«Todo lo que pasa en Ucrania sucede en Siria cada día»

«Cuando vi la diferencia de trato entre los refugiados ucranianos y nosotros, no me podía creer que el ser humano pudiera llegar a ser así. Solo porque son blancos, rubios y tienen los ojos azules… «

Por David Melero y Laura Luque / Kamchatka

El foco mediático e institucional de la guerra en Ucrania contrasta con la relevancia que se ha dado en Occidente a los conflictos de los países de Oriente Medio. Diversas personas que huyen de la miseria de Siria e Irán explican, en este reportaje, cómo perciben la diferencia de trato con respecto a los refugiados blancos.

La teoría de la Agenda Setting (fijación de la agenda) sostiene que los grandes medios de comunicación tienen influencia directa en determinar qué asuntos poseen interés informativo. Por este motivo, la guerra en Ucrania eclipsa otros conflictos similares que requieren del mismo foco mediático y la implementación de medidas igual de urgentes. Asimismo, la disposición de los estados europeos para acoger a los refugiados ucranianos es sospechosamente diferente de la ayuda que ofrecen a los desplazados de otros lugares, como el caso de Siria. En España, los ucranianos ya pueden sumarse al nuevo procedimiento exprés del sistema estatal de acogida, revisado para paliar los estragos del éxodo provocado por la ofensiva rusa. Por otro lado, según Oxfam, la guerra en Siria ha causado la que hasta hace poco era la mayor crisis de refugiados a nivel mundial, con más de 11 millones de personas forzadas a dejar sus hogares, de las cuales el 80% vive en extrema pobreza.

Rostros tras las cifras

Hannan explica con indignación cómo le hace sentir la diferencia de trato entre los refugiados de los distintos países. Huyó de la guerra de Siria hace 2 años junto a su marido y a sus 5 hijos, con los que ha experimentado el desemparo por parte de las instituciones griegas y europeas. “No quiero nada de esa gente». Cruzaron la frontera entre Siria y Turquía escalando el muro y andando durante horas. Ahmad, el hijo mayor, apenas tenía 8 años. Una vez allí pagaron a un contrabandista para zarpar en patera, tras 5 noches de espera en mitad del bosque: «No podíamos hacer ningún ruido, corríamos el riesgo de ser disparados por las autoridades turcas», explica con frialdad.

Después de todo lo que han visto y sufrido, sus palabras suenan lejanas, como si una gran muralla de hormigón separara lo que sienten de lo que expresan. Sentados en un colchón, en el suelo del salón de su piso en Atenas, Hannan y su marido Abdullah nos muestran vídeos de bombardeos, uno tras otro, y con expresión neutra señalan en la pantalla el que había sido su barrio en Damasco y que ahora no es más que polvo y ruina. «Desde que estalló la guerra hay que cambiar de vivienda cada 2 meses, 3 si tienes suerte», comenta Hannan. La suerte fue lo que salvó de un final trágico a su hijo Ahmad. Apenas un par de minutos después de que abandonase el colegio, las bombas destruyeron el recinto y acabaron con las vidas de muchos de sus amigos.

La odisea marítima

En la diminuta barca rumbo a Grecia viajaban 65 personas, la mayoría mujeres y niños. La primera vez que intentaron navegar quisieron dar media vuelta porque el mar estaba muy agitado y las probabilidades de morir ahogados eran demasiado altas. «Cuando cambiamos de dirección, el contrabandista comenzó a disparar hacia la patera. Tenía miedo de que la policía turca lo descubriera», dice Hannan. Finalmente, pudieron volver a Turquía, al bosque, donde era difícil mantener el silencio con tantos niños. El segundo intento salió bien. LLegaron a las costas griegas en 3 horas, pero tuvieron que esperar 6 más en la barca: «Toda mi ropa estaba empapada, el agua me cubría hasta las caderas», afirma mientras señala su vestido con una pequeña risa incrédula. Ella fue quien tomó el rol de mediadora entre las autoridades griegas y las personas que buscaban asilo, porque era la única que podía defenderse en inglés. Les explicó que había mujeres embarazadas y niños, por lo que era imprescindible desembarcar.

Cuando cambiamos de dirección, el contrabandista comenzó a disparar hacia la patera. Tenía miedo de que la policía turca lo descubriera

La experiencia que relata Hannan es parecida a la que vivió Amin, un chico iraní de 16 años que vino a Europa para intentar construir la vida que en su país le impedían tener. «Las personas que somos de familia afgana y nacemos en Irán estamos entre dos países y ninguno nos acepta. Venimos a Europa para intentar vivir como seres humanos, encontrar una casa, ir a la escuela… Vivir», explica.

Amin sonríe mientras narra la historia de su migración / David Melero

Su padre murió de cáncer y su madre se quedó sola con 7 hijos que, por su condición de no ciudadanos, no podían estudiar en un centro público. El precio de la escolarización completa de Amin y sus hermanos acabó resultando insostenible para ella: «Mi madre me dijo que quería verme crecer con todas las oportunidades y que en Irán eso no sería posible», comenta con tristeza. En 2019 vendieron todos los muebles y electrodomésticos de su casa para ir a Turquía, donde malvivieron durante 3 meses. «Éramos muchos y no podíamos acceder a ninguna ayuda, así que llegamos a dormir en la calle».

Como Hannan, Abdullah y sus hijos, Amin y su familia pagaron una elevada cantidad de dinero a un hombre desconocido para viajar en una pequeña lancha hacia Grecia. ¿Cómo sabíais que era de fiar?, le preguntamos. «No puedes no confiar, porque no tienes nada más. Así que simplemente te limitas a escuchar lo que dicen los contrabandistas cuando se acercan a ti y te quedas con el que menos te cobra», responde. Consiguieron llegar a Grecia al tercer intento, o «game» (juego), como lo llaman ellos. En los dos primeros fueron interceptados por la policía: «Nos rompían los chalecos salvavidas, que son muy caros».

Solo acierta a decir una palabra para describir aquella odisea: «Aterradora». Iban 50 personas, entre ellos muchos bebés. La única indicación que les dieron fue que tenían que ir recto durante todo el trayecto, pero en el mar es muy fácil desviarse y más cuando el paisaje es completamente oscuro. «El contrabandista nos dijo: si morís, morís», cuenta con seriedad. Los refugiados rezaban y se pedían guardar silencio. Cuando avistaron la bandera de Grecia en la costa, el mar estaba en calma. «Nos pusimos muy contentos. Dios mío, pensé, esta es una gran oportunidad para crecer y vivir con dignidad: tener pasaporte, ir a la escuela, hacer lo que quiera…», relata mientras percibe lo ingenuo que fue entonces.

Hala, hija de Hannan y Abdullah, dibuja tranquilamente en el comedor de su casa / David Melero

Moria, el infierno de Europa

Una hora más tarde, la policía los interceptó y con la ayuda de un traductor les dijo que tenían que ir al campo de refugiados de Moria (Lesbos), conocido internacionalmente como «la vergüenza de Europa». Fue al llegar allí cuando todas sus ilusiones se desvanecieron. «La gente nos daba la bienvenida al infierno, literalmente. Yo no podía imaginarme que Europa tuviera infierno», asegura. Había muchísima gente, suciedad por todas partes y lo único que les dieron para dormir fue una manta: «Nos dijeron que acampáramos en la intemperie y que en unas semanas obtendríamos alguna respuesta». Aquellas semanas se convirtieron en un año y medio, hasta que su hermana mayor pudo pagar el alquiler de un piso en la ciudad de Mitilene (Lesbos) con lo que había ahorrado trabajando de traductora. Ya estaban fuera cuando un gran incendio destruyó Moria en septiembre del 2020, pero su tío se encontraba aún en el campo. «Antes del incendio, Moria estaba en unas condiciones nefastas y a ningún gobierno le importaba. Si no fuera por la gravedad de lo que pasó, todo seguiría igual e incluso peor», asegura Amin con indignación.

Al llegar al campo de refugiados de Moria todas sus ilusiones se desvanecieron. «La gente nos daba la bienvenida al infierno, literalmente. Yo no podía imaginarme que Europa tuviera infierno»

En el campo había atención psicológica a disposición de los refugiados, pero Amin cuenta que no servía de mucho: el lugar estaba tan abarrotado que los recursos resultaban inútiles. También podían aprender inglés, pero estando atrapados era difícil encontrar la motivación para hacerlo. Las colas para coger comida eran interminables y la madre de Amin, que tenía mal la rodilla, se pasaba el día de pie para que ella y sus hijos pudieran comer.  Había incontables peleas, incluso asesinatos, pero las autoridades no mostraban ni un ápice de empatía o preocupación. «Nunca vi a la policía hacer un buen trabajo. Eran abiertamente racistas, nos decían que volviéramos a nuestros países”.

Hannan y su familia también estuvieron en Moria: «Durante un año convivimos junto a otra familia en una tienda de campaña muy pequeña». Ella es enfermera, así que decidió hacer de voluntaria en el campo, mientras aprendía inglés y se lo enseñaba a sus hijos. Amal -que signfica «esperanza» en árabe- y su perfecta pronunciación son la prueba de lo mucho que se esmeró su madre en ayudarles a aprender el idioma. Hannan se enoja cuando escucha que los pobres emigran para recibir dinero: «Yo he llegado a trabajar sin cobrar y si pudiera vivir en mi país, no arriesgaría mi vida y la de mis hijos para venir hasta aquí», sostiene.

En Moria se necesita un sitio a donde ir y un sello. Si las autoridades griegas aceptan, los refugiados reciben un sello azul que les permite desplazarse por el país. El sello es de color negro si el receptor tiene problemas de salud y de color rojo si deben permanacer en el campo. Hannan y Abdullah recibieron el sello azul y la madre de Amin, el negro.

Amin enseña el tatuaje que le hizo un amigo en Moria. Para él representa la vida nómada, la libertad y la ausencia de fronteras / David Melero

Para Mehran, un joven iraní, la historia fue diferente debido a la situación económica de su familia. Su padre era un hombre de negocios, importaba ropa de Dubai y la vendía en su país, donde mantenían un nivel alto de vida. El tío de Mehran, que vive en Alemania, es cristiano converso y el padre del joven siguió su camino y abandonó el islam progresivamente porque creía que era muy restrictivo. «En Irán, los cristianos se reúnen en sótanos que sirven como iglesias clandestinas para hablar de religión y orar en silencio». La práctica de otras religiones está prohibida por el gobierno teocrático. Cuando recibieron una citación judicial supieron que si no abandonaban el país, su padre acabaría en la cárcel. Así que volaron hasta Turquía, pagaron unos 9.000 euros para que llevaran a los 9 miembros de su familia en barca hasta Grecia y de allí llegaron al campo de Moria. «Fueron los peores 10 días de mi vida y conozco a gente que ha llegado a estar allí hasta 3 años», explica Mehran.

Después de Moria

Estuvieron en un segundo campo de refugiados durante 4 meses y medio, hasta que finalmente consiguieron ayuda: un techo donde vivir, un pequeño subsidio económico y un trámite abierto para regularizar su situación en Grecia. Su experiencia, aunque dura, contrasta con la de Hannan y Amin, porque con poder y dinero todo resulta más fácil. Actualmente, toda la familia de Mehran reside en Alemania, pero él decidió quedarse. Cuando regresó de visitar a su familia se quedó sin dinero y un amigo suyo le consiguió trabajo de recepcionista en el hostal Welcommon, en Exarcheia, el barrio autogestionado de Atenas. Allí se alojan numerosas familias de refugiados con la compañía de voluntarios. «Quise quedarme en Grecia porque siento que en Alemania la vida es muy fría y mecánica: puedes tener un coche caro, una casa grande… Pero creo que la gente no vive. Aquí disfrutamos del momento, tenemos muy poco, pero somos felices yendo a acampar a la playa», explica con voz serena. Tiene los papeles en regla y en agosto comenzará la carrera de informática en Atenas. Paula, exvoluntaria de Welcommon, le está enseñando a grabar y editar vídeos. A Mehran le gustaría colgar contenido en Youtube: «Soy un chico de negocios», asegura con una sonrisa desenfadada.

Mehran, en su trabajo como recepcionista del Hostal Welcommon / David Melero

Hannan, Abdullah y los niños también están contentos, pero por un motivo muy diferente: por fin abandonarán Grecia, el país donde sus hijos se escondían bajo las mesas cuando escuchaban aviones, el lugar donde el pequeño Ahmad ha tenido que superar su miedo a volver al colegio. El destino es Milán, ya se han realizado la PCR pertinentes, les queda poco tiempo aquí. Será la primera vez que vuelen en avión y han hecho un esfuerzo para comprar ropa nueva con la que iniciar una época de cambios que afrontan con esperanza. Después de deleitarnos con un gran manjar de platos tradicionales sirios, como dolma, mahshi o tahini, y de que Abdullah cese en su cometido de que nuestros platos no queden vacíos en ningún momento, el matrimonio ha comenzado a regalar zapatos, ropa y productos de higiene a Paula y sus amigas, Louisa y Leah. Tienen que quedarse exclusivamente con aquello que se van a llevar a Italia. Tienen poco y todo lo comparten con su «familia» y «hermanas», las dos únicas palabras que Abdullah repite constantemente en inglés.

La cena en casa de Hannan y Abdullah / David Melero

Para Amin, Paula también es muy importante: es una de las personas que le ha demostrado que en Grecia también hay empatía. Se conocieron en el hostal Welcommon, cuando Amin iba a recibir clases para ocupar sus días. Los dos tienen la esperanza de que a Amin le acepten la petición de reagrupación familiar y pueda reunirse con su familia en Alemania. Ahora está solo, viviendo en un centro para chicos menores refugiados. Va a clases de inglés proporcionadas por el centro, entrena y juega al fútbol, no sabe cuánto tiempo más va a tener que aplazar la construcción de una vida que sea realmente suya. «Pedí a mi familia que no me mandara dinero, es mi vida y me tengo que apañar por mí mismo», asegura con la mirada fija. Como es menor, Amin no puede trabajar en Grecia, así que únicamente le queda esperar y ocupar el tiempo. Nos explica ilusionado que su sueño es ser futbolista profesional. Se nota que este deporte es una de las pocas cosas que aporta brillo a su rutina. Para el resto de actividades de su día a día siente que no tiene voz.

Donde las instituciones no llegan

Todas las personas con las que hemos hablado para elaborar este reportaje coinciden en señalar la escasa organización en torno a la ayuda a los refugiados. Cada uno se apaña como puede con la información que recibe y los contactos que va haciendo. Apenas hay similitudes entre la gestión de los casos de las personas desplazadas. Llegar al nuevo destino es solo el inicio de una etapa llena de trabas y confusión. Por este motivo, cuando las instituciones dan la espalda, es la gente de a pie quien extiende su mano. Es entre los fallos de las estructuras del sistema, en sus rendijas, donde florece la fuerza de la cooperación ciudadana.

Cuando las instituciones dan la espalda, es la gente de a pie quien extiende su mano. Es entre los fallos de las estructuras del sistema, en sus rendijas, donde florece la fuerza de la cooperación ciudadana

Kastro, un hombre sirio que lleva 33 años viviendo en Grecia y que es la personificación de la esencia de Exarcheia, ejemplifica esto último. Junto a otros compañeros tienen un proyecto llamado «Solidarity fields» (campos solidarios) que proporciona techo, comida y trabajo a quienes lo necesiten. En 2017 pidió a las autoridades locales que habilitaran la escuela abandonada del barrio para alojar a los refugiados, y ante la negativa, decidieron okuparla. Abrieron un total de 7 edificios y una granja abandonada para cultivar productos orgánicos y venderlos en su pequeña y pintoresca tienda, en el mercado autogestionado de los domingos. Su objetivo es crear una estructura paralela al sistema para que individuos y colectivos puedan encontrar sustentabilidad. «La verdadera ayuda es ofrecer un trabajo y una vida digna, no solo limitarse a dar comida, eso no soluciona nada», comenta tras dar una calada a su cigarrillo. «Me indigna que ciertos países rechacen acoger a los refugiados, si no los queréis dentro de vuestras fronteras, no les hagáis la guerra. Ellos no son el problema, el problema lo genera otro ejército de otro país».

Kastro, delante de su pequeña tienda de productos ecológicos en el barrio de Exarcheia / David Melero

Se muestra crítico con la labor de las instituciones y las organizaciones no gubernamentales: «Para los refugiados o con los refugiados, hay una gran diferencia. No dejamos que algunas oenegé entren en la granja porque solo quieren hacerse la foto». No quiere aparecer en un artículo de un medio de comunicación que sirva como herramienta del capitalismo, lo deja muy claro, pero sabemos que confía en nosotros porque cuando pasamos por delante de su local nos invita a sentarnos y nos sirve una comida deliciosa hecha con productos de la granja. Teníamos entendido que era un hombre muy reservado con sus asuntos personales, pero se ha abierto incluso a explicarnos los detalles de su vida. Tiene 53 años y vino a Grecia para estudiar bellas artes y porque en Siria corría peligro por formar parte de un partido político de izquierdas. Continúa su lucha aquí, siempre encuentra la manera y las personas para hacerlo.

Diferencias sospechosas en el trato a los refugiados

No es que las instituciones no tengan recursos para abordar estas situaciones, sino que los reparten de manera desigual: «Cuando vi la diferencia de trato entre los refugiados ucranianos y nosotros, no me podía creer que el ser humano pudiera llegar a ser así. Solo porque son blancos, rubios y tienen los ojos azules… ¿Sabes? La guerra es la guerra y también está matando a inocentes en Siria y en Afganistán, pero mucha gente lo ve diferente porque los que sufren esta vez son blancos», explica Amin con seriedad. «Quienes huimos de situaciones extremas solo buscamos una vida digna, el sufrimiento es el mismo en cualquier lugar donde haya miseria», finaliza. Nos comenta que antes de la ofensiva rusa, su hermano y su hermana, que están en Pakistán, iban a ir a España a empezar una nueva vida, pero el tiempo de espera se ha alargado porque la situación en Ucrania ha sido prioritaria.

Hannan se muestra igual de indignada: «Todo lo que ha pasado en Ucrania sucede en Siria cada día, pero nosotros no estamos recibiendo ayudas, permisos de asilo, trabajo o techo», confiesa mientras deja su té árabe en el suelo. Cuando paseamos por la calle con ella, Abdullah y sus hijos después de cenar, me coge del brazo y se queda quieta, señalando desde la distancia a un hombre que busca comida en un contenedor. «Los refugiados ucranianos tienen comida a su disposición, nuestra gente muchas veces se ve obligada a rebuscar en la basura», espeta. Sus ojos, ligeramente iluminados por la tenue luz de las farolas de Atenas, expresan más de lo que dice con voz sosegada. Es en estos pequeños destellos donde se logra atisbar lo que hay detrás de la muralla que se ha alzado tras tanto sufrimiento.

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