Cuando se suceden las imágenes y los datos de un genocidio, dejar de pensar parece una solución formidable a los problemas.
Por Fiona C. | 12/09/2024
De la misma forma que escribir es una habilidad que se aprende y se entrena, también lo es leer. Encontrar un libro que cumpla todas las expectativas técnico-formales y que además supla esa laguna cuasi mística que algunos han tenido a bien denominar alma, es una tarea más o menos difícil según el momento vital en el que se encuentre el lector en cuestión. Este año no parecía que pudiese alcanzar esa cima. Por alguna razón desconocida, me cuesta conectar con la belleza, como si tuviera constantemente los cristales empañados, y todo, los libros, la música, las películas, aparecieran ante mí a través de una campana imposible de atravesar. He remediado brevemente este desorden con una novelita coreana llamada “Ya nadie escribe cartas”.
He leído este libro en plena crisis de los treinta, como lo han bautizado mis amigas, pese a no tenerlos todavía – me queda algún año por delante, aunque yo siempre he sido muy precoz para el sufrimiento – y también pese al hecho de que el concepto de crisis sugiere una disrupción, una aceleración, un tumbo radical que altera los cimientos, y mi problema es más bien el contrario; la ausencia de cartas sobre un futuro que a veces parece tenue.
Últimamente he pensado mucho en el tiempo. De pequeña me preocupaba mucho su paso, su medición. Sentía una necesidad imperiosa de aprehenderlo y me inquietaba la imposibilidad de evitar su huida. Por ello, todo debía estar fechado y cronologizado, pues era – aparentemente – muy importante saber qué había ocurrido cada día, la última vez que habitaría esa fecha. No es que haya hecho las paces con el tiempo exactamente, pero me preocupa otra cosa. Por primera vez en mi vida he pensado mucho en la posibilidad de dejarlo ir, de dejar pasar los días uno tras otro sin alterar nada de mi existencia. No es un deseo, simplemente la constatación de una posibilidad que jamás se me había planteado, ahora que me encuentro sin un destino esperado.
La maldad como concepto filosófico no ocupa un lugar prominente en la historia de la filosofía hasta mitad del siglo XX. Esto es, siempre ha habido filósofos interesados en el origen y la naturaleza de la maldad en un sentido amplio, y, especialmente, desde una perspectiva religiosa, pero no es hasta la Segunda Guerra Mundial cuando comienza asociarse el término, no ya con todo aquel resultado o existencia indeseable, sino con las acciones más reprochables e incuestionablemente moralmente corruptas. Cuando finalmente comenzó a juzgarse a los perpetradores de los crímenes del nazismo, Hannah Arendt acuñó el término “la banalidad del mal”, frase que posteriormente se ha popularizado, en ocasiones, con poco acierto, para describir una percepción del mundo que me es ajena. Y es que cuando Arendt hablaba sobre la banalidad del mal en ‘Eichmann en Jerusalén’, no lo hacía para definir un nuevo orden en el que los crímenes del régimen Nazi, por su abundancia, por su magnitud sistémica, se hubiesen convertido en mundanos, sino para intentar encontrar una explicación filosófica a la maquinaria humana encargada del exterminio de judíos, gitanos, comunistas, discapacitados o de aquellas personas que viven la disidencia sexual y corporal. Arendt interpelaba a Eichmann como la personificación de un nuevo sujeto político cuya característica principal es la ausencia de intencionalidad y reflexión, despojándose así de un elemento crucial de su humanidad.
Cuando se suceden las imágenes y los datos de un genocidio, dejar de pensar parece una solución formidable a los problemas. Es como entrar al mar: los últimos pasos abrasadores sobre la arena; después, el frescor sobre la piel; y, finalmente, la calma tibia de la pérdida de gravedad, la levedad de las extremidades, el abandono sutil de la conciencia física. Las imágenes de Palestina llegan como cartas del infierno, pero hemos logrado conquistar un derecho a la amnesia con el que intentamos paliar la culpabilidad. Vas al cine, vas al teatro, vas al bar y nada es exactamente como antes pero intentas encontrar algo de felicidad a la que agarrarte. Intentas no prestar atención a ese lugar detrás de los ojos donde se suceden las imágenes del terror. Sorbes el café en el trabajo e intentas dejar de imaginarte a tus alumnos calcinados por el fuego, los cuerpos destrozados por los escombros. Han pasado 338 días desde el 7 de octubre, en algún momento tendrás que acostumbrarte, todos lo hemos hecho. ¿No?
Hannah Arendt presenció y relató el juicio de Eichmann en Jerusalén en 1961, dieciséis años después de la Carta de Londres, donde aparecen por primera vez los crímenes de lesa humanidad y treinta y siete años antes del Estatuto de la Corte Penal Internacional, donde se consolida dentro de la legislación internacional. La intención detrás de esta tipificación es intentar encajar, dentro de una herramienta tan limitada y falible como el derecho, la idea de que la aniquilación y desplazamiento de poblaciones enteras no es sólo un ataque hacia esos pueblos en específico, sino un ataque a nuestra humanidad, la de todos.
Al personaje de este libro, 0, le ha pasado algo terrible, algo lo suficientemente grande como para impulsarlo a abandonar su vida y ponerse a viajar únicamente con su perro y su MP3 como compañía. Cierto es que él no fragua su propia crisis, pero sí es dueño, al fin y al cabo, de su decisión, y acaba por ello con una vida sin tiempo y utiliza su cambio drástico para ver los días pasar. Viaja sin rumbo, parando en moteles (que por lo visto en Corea abundan como acá los puestos de empanadas y son siempre sugerentes) y permitiendo que Wajo elija la dirección que seguirán. Está solo, y es reacio a abandonar su soledad, pero cada día escribe una carta a alguna de las personas que ha conocido en el camino. Su problema es que nadie le escribe de vuelta; todos los días llama a su vecino para que este le diga si han llegado cartas a su buzón, pero la respuesta esperada no parece llegar nunca. ¿De qué sirve escribir cartas si nadie nunca las lee, si nadie nunca las contesta? La comunicación, por definición, necesita de un emisor y de un receptor, y una carta, al final, no es más que la materialización del deseo de comunicar algo.
0 pasa tres años sin recibir cartas. Es una cantidad de tiempo aplastante para cualquier persona. La incertidumbre y el silencio calcifican los tejidos, acortando los movimientos, volviendo tortuosos los pasos. La incertidumbre constante deforma el cuerpo y el espíritu de una manera irreparable.
Y sin embargo, cuando todo el camino está ya caminado, cuando se han producido todas las despedidas posibles y queda solo el silencio de la casa vacía, de repente, una mano; de repente, un gesto. La mujer de la casa de al lado de 0 se asoma por la ventana; un aluvión, una tormenta de cartas – deseadas, queridas, esperadas – guardadas todas para él, con el cuidado que sólo puede darse tras años de existencia compartida, vecinos de una misma tierra.
La huella del dolor no se irá nunca. La inocencia no volverá; el mundo, ahora, siempre será otro, porque no es posible volver atrás cuando horrores de esta magnitud han sido cometidos. El duelo nunca achica, como sabe cualquiera que ha perdido a alguien, pero es una cualidad inmensamente humana la de crecer a su alrededor, estirarse como un sauce hasta rodearlo de hojas.
Ursula K. LeGuin escribió en “Los que se alejan de Omelas” que “el problema es que tenemos un mal hábito, avivado por pedantes y sibaritas, de considerar la felicidad como algo un poco estúpido. Sólo el dolor es intelectual, solo la maldad interesante. Esta es la traición del artista; la negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible tedio del dolor”.
Entra el sol por la ventana. El día es fresco; es casi otoño. Crecen los olivos en Palestina, crecen los naranjos. En unos meses, Gaza olerá a azahar, una vez más. Escribamos una carta, hagámoslo todos.
Cuánto talento. Me ha encantado. Mucha belleza entre tanto horror. Me devuelves las ganas de leer y de escribir cuando todo está oscuro.
Espero que Fiona esté bien, desapareció de una forma extraña
Me encanto tu forma templada de escribir, no sabía que tuvieras tan buena pluma, espero que sea la primera pero no la última.
Un abrazo y gracias…
Ternura, profundidad y belleza. En estos tiempos, donde la prisa es una ley de hierro, leer algo de una escritora que se deleita con el discurso y no va al trote tras las palabras deseando poner el punto y final, es un inmenso placer para los sentidos.