Sexting, violencia de género y delitos contra las mujeres

Por María Martín

El difundir nuestras imágenes para coaccionarnos a seguir o estar con ellos, los golpes, las violaciones, los asesinatos no son por ser como somos, sino por ser quienes somos: mujeres.

Hace muchos, muchos años, en mi lejana adolescencia, cuando no solo no había escuchado jamás la palabra feminismo sino que aún no sabía que estudiaría derecho, una amiga salió con un chico más mayor que ella. Tenía una Polaroidcon la que le hizo algunas fotos comprometidas que, días después, ya había visto todo el instituto. Quienes no las habíamos visto sabíamos de su existencia. Y ya sabéis lo que pasa con esto: la imaginación siempre es peor. Treinta años después, aquella chica sigue sin poder escuchar el nombre del tipo sin romper a llorar. Él —le conozco y es compañero de profesión— todavía se ríe cuando lo recuerda. «Qué exagerada era esa mujer. La que montó por una foto de nada. Total, ni que no lo hubiera hecho».

Hoy, en una situación similar, la imagen puede dar la vuelta al mundo. Y las consecuencias ser infinitamente más duras y difíciles de evitar. Para la vida personal, familiar, laboral. Y, lo que era una «broma de mal de mal gusto» en la que la ley no entraba ni salía, se ha convertido en una forma legalmente reconocida de violencia contra la mujer por razones de género.

Por «“violencia contra la mujer por razones de género” se entenderá, toda violencia contra una mujer porque es una mujer o que afecte a las mujeres de manera desproporcionada».

¿Acaso no puede cometerse violencia contra un hombre? Sí, puede. ¿Acaso no pueden ser violentas las mujeres? Sí, podemos. ¿Acaso entonces es menos delito? No, pero sí tiene consecuencias distintas que la ley contempla a la hora de castigar. Como en aquella historia adolescente, un mismo hecho genera diferentes consecuencias según sea cometido, y sean víctimas, un hombre o una mujer. Y estas afectan a la mujer de manera desproporcionada.

 La «culpa» de esta definición la tiene el Convenio de Estambul que dice que «por “violencia contra las mujeres” se deberá entender una violación de los derechos humanos y una forma de discriminación contra las mujeres, y designará todos los actos de violencia basados en el género que implican o pueden implicar para las mujeres daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas de realizar dichos actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, en la vida pública o privada».

De todos los aspectos cuando se habla de delitos de violencia de género, en mi experiencia laboral, hay dos que generan malentendidos y dificultan la comprensión de los objetivos de unas leyes, a todas luces perfectibles, que, en defecto de otras mejores, hemos de aplicar: la palabra género y que la violencia se cometa «contra la mujer por ser mujer»

Empiezo por la palabra género. ¿Qué es el género? Aunque podría discutirse mucho sobre ello y hay infinidad de teorías, ahora me ciño a la que es comúnmente admitida por las leyes que nos afectan: internacionales, europeas y españolas. El género es una construcción social que en base a las diferencias biológicas genera discriminaciones que sitúan a las mujeres en una situación cuantificable de desventaja social, económica, política, cultural; en definitiva, de poder, a las mujeres. Por «género» se entienden en la ley «los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres».

Por otro lado, está eso de que se hace por un hombre contra una mujer «por ser mujer». Ese «por ser mujer» es la clave. Y es otro punto de dificultad. ¿Cómo que porque es mujer? Me lo explique. Y yo lo explico, que para eso he venido hoy.

¿Quiere decir que hay un plan malvado de los hombres contra la mujeres? No. ¿Qué todos son malos-malísimos? Ni mucho menos. ¿Que todos son maltratadores en potencia? Tampoco. Significa que hay un sistema que funciona porque hay una jerarquización. Y que el espacio público y quien lo controla; la palabra y quien la controla; los puestos de decisión y quienes los controlan se considera de forma «natural» que son los hombres. Y es más difícil ceder lo que tienes que pedir lo que no tienes. Porque si el sistema te condiciona, pero, por otro lado, te premia y ganas en el intercambio, no lo has pedido, pero ahí están los privilegios. Y no, que ellos paguen en una discoteca y ellas no, no es es privilegio femenino. Es que a mí me usen de cebo para atrapar hombres. Ser considerada carnaza no es privilegio alguno.

Y, a efectos de violencia, la mujer que sufre la violencia es indiferente. No se hace contra Ana, contra Ruth, contra Verónica, contra Luz, o contra Estrella. Se hace contra todas las mujeres por la estructura social que niega nuestras necesidades y nuestra especificidad; contra la mayoría de las mujeres por los entramados culturales generando actitudes de desprecio y desvalorización permanentes; y por algunos hombres concretos contra mujeres concretas a través de comportamientos de violencia directa. Desde las más sutiles hasta los asesinatos. Son violencias aleccionadoras para mantener el status quo. Se ejercen sobre una para enseñarnos a todas cuál es nuestro lugar.

Esa negación de necesidades, ese desprecio o desvalorización, el difundir nuestras imágenes para coaccionarnos a seguir o estar con ellos, los golpes, las violaciones, los asesinatos no son por ser como somos, sino por ser quienes somos: mujeres.

Y da igual que ese vecino estupendo que siempre saludaba se case conmigo o con otra. Ni lo que hagamos. Es la situación en la que el sistema nos pone y que la cultura sustenta la que le permite creer que, sea la mujer que sea, él puede −él tiene− que decidir cómo nos comportamos. Si podremos o no alejarnos de su vida. Es quiénes somos −mujeres− y no lo que somos −personas libres− lo que en su concepción del mundo le da permiso para hacer de nosotras lo que quiera. Su coche no cambia de dueño hasta que él lo vende. Su novia, o su mujer, no se van de su vida si él no lo permite. Fin.

Eso es lo que quiere decir que se nos mata «por ser mujeres». No que todas somos víctimas, aunque lo seamos del sistema queramos o no. Sino porque para el sistema somos intercambiables. Da igual que seamos altas o bajas, jóvenes o adultas. Somos mujeres y eso es lo que prevalece. Y, por eso, las leyes que pretenden eliminar la violencia de genero (la que se ejerce con el control y el poder que da el sistema sobre quien no lo tiene de acuerdo con él) han decidido no actuar solo castigando los comportamientos más evidentes, sino interviniendo en la estructura y la cultura que generan el caldo de cultivo de los desenlaces fatales.

Por eso no hay pasos pequeños. Ni sirven los «ocupaos de cosas más importantes» o «id a países que están peor». Porque cada quién puede hacer algo cada día para interferir en el funcionamiento del sistema.

Quizás, si tuviéramos conciencia de eso, habríamos evitado muchos chistes machistas, muchas burlas injustificadas, muchos piropos, muchas palabras cargadas de sexismo, muchas imágenes privadas que se hicieron en el contexto de la intimidad vistas por miles de personas, muchos juicios de valor diferentes para un mismo comportamiento de mujeres y hombres. Muchas dobles y triples discriminaciones por lesbianas, por trans, por poliamorosas, por bisexuales, por prostitutas, por migrantes… Todas acumulables, como los premios de las casas de apuestas que infestan nuestros vecindarios.

Por eso, para la ley, no es violencia de género la violencia contra los hombres por parte de mujeres. O de mujeres entre sí. Porque las mujeres que agreden o matan a hombres o se agreden entre sí no lo hacen legitimadas por un sistema. No agredimos, cuando lo hacemos, porque tenemos el poder. Si acaso, para conseguirlo o para zafarnos de él. Por eso, en ningún caso, en ningún lugar, la violencia de las mujeres contra los hombres deja de castigarlas − a veces incluso con mayor dureza− porque a la violencia de la mujeres pocas veces, o ninguna, se le encuentran justificaciones. Incluso si era una vecina que siempre saludaba.

Por eso el sexting −menoscabar gravemente la intimidad de una persona al difundir sin consentimiento mensajes explícitos de contenido erótico o sexual desde un dispositivo móvil, que se obtuvieron de forma voluntaria− es un delito que afecta de manera desproporcionada a las mujeres y constituye violencia de género cuando se comete por un hombre. Aunque pueda afectar a hombres y se castigue también. Aunque pueda realizarse entre mujeres. Y verlo y difundirlo no te convierte en autor (o autora) penalmente hablando, porque lo es quien sin autorización de la persona afectada, difunda, revele o ceda a terceros.

De la misma manera que verlo, o saber de él y callar, te convierte en cómplice, como mínimo, moralmente hablando. Y no hay excusas.

Moraleja: si te llega un vídeo de contenido sexual que no se hizo para ti y no sabes en qué condiciones se difunde, mejor controla el dedito antes de compartir. Para la cadena. Denuncia. Porque también será tu responsabilidad.

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