Trabajar sin humanidad

En la sociedad, es cada vez más palpable la frustración que sentimos al constatar que una parte significativa de nuestra vida se nos escapa entre las manos, dedicada casi exclusivamente al trabajo.

Por Isabel Ginés | 22/08/2024

A veces nos paramos a reflexionar cómo, a medida que transcurre el tiempo, nuestras aspiraciones personales experimentan una cambio de prioridades o de búsqueda. Durante los primeros años de nuestra vida adulta, deseamos destacar, de ser superiores a los demás en distintos ámbitos, de acumular méritos, títulos y, en última instancia, de alcanzar una saber que nos distinga del resto. Un título que nos abra puertas, salvar el mundo con nuestro talento y mil títulos que al final acaban en un cajón. Sin embargo, con el paso de los años, esa ambición se transforma, y las prioridades que en su momento parecían incuestionables comienzan a desdibujarse. El deseo de superar a los demás o ser el más destacado cede paso a un logro más profundo y esencial: vivir en paz.

Yo misma en algún momento de mi vida, perdí el rumbo en la búsqueda de destacar o hacer cosas que no me gustaban pero podía ser lo que la gente esperaba de mí. Me sumergí en proyectos que no me gustaban, no eran para mí y para los cuales no estaba preparada, pero que creía me otorgarían el estatus o camino que necesitaba. Cambié, cambié mucho, y si uno examina ese pasado, se sorprenderá al encontrar a una persona que no era yo, que no me reconocen, que no es lo que siempre quise. No me arrepiento de esa etapa, pero sí del tiempo invertido en un camino que no era el mío, en un esfuerzo sin lógica, seguir modas o perseguir una ilusión vana.

En la vida, es necesario dar esos bandazos, enfrentarse a la confusión, para finalmente darse cuenta de lo que realmente importa. Hoy no sé con certeza si estoy en el lugar correcto, pero sí sé que estoy en el lugar en el que quiero estar. Mi trabajo, aunque en momentos agotador, es necesario, me motiva. Creo, disfruto lo que hago. Documento, cuento historias, y ya no busco el beneficio inmediato; busco contar, ayudar y, a través de ello, crecer y hacer más.

Este cambio de prioridades no debe interpretarse como una renuncia a la excelencia o al esfuerzo, sino como un regreso a un estado de serenidad que quizá nunca debimos abandonar. Es como si, tras una larga travesía, regresáramos finalmente a un lugar que habíamos dejado forzosamente, un lugar en el que la tranquilidad y la libertad se erigen como las verdaderas metas del vivir y no solo sobrevivir. Este regreso, por tanto, no solo es básico e importante, sino también necesario para nuestra salud mental y emocional. En lugar de obsesionarnos con la acumulación de logros y reconocimientos, comenzamos a valorar la calma y la libertad como los verdaderos indicadores de una vida plena. Tener tiempo para los nuestros y poder tener paz. No vivir pensando en tomar calmante para sobrevivir cada día o vivir deprisa y en tensión. Siempre ir con prisa. Valorando poco porque no hay tiempo.

Este cambio de enfoque se manifiesta de manera clara en nuestra relación con el trabajo. Tradicionalmente, el trabajo ha sido visto como una fuente de identidad y realización personal. Como un mantra falso inculcado. Sin embargo, en la actualidad, se ha convertido en una fuente de precariedad y descontento. Queremos abolir el trabajo como broma sincera. La idea de «abolir el trabajo» no se refiere a la eliminación de toda actividad productiva, sino a la superación de un sistema laboral que nos somete a ritmos inhumanos y que nos impide disfrutar de tiempo libre y de una satisfacción personal. El trabajo, tal como se concibe en el sistema capitalista, ha dejado de ser un medio para el desarrollo personal y se ha convertido en una trampa que nos mantiene en un estado de perpetua insatisfacción y agotamiento.

En la sociedad, es cada vez más palpable la frustración que sentimos al constatar que una parte significativa de nuestra vida se nos escapa entre las manos, dedicada casi exclusivamente al trabajo. Esta situación genera una profunda insatisfacción, no tanto por el trabajo en sí mismo, sino por la imposición de tener que destinar la mayor parte de nuestro tiempo a actividades que, en muchos casos, resultan alienantes y carentes de significado personal. Como expresa Beatriz Serrano en su obra El descontento: “El estrés no me lo causaba mi trabajo sino el hecho de tener que ir a trabajar. Ocupar ocho horas de lunes a viernes en una tarea alienante e insatisfactorio”.

El capitalismo, modelo que domina nuestras sociedades contemporáneas, nos impone una lógica asfixiante: producir y consumir a un ritmo frenético, sin detenernos a considerar las consecuencias para nuestra salud, nuestras relaciones y nuestro entorno. La competencia constante, la precariedad laboral y la creciente desigualdad son algunos de los síntomas más visibles de este sistema que, lejos de promover el bienestar colectivo, fomenta un ambiente de hostilidad y estrés.

En este contexto, el capitalismo se convierte en una fuerza opresiva que nos asfixia, limitando nuestras posibilidades de llevar una vida digna y equilibrada. Nos encontramos atrapados en una espiral de consumo y producción que nos despoja de nuestra humanidad, reduciéndonos a meros engranajes de una maquinaria que parece no tener otro propósito que la acumulación de riqueza en manos de unos pocos. No es que odiemos los lunes per se; lo que realmente detestamos es la escasez de tiempo para nosotros mismos, la obligación de acudir a una oficina y ocuparnos en tareas que no nos aportan satisfacción alguna. La rutina laboral, con sus largas jornadas y la falta de flexibilidad, nos roba horas que podríamos dedicar a nuestra vida personal, a nuestras pasiones, o simplemente a descansar y disfrutar de la vida.

El problema radica en la estructura misma del sistema laboral actual, que no solo consume nuestro tiempo, sino que también tiende a deshumanizarnos. En muchas empresas, las personas se ven reducidas a meros engranajes dentro de una maquinaria productiva, donde lo único que importa es el rendimiento y la eficiencia. En este contexto, se pierde de vista la humanidad de los trabajadores, sus inquietudes, sus problemas y sus aspiraciones.

Esta deshumanización se manifiesta de diversas maneras, desde la falta de empatía en las relaciones laborales hasta la ausencia de flexibilidad en los horarios y las tareas. El sistema laboral, tal como está configurado, no solo demanda nuestra presencia completa aunque no tengas casi nada que hacer, sino que también exige la supresión de nuestras particularidades como individuos. Se nos pide que dejemos fuera de la oficina nuestras preocupaciones personales, nuestros sueños, e incluso nuestros conflictos, como si el simple hecho de cruzar la puerta del trabajo pudiera convertirnos en seres completamente funcionales y despojados de emociones.

Esta alienación y deshumanización tienen consecuencias profundas en nuestra salud mental y emocional. Nos sentimos agotados, no solo por las largas jornadas laborales, sino también por la desconexión entre nuestro trabajo y nuestras verdaderas aspiraciones. Es un agotamiento que nace de la disonancia entre lo que hacemos para ganarnos la vida y lo que quisiéramos hacer para vivir plenamente. Lo que buscamos no es la eliminación del trabajo, sino su humanización. Queremos un entorno laboral que no solo nos permita ser productivos, sino también vivir con dignidad, libertad y tiempo libre.

1 Comment

  1. Muy bien expresado, si bien, siendo realista, podemos aspirar a lo que Isabel señala en su último párrafo, un trabajo digno que nos permita gozar de libertad y tiempo digno. Lo de poder trabajar en lo que a uno le gusta es para muchos una utopía porque hay trabajos que nadie desea y solo se realizan por la recompensa económica que suponen.

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