Sangre sobre la tierra

Por Daniel Seijo

«Yo estaba seguro de que era el último artículo que haría (…) Entonces, cuando apareció publicado, hubo un número masivo de cartas, llamadas telefónicas, felicitaciones, personas que hablaban de un «gran avance en el periodismo». Y pensé, «¡Mierda! Si puedo escribir así y salirme con la mía, ¿Por qué debería seguir tratando de escribir como los periodistas del New York Times? » Fue como caer por el hueco del ascensor y aterrizar en una piscina llena de sirenas.»

Hunter S. Thompson

«El comerciante no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. Mejora o simplifica su mercancía, sino que se degrada y simplifica al cliente.»

William Burroughs

Escribo esto con una cerveza sobre mi mesa, ofuscado por esas pequeñas –algunas no tanto– cosas del día a día que como ciudadano occidental me preocupan y totalmente ajeno a las grandes tragedias de la sociedad global. Ajeno pues a la profunda huella de la muerte en gran parte del planeta, al eterno movimiento migratorio de la desigualdad, al desastre climático que se avecina o a la peligrosa inconsciencia del ser humano en su carrera por explotar hasta el último palmo de tierra. No me malinterpretéis, ni estoy borracho, no al menos llegados a este punto, ni es que sea un desalmado al que se la trae totalmente al pairo las inmensas tragedias del mundo, cuando hablo de que permanezco ajeno a las grandes tragedias de la sociedad global, me refiero a una situación de inconsciencia en la que permanecemos en mayor o menor medida todos aquellos perdedores del mejor de los mundos. La autoembelesante clase media, los currantes, en definitiva todos aquellos que no tenemos nada que decir en la toma de las «grandes» decisiones.

Para usted o para mí, Palestina, Venezuela, Corea del Norte, Somalia, República Centroafricana, Sudán del Sur, Yemen o Bangladesh suponen pequeñas motas de polvo informativo. Notas a pie de página salpicadas en nuestra realidad cuando la sangre inunda las calles, el hambre se transforma finalmente en agonía o las armas patrias inician a manos extranjeras un cínico marcador de muertos que a nadie parece importar. Los focos y las palabras que narran las grandes tragedias de la humanidad rara vez consiguen atravesar el filtro de la actualidad, el poder de la ideología, la sutil presencia del  etnocentrismo asesino de occidente. La vida de los negros, los moros, los islamistas y de toda esa fauna que parece morirse sin remedio por allí abajo no merece el mismo espacio mediático que un accidente automovilístico en nuestras calles o la última polémica entorno al chalet de un diputado, ¿Acaso les molesta que sea tan crudo? ¿Les parece intolerable o irrespetuoso que hable de negros, moros o islamistas sin distinción o recato alguno? Piensen entonces por un momento en el papel que a día de hoy juega la prensa occidental a la hora de abrirles los ojos a la realidad del mundo.

La mayoría de nuestros habitantes desconocen lo que sucede en la Venezuela de Nicolás Maduro o en la América de Trump del mismo modo que los habitantes de Roma desconocían lo que sucedía al otro lado del muro de su civilización

Hablemos por ejemplo de Mawda. Mawda tenía dos años y era alemana, aunque por causas del racismo institucional y la reglamentación actual del reparto del mundo, para la justicia alemana era simplemente una indocumentada. Una más de los miles de sueños rotos que cada año se pierden en suelo europeo entre un laberinto de fronteras fuertemente reforzadas por el fascismo imperante en el viejo continente y el estado policial en el que irremediablemente se terminado transformado el antaño sueño europeo de posguerra. La noche del jueves 17 al viernes 18 de marzo, Mawda fue asesinada mientras viajaba en una furgoneta conducida por un contrabandista, que transportaba a otros 30 migrantes con la intención de cruzar la frontera de Bélgica para dirigirse a Francia. A su paso por Namur, al sur de Bélgica, la policía comenzó una persecución que terminaría apenas instantes después con la muerte de la joven Mawda, tras recibir un impacto de bala en la mejilla a manos de la patrulla de policías que intentaba detenerlos.

Mawda, Alan Kurdi o Omran Daqneesh, tristes vidas envueltas en el cinismo del periodismo occidental, burdas notas de prensa de la historia manipuladas y utilizadas como propaganda de una guerra ideológica que nos afecta a todos. No existen héroes tras la muerte de cada uno de ellos, pero sí miles de villanos. Cientos de acciones y miradas culpables en mayor o menor medida por la tragedia en la que se han visto envueltos países enteros, civilizaciones antaño ejemplares reducidas a la barbarie tras haber sufrido la irrebatible huella cultural de occidente. En ocasiones creo firmemente vivir inmerso en un psicodélico delirio colectivo en el que nuestra innegable parte bárbara e incivilizada aún sueña con ser la herencia cultural de Roma. Los muertos del Sur en occidente aún conservan cierta utilidad como producto, aún guarda cierta intención el hecho de llevar o no una tragedia a las cabeceras, a nuestras pantallas. Por desgracia nada en la industria en la que hoy se ha transformado el periodismo es gratis, ninguna noticia en las portadas carece de intencionalidad. Hoy la mayoría de nuestros habitantes desconocen lo que sucede en la Venezuela de Nicolás Maduro o en la América de Trump del mismo modo que los habitantes de Roma desconocían lo que sucedía al otro lado del muro de su civilización. El otro, el no occidental, continúa siendo el bárbaro, el incivilizado, un elemento a tener en cuenta únicamente bajo nuestro prisma de civilización ampliamente desarrollada. Los países no occidentales y militarmente inferiores, siguen siendo un elemento a civilizar o conquistar, un territorio que expoliar, una crónica narrada bajo la lupa de los vencedores de la historia. Pero existen honrosas excepciones, miradas limpias o simplemente profesionales, periodistas ajenos a este delirio colectivo. Gladiadores sin miedo a narrar la historia desde la arena.

Ayer mismo, Iñaki Gabilondo aseguraba en una entrevista en el Hormiguero que vivimos en la mejor época para hacer periodismo, pero en el peor momento para vivir de ello. No le falta razón desde luego, pero yo iría más allá, vivimos desde hace mucho inmersos en una crisis de valores, en una carrera por alcanzar lo más bizarro todavía, en el alumbramiento de la snuff movie como género periodístico. A Miguel Gil Moreno lo asesinaron en una carretera a unos 80 kilómetros al noreste de Freetown, mientras intentaba cubrir aquello que ocurría a espaldas de los grandes medios, aquello que no importaba a nadie, excepto a quienes ya conocían el olor de la muerte y la locura. A todos aquellos que desde la prensa todavía creían poder cambiar el mundo. Un periodista que había aguantado los bombardeos de la OTAN en Pristina, las ofensivas rusas en las heladas montañas de Chechenia o el caos del Zaire durante el fin del régimen de Mobutu, era asesinado en una emboscada tras perseguir una noticia que no ocuparía grandes espacios en nuestro día a día. Al igual que Javier Valdez y tantos otros periodistas en México, los compañeros en Siria, Afganistan o Palestina e incluso Daphne Caruana en Malta o el joven eslovaco Jan Kuciak, todavía hoy son muchos los que entregan su vida para cambiar el foco de la noticia, para hacernos comprender la verdad tras las grandes cabeceras.

Para usted o para mí, Palestina, Venezuela, Corea del Norte, Somalia, República Centroafricana, Sudán del Sur, Yemen o Bangladesh suponen pequeñas motas de polvo informativo. Notas a pie de página salpicadas en nuestra realidad cuando la sangre inunda las calles

En fin, existen grandes periodistas ahí afuera, existen los medios necesarios y nunca antes el mundo ha necesitado a tantas manos para narrarnos desde todos los puntos de vista posible lo que sucede a nuestro alrededor. Pero para ello debemos ser nosotros los que nos preguntemos el motivo por el que tantas tragedias no llegan a las portadas, el motivo por el que el periodismo hace tiempo que dejó de ser rentable. La pasada semana tenía la oportunidad de entrevistar a Óscar Camps para  conocer su punto de vista acerca de la llamada crisis migratoria, bien, os dejo un titular: «Es lo más parecido al holocausto que te puedas imaginar, están comenzando a llegar embarcaciones que te dan esa misma sensación.» Pero que importa, el horror se encuentra de nuevo a las puertas de Europa, la pobreza nos consume y de nuevo las ideas son motivo de exilio en España. Mientras tanto esperaremos sentados a que la muerte vuelva a lucir esvásticas para actuar, para cambiarlo todo.

Existen aquellos que levantan la voz, quienes no han caído en el estúpido juego de presumir de neutralidad a la hora de cubrir el mundo en sus cabeceras, mientras se manchan de sangre las manos con complicidad al rehuir del corresponsal en el terreno, al aceptar meramente el parte de guerra de occidente como única verdad. Claro que son buenos tiempo para el periodismo, pero sin un cambio de paradigma, sin un apoyo social masivo a un nuevo modelo de comunicación, cualquier contenido será finalmente presentado como una entrevista de Pablo Motos, como un mero producto masificado y simplificado. Un absurdo.

Por suerte, mientras las cosas cambian, aún nos queda cerveza, aún nos quedan plumas, aún nos quedan en este oficio manos dispuestas a remar.

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