Transversalidad, un pacto sin futuro

Por Daniel Seijo

Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro de estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo. Los revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni enemigos.»

Fidel Castro

«Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: el despertar»

Antonio Machado 

La transversalidad es Arsenio en el Real Madrid, Mouriño en el Barça, un eterno concierto de C. Tangana, el cine de Brian de Palma, el ejercito rojo negociando la toma de Reichstag o Fidel cediendo ante el chantaje Yankee. Renunciar a los postulados obreros, a las ideas clásicas de la izquierda, resultaría como despojarnos de nuestra alma, abocarnos a la experiencia del sexo sin pasión, el amor sin libertad y la política sin principios. Dudemos pues de quienes pretenden asaltar el palacio con la vista puesta en sus sillones, quienes comparten amenas charlas con los socioliberales en lugar de vaciar sus copas con los campesinos y obreros representados en los sóviets, en las calles. Nosotros somos del fútbol de siempre, los desbordes por la banda izquierda y los remates poco ortodoxos, pero efectivos. La música de los Doors, el cine Stanley Kubrick, el pulso de Vasili Záitsev y la valentía del pueblo cubano en Bahía de Cochinos. Sabemos que nuestro discurso quizás resulta obsoleto y que las banderas rojas están muy lejos de ondear en nuestras instituciones, somos plenamente conscientes de los nuevos tiempos y de las nuevas estrategias políticas. No deberían, ni pretendan, tomarnos por idiotas.

Puede que muchos de nosotros no hayan pisado nunca una universidad, no conozcan en profundidad a Gramsci y ni tan si quiera sepan quién es Ernesto Laclau. Cuando hablamos del eje izquierda/derecha, no estamos hablando de una división imaginaria que defender en una tesis o quizás en una cafetería para conseguir alguna mirada furtiva. No hablamos tan siquiera de los colores de uno u otro partido, sino de los oprimidos y los opresores, los explotadores y los trabajadores precarizados, los desahuciados y los especuladores.  Vivimos día a día en esa realidad, la respiramos, notamos su opresión sobre nuestro pecho y la sufrimos cada mes a la espera de que algo real, palpable, al fin nos rescate. No se atrevan a pedirnos que renunciemos a nuestros ideales, nuestro orgullo, nuestra única esperanza. Despierten al fin, la izquierda no conforma la agenda política en España, no estamos obligando al resto de actores a tomar posición alguna según los parámetros que nosotros fijamos, y lo que es peor, ni tan siquiera tenemos ya claro desde donde partíamos en todo esto. Ciudadanos y Partido Popular arrasan nuestros derechos y libertades en medio de una situación económica espantosa, y no queremos ni pensar en que sucederá en cuanto el espejismo del bienestar regrese, sí es que algún día lo hace.

Muchos nos encontramos hoy ya cansados de la corrección política, los soporíferos tiempos de la indignación contenida y esos debates internos que nunca terminan llevando a ninguna parte

No hay nada malo en creer en la superioridad moral de la izquierda. Desengáñense, nosotros no hemos comenzado esta crisis, no hemos vaciado las arcas o despilfarrado nuestro dinero. No somos nosotros los que tenemos que pedir perdón por todas esas familias que hoy duermen en la calle, los jubilados que han perdido todos sus ahorros o los niños hacinados en  barracones por la inexistencia de centros educativos públicos suficientes. Los responsables han sido otros, alejados de la tradicional definición de izquierda y derecha, quienes abandonaron al marxismo y quienes no hace tanto tiempo lo perseguían fusil en mano. Nuestra mayor sensibilidad hacia las injusticias, no nos hace desarrollar un sentimiento de superioridad moral, simplemente nos impide vender nuestra propia alma, abandonar a un solo colectivo, porque la experiencia nos dice que tras ellos, tarde o temprano, iremos nosotros. Y sí, a veces intentar ejercer la justicia a toda costa supone un coste social enorme, lo saben los compañeros en Venezuela, Colombia, Siria, Alsasua… Lo sufrieron también nuestros antepasados en esta misma tierra en la que todavía hoy están enterrados, en la que muchos todavía los lloramos y cada día desde entonces intentamos honrarlos.

Nos llaman idealistas quienes todavía se muestran incapaces de ver que la socialdemocracia fue un espejismo, una tenue ventana abierta en la historia por la sanidad y educación pública de la URSS, sus derechos políticos y sociales, su contrapeso económico. Sin embargo, todavía hoy, quienes no consiguen aceptar que aquella ventana se cerró con la caída del muro entre sistemas,  se atreven a tratar con paternalismo a gran parte de la izquierda, a chantajearnos cada cuatro años y acusarnos  de fomentar las rupturas y escisiones si no les otorgamos un eterno cheque en blanco para intentar pactar con el capital, con el diablo. La verdadera izquierda, el verdadero cambio surgido desde la calle y las plazas, debe representar a los oprimidos, a los explotados, a los marginados, a los desfavorecidos… en suma, a “los parias de la Tierra”. Son numerosas las ideologías y partidos que buscan representar a quienes no encuentren calor bajo nuestro paraguas, quizás el tiempo y nuestra fuerza los convenza. Hoy, todavía bajo los claros efectos de una crisis económica, la superioridad electoral de la derecha en nuestro país parece obvia, de igual modo que lo parece la desintegración social de la izquierda. Debemos pararnos a reflexionar, ocupar las universidades, las calles, las plazas, pero también las fábricas, los diversos centros de trabajo, las pequeñas empresas, el campo y los centros de arte. Tenemos la obligación de recuperar nuestros espacios tradicionales y escuchar a los nuestros, guardar silencio durante unos meses y simplemente escuchar lo que nos tengan que decir. Puede que de ese modo volvamos a identificarnos con nuestros votantes, con nuestros vecinos, nuestros compañeros. Quizás en la teoría política esté ya todo escrito, puede que nos sea necesario recurrir una y otra vez a los viejos maestros, pero con total seguridad sí resulta necesario volver a utilizar sus métodos, volver a recorrer las calles, charlar con los desheredados y acudir al parlamento oliendo a grasa, alcohol y tabaco tras una tarde entre viejas tabernas de barrio, tras una noche en algún polígono industrial, en alguna fábrica.

No se atrevan a pedirnos que renunciemos a nuestros ideales, nuestro orgullo, nuestra única esperanza

La izquierda real es el buen sexo tras un duro día de trabajo, la última cerveza un viernes noche capaz por un solo instante de hacerte olvidar al gilipollas de tu  jefe, los domingos soleados en el parque del barrio viendo jugar a tu hijx al fútbol, aquel préstamo sin intereses concedido por tu padre en un momento crítico, las vacaciones de verano en la carretera con la caravana prestada de un viejo amigo. Somos clase obrera, desheredados, olemos a proletarios y supuramos por cada uno de los poros de nuestra piel unos ideales y unos valores heredados generación tras generación de familias dispuestas a cambiarlo todo, a exigir simplemente lo que es nuestro, lo que nos corresponde fruto de nuestro trabajo. Es cierto eso de que muchos de nosotros ya no estamos en las fábricas y que la vida moderna ha hecho que quizás resulte un poco más complicado identificarnos entre la amalgama de profesiones: médicos, profesores, albañiles, carpinteros, periodistas, investigadoras o fotógrafas. Miles de profesiones diferentes, pero una misma realidad que no debiese suponer un impedimento a la hora de fomentar el sentimiento de clase desde la política, después de todo, a los encargados de conceder nuevos créditos en el banco del barrio o al portero de ese garito de moda en el centro de la ciudad, no parece costarles demasiado identificarnos como lo que realmente somos.

Muchos nos encontramos hoy ya cansados de la corrección política, los soporíferos tiempos de la indignación contenida y esos debates internos que nunca terminan llevando a ninguna parte. Nos aburren y nos cabrean esos discursos que pretenden vendernos a una izquierda civilizada ganadora frente a los supuestos efectos perjudiciales de una rebelión social incontrolada. A estas alturas, entre tuiteros presos y políticos rezagados a la búsqueda de la izquierda, los obreros simplemente necesitamos de nuestros representantes políticos un poco de valentía, una chispa de calle y muy especialmente sinceridad. Después de todo, los supuestos populismos intelectuales, por progresistas que puedan parecer sobre un papel, no valen de nada cuando el pueblo continúa sufriendo solo.

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