Los trabajadores inmigrantes son, ante todo, víctimas del sistema capitalista que les niega en su país natal las condiciones materiales mínimas para poder desarrollar su vida con cierta dignidad.
Por Oriol Sabata
La nueva ola de disturbios en Francia evidenció, una vez más, que el Estado capitalista tiene un problema estructural con la inmigración, la discriminación y la integración en los suburbios de las grandes ciudades.
No existe voluntad política por parte de la clase dominante para abordar esta grave situación. Los sucesivos gobiernos se han limitado a sofocar policialmente los estallidos sociales que se generan fruto de este panorama insostenible. A menudo, el debate se centra precisamente en la represión y la violencia ejercida por los agentes, haciendo llamamientos a una reforma del cuerpo para lograr una supuesta «humanización». Pero esta no es la cuestión central. Bajo mi punto de vista, este fenómeno está estrechamente vinculado al modo de producción capitalista y a su falta absoluta de planificación económica y social.
Desde los años noventa, con la desintegración definitiva del socialismo en Europa y el despliegue de la globalización capitalista, se ha venido instalando en el seno del campo progresista un consenso en materia de inmigración que aboga por la libre circulación de personas. Una mirada ingenua que no tiene en cuenta aspectos importantes como las condiciones materiales en las que se encuentran estas personas ni el trato que reciben por parte del sistema hegemónico que impera actualmente.
Lo primero que cabe destacar es que los migrantes son, ante todo, víctimas del sistema capitalista que les niega en su país natal las condiciones materiales mínimas para poder desarrollar su vida con cierta dignidad. Pero es más perverso aún, ya que el trabajador migrante, por lo general, suele sufrir un grado de explotación mayor en el país de acogida debido precisamente a su status de ilegalidad o bien por las precarias condiciones que arrastra.
Por otro lado, también es importante diferenciar entre dos tipologías migratorias: por un lado la que podríamos considerar socio-económica, y por otro la figura del refugiado, que se ve forzado a desplazarse por causas relacionadas con conflictos bélicos, persecución de minorías étnicas y religiosas o catástrofes naturales. Esta última tipología debe ser abordada desde la urgencia humanitaria.
Volviendo al tema que nos ocupa. Para aquellos que defendemos el socialismo como sistema más avanzado, y por lo tanto la planificación de la economía con el objetivo de satisfacer los intereses y las necesidades de la clase trabajadora, es primordial planificar la migración por dos motivos: primero, para aplicar planes de integración graduales; y segundo, para disponer de un censo real de población a la hora de destinar los recursos necesarios en distintos ámbitos públicos como la sanidad, la educación, el transporte o los servicios sociales.
Los flujos masivos y no-planificados de migración a determinados núcleos urbanos dificulta enormemente esta tarea y además hace muy complicada la integración de esas personas en la sociedad y la cultura que las acoge, por lo que terminan produciéndose guetos. Esto no es una consideración subjetiva, responde a una realidad social que se reproduce en infinidad de barrios y distritos en todo el continente europeo.
Es precisamente en este entorno, abandonado por el Estado capitalista, que se dan las condiciones para la lumpenización de la población. Con un desempleo juvenil elevado y la falta de oportunidades debido a altos índices de pobreza, la delincuencia de mayor o menor intensidad puede terminar consolidándose como un modo de vida. Y esto no tiene que ver con la condición de migrante como tal sino con las condiciones materiales de la persona. Pero como explicábamos anteriormente, este fenómeno es mucho más fácil que se produzca con una persona que emigra a un gueto y que ya arrastra peores condiciones de origen. En términos marxistas, se trataría de un grupo de población que no solo queda fuera del sistema productivo, sino que lo parasita. No trabaja y no aporta nada al conjunto de la sociedad. Y lo más peligroso todavía, es susceptible de ser manipulado por la clase dominante si la agudización de la lucha de clases lo requiere.
Durante esta etapa de la globalización capitalista, el enfoque del campo progresista sitúa a los sectores lumpenizados de la población como una víctimas de la pobreza y la brutalidad policial, lo cual es cierto, pero evita tratar lo que parece un tema tabú y que considero que es central en este asunto: la planificación de los flujos migratorios y su integración en la sociedad que los acoge.
Y es que no podemos quedarnos en esa proclama supuestamente progresista y de brocha gorda del «fronteras abiertas» y el «papeles para todos». Hay que evitar a toda costa la guetificación. El problema es que la clase dominante capitalista no tiene voluntad política para resolver este asunto. Ve al inmigrante como un ejército de reserva, mano de obra barata que le permite depauperar las condiciones laborales de la clase obrera, por lo que no tiene interés alguno en evitar estos nidos de pobreza y lumpenización. Le son favorables a sus intereses.
Por eso hace falta un debate honesto en el seno de los movimientos y organizaciones que tienen como horizonte la transformación de la sociedad. Un debate sin tabúes, sincero, que busque romper con este bucle de violencia y desintegración social. Un debate que abra paso a un nuevo paradigma que ponga por delante los intereses de los trabajadores.
Completamente de acuerdo, hay que abordar el tema de la migración con un proyecto de controle integración. Hay que trabajar en el país de origen y el de acogida y hay que legislar y organizar los flujos migratorios desde un punto de vista humano y social y no dejar que sean un instrumento más de la economía capitalista.