Durante los últimos cuatro años, la revolución sudanesa ha desafiado el poder. Para ello, se ha basado en su autoorganización y en las debilidades de un poder incapaz de erradicarla.
Las manifestaciones han estado en curso durante 10 meses, comenzando con el golpe de octubre de 2021, que detuvo la transición a la democracia que comenzó después del derrocamiento de Omar al-Bashir en 2019, quien estuvo en el poder desde 1989.
Podemos seguir exponiendo cifras: 113 personas asesinadas en las manifestaciones desde octubre, 400.000 muertas y dos millones de desplazadas en Darfur… Y se nos ponen los pelos de punta.
Somalia tiene una diferencia crucial con sus vecinos que se derrumban: sus élites políticas han vivido sin un estado que funcione durante treinta años y son hábiles para manejar la vida política al borde del abismo.
la región se encuentra una vez más en una encrucijada. Las dinámicas cambiantes y las alineaciones geopolíticas cambiantes con los países del Golfo dictan gran parte de lo que sucede dentro de estas naciones, así como la geopolítica transfronteriza que está en aumento.
Gracias a los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la aplicación de sus recetas, la inflación se disparó a sus máximos históricos de más del 400 por ciento, lo que está produciendo una fuerte escasez de productos básicos.
Tras meses de protestas y sentadas en torno al cuartel general de las Fuerzas Armadas en Jartum, el presidente sudanés, Omar al Bashir, se encuentra en arresto domiciliario desde el 11 de abril, mientras las Fuerzas Armadas del país se preparan para un gobierno de transición.