueño, una supuesta revolución primigenia y la edulcorada épica de viejos, solitarios y nobles hombres que tras hacer gala grandes dosis de coraje y una vez se muestran capaces conectar con el lado salvaje de su propia naturaleza, se disponen magnéticamente siguiendo su senda vital a domar las tierras más inhóspitas, pero también más bellas y prometedoras que Dios ha puesto sobre este planeta. Para ellos, una especie de tierra prometida. Estados Unidos nace de la decepción y la rebeldía frente al viejo mundo, pero también de la ambición y el miedo a la organización social como pilar para el progreso común. Sorprende en cierta medida la capacidad de sus habitantes para crecer ante la adversidad, ante el miedo. Loable característica que se torna condena cuando uno se muestra únicamente capaz de medrar en esas circunstancias y la amenaza inexistente es sustituida por un ente imaginario, por una ensoñación con implicaciones demasiado reales para sus enemigos, las brujas, los pecadores, los indios, los méxicanos, los inmigrantes, los negros, los rusos, los musulmanes, los chinos… Siempre existe un enemigo ahí fuera, siempre existe una justificación en su mundo interior. Es ahí en donde los demonios y la paranoia es fácil de gestar. Sin aparente ideología más allá del interés individual, sin moral común, sin estado, sin razón, todo puede ser mentira, nada parece ser real.
Resulta sumamente simplista situar la enajenación de la sociedad norteamericana en el mandato de Trump, un gesto de inocencia y demencia a partes iguales tan solo explicable desde el prisma de un bloque capitalista infecto por la enfermedad del neoliberalismo más depredador y dañino, ese modelo de sociedad que se distribuyó por las venas de nuestros estados y nuestras estructuras sociales con inusitada rapidez desde la caída del muro. Nunca antes un muro se llevó por delante tantos proyectos, nunca antes el polvo levantado por la destrucción nos impidió ver por tanto tiempo la realidad en la que nuestro devenir social se desarrolla. Todavía hoy una izquierda desnortada se muestra incapaz de analizar con profundidad y naturalidad los procesos sociales o el contexto particular en el que tienen lugar sucesos de especial transcendencia como el asalto al capitolio estadounidense. Mientras la ultraderecha arenga a sus masas con relatos épicos e irracionales que interconectan pasado y presente de sus discursos, los restos de la izquierda posmoderna se abandonan a su vez en análisis vacuos, y quizás inexistentes sobre el asfalto, que en cierta medida no se alejan de esas mismas arengas pseudoreligiosas que la ultraderecha dedica a los suyos. Con la una única y vital diferencia, en el plano de la lucha por el dominio, el discurso academicista y performativo de estos hijos bastardos de la derrota de Moscú se muestran totalmente incapaces de conectar con el pasado de la lucha común de la izquierda, con el conjunto del proletariado o con su propio tiempo. Por ser totalmente transparentes, el onanismo discursivo del que suelan hacer gala estos sujetos se muestra incluso capaz de conectar con los mínimos visos de realidad.
Han sido ya décadas de análisis parcial de la realidad de esa sociedad, décadas de fascinación frente al espejismo y el trilerismo político hollywoodiense
Sin entrar a analizar el freak show trumpista en su asalto al parlamento, la visión de un Imperio como el estadounidense siendo víctima de sus propios métodos ejercidos con cierta frecuencia contra países como Venezuela, Siria, Libia, Ucrania, Bolivia… Supone una enorme responsabilidad para una izquierda que lejos de abandonarse en estériles debates acerca de las sandeces identitarias de turno, debe situar su foco en lo material, en las relaciones reales de poder que durante tanto tiempo se han estado escondiendo para el conjunto de la población mundial bajo una eterna performance imperial que se antojaba irrebatible, pero que en la actualidad asemeja ciertamente débil para cualquiera que quiera abrir los ojos a lo que en el mundo acontece. No supone esto que el dominio prolongado de Washington sobre la política mundial haya llegado a su fin, pero sin duda debe suponer el fin del apaciguamiento y los lamentos de una izquierda que se encuentra ante una firme llamada de atención. Tan solo desde el análisis racional del tablero ante el que nos encontramos, podremos estructurar una alternativa política real y convincente de cara al futuro.
Tras el bochornoso espectáculo de supuestos izquierdistas celebrando abiertamente el triunfo de Joe Biden, no podemos permitirnos que de nuevo nuestros movimientos se centren en aceptar con agrado las estrategias del rival. Washington se encuentra hoy en un proceso de viraje de sus políticas que se encaminan en cierta medida al reposicionamiento de su política exterior de cara a lograr contrarrestar el auge del gigante asiático que supone China, pero también en clave interna las piezas se mueven a su vez con la intención de lograr cimentar un mayor dominio de las notas discordantes y las posibles amenazas que en su propio terreno puedan dar ventaja al rival. El círculo se estrecha. Si ciertamente Donald Trump ha supuesto una confluencia entre parte de los desheredados del sistema de poder y los enojados de las élites más tradicionales, la ofensiva total de su campaña en los últimos días muestra a su vez lo obtuso y contraproducente de celebrar desde la izquierda cualquier golpe asestado entre posiciones de poder quizás discordantes momentáneamente en sus intereses particulares, pero totalmente concordantes en el desarrollo de la agenda imperialista en la que gran parte de occidente nos vemos enmarcados. Pareciésemos olvidar que Bush, Obama, Trump y finalmente Biden han heredado con sus mandatos las guerras, las políticas raciales, las políticas migratorias, las deudas y la desigualdad. Dejando tan sólo las formas, los ritmos y las campañas electorales para poner su particular nota de color en un juego que avanza imparable y apenas controlable a su objetivo final.
Esta cara b del sueño americano tiene ciertamente diversas tonalidades y acentos, no se trata únicamente, ni principalmente, de la white trash
Los mecanismos de control y balance de la república estadounidense sin duda brillan hoy por su ausencia, pero esto no supone novedad alguna. Han sido ya décadas de análisis parcial de la realidad de esa sociedad, décadas de fascinación frente al espejismo y el trilerismo político hollywoodiense. La supuesta nación de la libertad nació del dominio y la sumisión de todo aquel pueblo nativo contrario a sus designios, las matanzas como ascensor político y social a la cúspide de la pirámide de poder y fue a su vez tan solo mediante la falsa bandera y las guerras oportunamente seleccionadas que se produjo la consagración de Estados Unidos como un Imperio capaz de imponer su propio proyecto transformador al mundo. Ignorar esta concatenación de los hechos supone un lastre para cualquier análisis objetivo de las propias dinámicas internas del país, ignorar la sacralidad del aparente destino que los ciudadanos blancos y estadounidenses consideran como propio, supone ignorar las pulsiones más profundas que llevan al poder de ese país a ser capaz de justificar a lo largo de la historia sus propios crímenes, dentro y fuera de su territorio. Estados Unidos no es un país libre, no ha nacido como tal y nunca ha pretendido serlo, la esclavitud se ha encadenado en el tiempo con el desarrollo social regido por las leyes Jim Crow y la guerra contra las drogas ha supuesto la excusa perfecta para doblegar las escasas esperanzas de libertad que una lucha común por los derechos sociales había sembrado en toda una comunidad. Un buen ciudadano, esa era la promesa, si lograbas ser un buen ciudadano, nada iba a pasarte, nada podía pasarte si trabajabas duro, si aguantabas sus provocaciones, si sabías cuál era tu sitio. Las cosas cambiarían, con el tiempo, sin duda las cosas irían a mejor. Uno no debía meterse en temas de política y mucho menos salir a la calle a armar alboroto, esas cosas eran asuntos de negros drogadictos, hispanos o esas pandillas que merecen la deportación… Tan solo era necesario ser un buen ciudadano. Solo eso.
Pero las promesas no se cumplieron, al contrario, las cosas fueron a peor, alcanzando también a realidades como la white trash que asumían como legítimo y propio el poder y la violencia estadounidense, con ello se siguieron degradando barrios, ciudades, condados y un país que poco a poco tuvo que ver como una parte de la guerra que exportaban penetraba finalmente en sus hogares hasta lograr que 74.223.744 de personas decidiesen confiar en la ruptura como última salida, costase lo que costase… Cuando Trump llegó al poder, el problema estaba ahí, cuando Trump abandone su mandato continuará creciendo, expandiéndose sin control, sin que Biden o toda la buena fe de la ciudadanía como elementos disgregados y parcialmente redistribuidos pueda hacer demasiado por cambiar las reglas de ese juego. Mientras escribo estas líneas, Joe Biden y su equipo preparan una estrategia de confrontación contra China similar a la establecida durante la Guerra fría, Facebook, Twitter y otras redes sociales han decidido cancelar la cuenta del presidente de los Estados Unidos y la política interior de este país promueve un impeachment contra Donald Trump tras haber soportado por su parte amenazas de guerra abierta contra Venezuela, Irán o Corea del Norte. Cuando Trump se vaya, estos mecanismos de control sobre la población y el poder popular seguirán ahí, listos para ser usados contra cualquier otro, legitimados por nuestro odio por un personaje ya derrotado, ya saliente. Nadie en su sano juicio puede apoyar a Trump, nadie debería tampoco poder hacerlo con esta enorme performance que se delata rematando con todos sus artificios expuestos a la luz del sol. Tan solo los necios o los sumisos se pueden negarse a contemplar la profundidad de todo lo que está sucediendo, tan solo ellos pueden tomar decisiones sin analizar sus futuras consecuencias para el mundo que nos aguarda. Nos encontramos ante el fin de un Imperio.
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