Que un país pueda tener autonomía de recursos y autodeterminación en su gestión no encaja en su lógica cosmopolita y globalista.
Albino Prada
Imaginemos que finalizamos el año dejando atrás la incertidumbre sanitaria en la que nos metió la pandemia a comienzos de 2020. Que con la vacunación masiva y las precauciones sociales somos capaces de recuperar el punto económico en el que colapsó casi todo. Tenemos dos tratamientos, al parecer de amplio consenso, a nuestra disposición para reemprender la marcha: una acelerada transición energética acompañada de otra digital. Transición: más que un cambio y algo menos que una revolución.
Que la energía y lo digital van a estar en el centro de nuestras vidas en las próximas décadas es bastante obvio, pero, por un lado, ya no lo es tanto que «recuperación o transición» sean las palabras más ajustadas para marcar nuestro rumbo futuro. Y, por otro lado, conviene no ignorar que en el centro de nuestras vidas también hay otras muchas cosas valiosas (la sanidad, la enseñanza, la protección social, la vivienda, la probabilidad de encontrar un empleo decente, la no discriminación, etc.) que no podemos dar por garantizadas con un crecimiento digital y verde del PIB. Pues ese crecimiento podría, incluso, jugar en su contra.
Me temo que con estas transiciones nos jugamos muchos desenfoques, muchos trucos. Intentaré aclarar esta encrucijada a la luz de algunas cosas que fueron noticia estas últimas semanas. Noticias que también suelen llegar a nosotros, en mi opinión, desenfocadas. Aunque para quién busque un análisis más detallado y parsimonioso podría echar mano de mis recientes ensayos “Crítica del hipercapitalismo digital” y “Caminos de incertidumbre”.
SOBERANÍA DIGITAL
La gestión del llamado big data, de internet, la robotización, la inteligencia artificial, la nube o el 5G (lo digital para abreviar) no debiera ser asunto de dos oligopolios a los dos lados de un incipiente telón digital (GAFAM aquí y Baidu-Alibaba allí) teledirigido por grandes tecnocracias en función de sus intereses privativos y corporativos (capitalismo financiero de Vanguard Group y Blackrock aquí, o capitalismo sin capitalistas allí). Ni de un imperio en declive, ni de un gigante global en ascenso.
Por si hiciese falta, el desastre de Afganistán nos viene a recordar que la Unión Europea no debiera seguir haciendo un trabajo de monaguillo para un imperio en declive. Que debemos definir una soberanía alternativa en el ámbito de la defensa y la seguridad. Y ambas cosas pasan hoy, si o si, por lo digital.
Planteo esta soberanía a escala europea porque el ámbito digital y de seguridad, en un mundo con dos gigantes de los que evitemos ser protectorados, pasa por la capacidad de diseño propio (5G y algoritmos), de fabricación de hardware de proximidad y de gestión autónoma de la nube y del big data. El impacto del actual desabastecimiento global de chips en nuestros países debiera ser un recordatorio, toda una luz de alarma.
Una soberanía basada en un tejido empresarial con competencia real interna, evitando trasladar al 5G (con subastas para 20 años) y al resto de actividades digitales a conformar oligopolios. Evitando la exclusión de agentes públicos y la bendición de organismos de defensa aparente de la competencia. Una soberanía que conviva con un ámbito digital público, democráticamente controlado, con salvaguarda de la privacidad que evite el escándalo de que entre nosotros solo el uno por ciento de los infectados en esta pandemia tuviese activada la aplicación pública radar COVID.
AUTODETERMINACIÓN ENERGÉTICA
La necesaria transición energética para frenar el colapso climático opino que no debe ser gestionada por los mismos agentes empresariales que nos colocaron ante ese abismo. Naturgy, Iberdrola, Endesa o Repsol no pueden ser los gestores del agua, del sol, del viento, de la biomasa… de los recursos renovables de que disponemos, y que podemos y debemos manejar a una escala local o municipal, sin grandes redes ni grandes centros de generación. Pues si ellos lo hacen, lo harán con su lógica: amortizar lo que ya tienen, ajustarlo a su escala y jugando al póker con las futuras generaciones.
El vaciado de embalses con ríos sin caudal, la tarifa-timo de la luz, el coche eléctrico, las baterías las puertas giratorias, el oligopolio bendecido por la Comisión de la Competencia, etc. etc. tienen de nuevo que ver con los intereses de Vanguard o de Blacrock. En su mesa de juego del casino global (gas, petróleo, uranio, minerales, materias primas, tierras raras, etc.) nunca tendrá acomodo la resiliencia y la autodeterminación de las sociedades. Y, menos aún, el freno al aconsumismo o a la obsolescencia de diseño.
Que un país pueda tener autonomía de recursos y autodeterminación en su gestión no encaja en su lógica cosmopolita y globalista. Al contrario, ganan millones en los mercados de futuros empobreciendo a sus consumidores, hoy ya con el gigante chino incorporado a su modelo especulativo y de depredación global de los recursos del planeta. Todo por la pasta.
Por todo ello debiéramos evitar, en esa «transición», macro proyectos rotulados de interés público-privado (para así huir de iniciativas públicas locales o municipales que garanticen la reducción del consumo y la autonomía de los aprovisionamientos), proyectos que no pasan de ser un mero camuflaje para colocar los recursos y el endeudamiento público nacional al servicio de los fondos de inversión globales.
DESARROLLO SOCIAL SIN TANTO CRECIMIENTO
La soberanía digital y la autodeterminación energética tal como acabo de perfilarlas puede que no aceleren tanto el crecimiento del PIB como el turbocapitalismo de la «transición» que nos venden los fondos de inversión globales y sus próceres locales con la llamada Next Generation. Pero van mucho mejor de la mano con aquellas cosas que son más valiosas que el PIB. “Más desarrollo con menos crecimiento”, tal como argumento en un ensayo reciente.
Porque a cambio tendremos mercados más competitivos, con más agentes, menos oligopólicos. También agentes públicos o cooperativos de ámbito local. Tendremos más probabilidades de empleo porque la amortización y automatización desenfrenada de puestos de trabajo ni garantiza un servicio mejor (ya sean financieros, sanitarios, comerciales, educativos o de protección social en particular), ni nos garantizan que gocemos de autonomía y resiliencia para enfrentar shocks externos futuros con situaciones de incertidumbres. Tampoco garantizan, más bien todo lo contrario, un sistema fiscal progresivo y soberano en la Unión Europea al hacer competir a la baja a los Estados.
Su lógica nos lleva al colapso de la cobertura pública al mismo tiempo que se prestigian ofertas (sanitarias, de pensiones, estudios universitarios, geriátricos, etc.) en centros privativos para los sectores de mayor nivel de renta.
(*) Traducción del original en gallego publicado en la revista mensual Tempos Novos de octubre de 2021
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