Un año después del golpe militar birmano, el país necesita más ayuda que nunca

La familia de Min Aung Hlaing controla la Corporación Económica de Birmania (CEM) y la Myanmar Economic Holdings Limited, los dos principales grupos empresariales del país.

Fernando Eutiquio Nuño Santana

Nada es lo que parece en Myanmar un año después del golpe de Estado que apartó del poder y encarceló a la líder democráticamente elegida Aung San Suu Kyi. Las espadas permanecen en alto entre el padre y la madre de la nación birmana: el Tatmadaw (denominación nacional de las fuerzas armadas) y la Premio Nobel de la Paz.

El derrocamiento del 1 de febrero de 2021 se convirtió rápidamente en un enroque de los partidarios de la Liga Nacional para la Democracia, el partido de “La dama”, como la mayoría de los birmanos la denomina. Pocos parecen dispuestos a regresar a la “democracia disciplinada” que permitía al Ejército controlar el país.

Doce meses, 1 180 personas asesinadas por las fuerzas de seguridad y al menos 8 000 detenidos (según datos de la Asociación para la Protección de Presos Políticos) son una evidencia de que la mano dura de los militares sólo ha empeorado la situación en todo el país.

La LND venció con claridad en las últimas elecciones, celebradas en plena pandemia en 2020. Aung San Suu Kyi logró el apoyo del 58,6 % de los votantes. Era el segundo intento de Myanmar de demostrarse a sí misma que una alternativa a la dictadura militar era posible.

Hoy, el Tatmadaw trata de controlar no sólo el poder, sino el guión de la realidad en el país. La cadena de televisión estatal MRTV emite sin pausa imágenes cotidianas, regidas por una supuesta tranquilidad ciudadana y numerosos argumentos que tratan de justificar el orden marcial. Al otro lado de la pantalla, un violento pulso en las calles entre los militares encabezados por el general Min Aung Hlaing y el pueblo, que apoyaba mayoritariamente un sistema democrático pleno, engorda la cifra de muertos.

El Ejército mide minuciosamente el acceso de la población a la información, al menos en suelo birmano. Ha cerrado los medios de comunicación no afines, entre ellos Myanmar Now, Mizzima, DVB, 7Day y Khit Thit y ha ordenado a los operadores nacionales bloquear en varias ocasiones el acceso de los ciudadanos a redes sociales como Facebook e Instagram y aplicaciones de comunicación como Whatsapp y Messenger.

El pavo dorado frente a la estrella

La huida hacia adelante de la junta militar birmana ha incluido una orquestada demonización de la anterior consejera de Estado, Aung San Suu Kyi. Los militares quieren que cada uno de los 11 juicios previstos contra “La dama” sirvan para mostrar los males de lo que denominan “la dictadura de la democracia”. El Tatmadaw continúa defendiendo que la única fórmula para mantener el complejo mosaico étnico que acoge 132 minorías reconocidas en Myanmar es la seguridad mediante el uso de la fuerza necesaria.

Mientras los seguidores de Aung San Suu Kyi han cubierto las calles de todo el país de dibujos e impresiones con el pavo dorado, el frágil y majestuoso símbolo de la liga democrática, la presión internacional ya toca a las puertas de las fronteras birmanas. Los socios de Myanmar en la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) excluyeron al líder de la junta militar birmana de la cumbre regional anual que se celebró en Brunei a finales de 2021. Fue la primera vez que ASEAN, que cuida celosamente cualquier decisión que pueda ser observada como injerencia en asuntos internos de uno de los 10 miembros de la asociación, calificaba de “insuficientes” los progresos de la junta militar para zanjar el conflicto interno.

El enemigo del Tatmadaw es, además, interior: al menos 4 000 soldados han desertado en el último año, según estimaciones de Naciones Unidas. Al agravamiento del conflicto se ha sumado la propagación de la covid-19 y la escasez de medicinas en los últimos meses.

Las organizaciones internacionales consideran que unos tres millones de personas necesitan hoy ayuda humanitaria en el país y cerca de un millón de personas ha huido de sus hogares.

Aung San Suu Kyi, de 76 años, ha pasado 16 años de su vida arrestada o presa. Ahora se enfrenta a cargos que pueden suponerle una pena máxima de 104 años de cárcel. Para la inmensa mayoría de los birmanos su encarcelamiento no representa únicamente asfixiar a su principal activista democrática, sino a la democracia misma.

Los militares, que retuvieron un porcentaje de poder en la Constitución de 2008, incluido el derecho a nombrar a una cuarta parte de los miembros del Parlamento, parecen vengarse del propio pueblo por su apoyo a Aung San Suu Kyi. No perdonan que en las últimas elecciones generales democráticas, en las que la Liga Nacional para la Democracia obtuvo 396 de los 476 escaños, el partido delegado de los militares, (Partido Unión, Solidaridad y Desarrollo) obtuviera solo 33 escaños.

¿Es posible un sistema democrático?

La democracia parece un suspiro en la vida de Myanmar desde que se independizó de Gran Bretaña en 1948. Los primeros intentos democráticos toparon con varios levantamientos en provincias y conflictos étnicos y religiosos que culminaron en la intervención del ejército en 1958. Primeramente, imponiendo un gobierno provisional entre 1958 y 1959. Después, en 1960, un golpe de Estado inició el mandato militar de Ne Win, que duró 26 años.

En 1988, tras el Levantamiento de 8888, los generales formaron el Consejo de Restauración de la Ley y el Orden del Estado (CRLOE), que tomó el poder. Finalmente, en 1990, los militares convocaron las primeras elecciones libres en tres décadas, convencidos de que contaban con el apoyo popular. La jugada salió mal y los comicios culminaron en una victoria aplastante para el partido de Aung Sang Suu Kyi. El Tatmadaw se negó a ceder el poder a la LND y arrestó a sus líderes. Las fuerzas armadas permanecieron en el poder otros 22 años. Unas nuevas elecciones celebradas en 2015 dieron nuevamente el triunfo a la Liga Nacional para la Democracia.

La sombra de China es alargada en Myanmar

China es la mayor protectora de la junta militar birmana en las organizaciones internacionales. Ambos países comparten una frontera de 2 185 kilómetros. Myanmar, además, tiene petroleo y gas, que es fácilmente exportable a China, primer socio comercial de Myanmar (33 % del total de las exportaciones birmanas en 2019, según figura en la ficha-país del Ministerio de Asuntos Exteriores español).

Por su parte, Rusia ha bloqueado cualquier resolución condenatoria a los militares desde el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Pakistán y la India han adiestrado durante años a los oficiales birmanos en el uso tecnología e inteligencia militares.

Un dato clave para entender el golpe de Estado es la situación del propio general Aung Hlaing. El comandante en jefe de las Fuerzas Armadas debía jubilarse en julio de 2021, ya que La Ley de Servicios de Defensa impone el retiro obligatorio a los 65 años para el máximo mando del Ejército. La ausencia de los órganos de poder abría una puerta a que Hlaing fuera procesado en instancias internacionales por presuntos crímenes de guerra contra la minoría rohingya. Pero, probablemente, la clave con mayúsculas para retener el poder son los intereses económicos y financieros del Ejército birmano.

La familia de Min Aung Hlaing, por ejemplo, controla la Corporación Económica de Birmania (CEM) y la Myanmar Economic Holdings Limited, los dos principales grupos empresariales del país. Esta situación ha sido condenada por potencias regionales de Asia y Pacífico como Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda. Sin embargo, el apoyo de China y Rusia a Min Aung Hlaing continua intacto.

En las redes sociales, miles de birmanos definen con una típica ironía local el pulso entre Aung Hlaing y Aung San Suu Kyi, una pelea entre el padre y la madre de la nación que, como ocurre en los conflictos familiares que acaban mal, ha terminado afectando principalmente a los “hijos”: casi la mitad de los 55 millones de birmanos vive hoy en el umbral de la pobreza a consecuencia de la violencia interna y las sanciones internacionales, de acuerdo al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Fernando Eutiquio Nuño Santana – The Conversation

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