Sólo aquellos que tienen una fuerte identidad pueden realmente respetar a los demás, pero el capitalismo quiere que seamos débiles

Diego Fusaro

Lo he dicho y lo repito: sólo con una identidad fuerte es posible respetar las identidades de los demás. Más aún, sólo con ella es posible dialogar con otros. La globalización capitalista está, por el contrario, generando la flexibilidad de las identidades. Produce individualidades débiles e inseguras, sumisas y dóciles, fácilmente homologables a los cambios telúricos de los mercados. La adaptabilidad individual a las presiones sobre la estabilidad de los procesos de producción y circulación se convierte, entonces, en el horizonte de significado del pensamiento y la acción. Los popes del discurso multicultural de la monocultura del capitalismo absoluto convencen de ello a la plebe en la fase de empobrecimiento material y postmodernización inmaterial, les hablan del carácter progresivo del abandono de toda identidad. Lo hacen para favorecer la subsunción integral bajo el nuevo orden globalista sin fronteras.

La neutralización de identidades sólidas y posiblemente resistentes es, por tanto, el nivel ideal indiferenciado para la génesis del nuevo supermercado de identidades, dentro de cuyos perímetros cada individuo, privado de su propio perfil identitario, puede asumir sin oposición aquello que el sistema publicitario, dependiendo de las ofertas del momento, le aconseja. Le induce a adaptarse camaleónicamente a los «desafíos» de la globalización en calidad de «ciudadano del mundo», como se llama ahora al nuevo apátrida deslocalizado y con arraigo territorial prohibido. La centrifugación consumista de las identidades colectivas se realiza en la homogeneización de las multitudes abstractas, sin identidad y sin patria, sin raíces y sin conciencia, identidades reducidas a cachivaches [gadgets] y cosas «pintorescas».

En el tiempo éste de las identidades deconstruídas y de las vidas por fragmentos, la misma biografía individual se redefine como un conjunto de múltiples trayectorias, que se despliegan entre trayectorias biográficas interdependientes entre sí, tachonadas de transiciones que marcan discontinuidades más o menos profundas, de rupturas y remodelaciones que, para poder tener lugar, necesitan quedar descargadas de cualquier identidad previa sólida y estable.

El resultado son verdaderas biografías patchwork [mosaico, amalgama], tal como las han definido los sociólogos, que obligan al sujeto a desprenderse de toda identidad estable y de todo proyecto a largo plazo, haciendo de su propia narrativa biográfica el equivalente al lienzo de Penélope: ininterrumpidamente tejido, deshecho y retejido en la narrativa subjetiva y en la práctica objetiva, el «lienzo de la identidad» del hombre de la post-identidad está, como su misma existencia objetiva, sujeto a una estabilización aplazada sine die. La ontología social del sujeto se desintegra – «deconstruida», diría Derrida – y, con ella, su posibilidad de ser una unidad discreta y coherente.

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