Hace poco más de medio mes que se consumó el ‘Brexit‘. De momento todo o nada ha cambiado, quizá debido a que aún restan varios meses de negociación bilateral entre el Reino Unido y la Unión Europea. Por ello también, quizá, casi nadie debate. Los analistas (por lo menos en España) parecen reacios a hacer un diagnostico entorno al pasado, presente y futuro de lo que acontece a nivel geopolítico. Tanto a la izquierda como a la derecha les está costando ser quienes enarbolen argumentos al respecto. Y es que en tiempos de confrontación frontal parece resultar complicado ser quién lance la piedra y esconda la mano, tras el desatino de sus pronósticos. No obstante, como siempre, opiniones a raudales. Por suerte, dentro de este contexto complejo Roy Cobby no se esconde. El joven doctorando en Humanidades Digitales en la Universidad de King‘s College (Londres) ha publicado y participado en varios análisis de política y economía para diferentes medios de comunicación. Sus intervenciones son un soplo de aire fresco en un ambiente de aguas turbias.
Según varios analistas a nivel histórico el Reino Unido, durante los 47 años que ha formado parte de la Unión Europea, ha tenido una postura un tanto incierta al respecto, en mayor o menor medida según la época y contexto. De ello queda patente la negativa en el Tratado de Maastrich en 1992 o la no pertenencia a la zona Schengen. Por lo tanto la cuestión es ¿Porqué ahora? ¿Qué ha sucedido para que el Brexit se lleve adelante?
El problema de muchos analistas, y diría también muchos teóricos, es que aplican una visión teleológica de la integración europea en su análisis del Brexit. En columnas y facultades de ciencias políticas llevan tantos años diciendo que la Unión Europea es un proyecto con una única dirección, que han sido incapaces de explicar las tensiones contemporáneas, ya sea la crisis del euro o el rechazo de países como Polonia o Hungría de muchos valores que se daban por compartidos. Esta contextualización es fundamental para entender que la “especial” situación de Reino Unido respecto a la UE, no es en realidad tan especial.
Reino Unido no es de los países fundadores de la entonces Comunidad Europea. Reino Unido, aunque devastado por la Segunda Guerra Mundial, preserva su independencia política y no necesita la intervención estadounidense para reconstruir su sistema político; como Alemania, Italia o Francia. Su decisión de entrar en la CE es siempre un cálculo racional de coste-beneficio: en aquel momento, se veía la esfera económica en torno a Alemania Occidental como una zona tecnológicamente dinámica, frente a la decadencia manufacturera de las Islas Británicas. A día de hoy, por el contrario, se advierten signos de decadencia desde la crisis de deuda soberana de la última década.
En un mundo caracterizado por un repliegue soberanista y el auge de los subsistemas o regiones, como el espacio de Asia Oriental cogobernado por China y Japón o el hemisferio occidental vigilado por los EEUU, casi parece irracional el abrazo conservador al Brexit. Sin embargo, existe una lectura alternativa, que de alguna manera devuelve a Reino Unido a su rol natural de “balanza” entre grandes territorios. No hay que menospreciar la visión de “gran estrategia” de individuos como Boris Johnson, que han escrito libros de historia y admiran a figuras como Churchill. Conciben el presente como una reedición exitosa de papel que Reino Unido jugó en el continente y el resto del mundo durante los siglos XVIII y XIX: un actor independiente, capaz de firmar alianzas a ambos lados del Atlántico y lograr así el mejor resultado posible. Después de todo, sigue siendo un poder nuclear con sillón en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Por supuesto, la otra explicación más sencilla del “por qué ahora” es porque la apuesta de David Cameron de absorber el movimiento euroescéptico de Nigel Farage se le vuelve en contra. Una combinación de rechazo al austericidio y el apoyo de una próspera clase media nacionalista garantizan una victoria al Brexit por la mínima. Paradójicamente, son UKIP y el Brexit Party los que acaban absorbiendo a los conservadores. De este partido hay que decir, por otro lado, que es increíble su capacidad de adaptarse a los grandes realineamientos ideológicos. Veremos si es capaz de surfear la ola durante la próxima media década en el gobierno.
Durante estos años de confrontación política se ha visto desfilar a tres primeros ministros, cuestionar la autoridad de la Reina en cuanto a política e incluso escenas que rozan el bochorno y el límite democrático dentro del parlamento. ¿El brexit supondrá el fin de la tensión? ¿Qué rol va a jugar cada partido y cuál es el papel que va a tomar cada ente político?
Se suele decir que uno de los grandes logros de Stuart Hall es entender que la victoria de Thatcher no era un turnismo más en la democracia británica. Como luego se vio, tras las elecciones de 1979 el país no volvió a ser el mismo: de un modelo económico y de Estado del Bienestar más o menos cercano al escandinavo; se pasó a un régimen a caballo entre Europa y Estados Unidos. Los anuncios de Johnson, como la extensión de la red de alta velocidad y mayor inversión en enfermeros y policías, demuestran el abandono de la ortodoxia de Cameron. La intención de los conservadores es reafirmarse en los territorios arrebatados al laborismo, con una combinación de nacionalismo y grandes infraestructuras; alguno verá ecos del primer Trump recién elegido. En cualquier caso, el Brexit tras el 31 de enero ha dejado de ser un tema que ocupe espacio mediático y solo volverá a alcanzar relevancia conforme nos acerquemos a final de año. En diciembre tendrá que haber un acuerdo de algún tipo entre Reino Unido y la UE que regule la circulación de mercancías, capital y, por supuesto, trabajadores. Sin embargo, el gobierno actual está más preocupado por aprovechar el período de “luna de miel” para cimentar la distancia en intención de voto a la oposición.
El laborismo tiene ante sí un reto mayúsculo. La derrota ha sido clara, el líder y su estrategia desacreditados y la militancia está dividida entre perfiles muy diferentes de sucesores para Corbyn. Sobre todo, el partido ha perdido su “muralla roja”, las regiones del Norte y el Centro de Inglaterra que se creían siempre leales al laborismo. Sin futuro en una Escocia dominada por el Partido Nacionalista Escocés, es complicado vislumbrar una estrategia que los lleve de nuevo al poder cuando hayan pasado quince años desde la última vez. Hay, por otro lado, dos factores positivos. En primer lugar, sigue siendo la fuerza hegemónica de la oposición, dado que ni los liberales ni los verdes han logrado tan siquiera acercarse a superarlo ni en número de votos ni en escaños en su peor momento. Igualmente, el Brexit ha desaparecido como factor divisorio dentro del partido. Militantes y líderes tendrán que aceptarlo como un hecho y en su lugar debatir su eventual implementación; algo en lo que será más fácil ponerse de acuerdo. Habrá que ver lo que sucede en las primarias para comprender en qué lugar del tablero se posicionará el partido. ¿Será continuista con el corbynismo? ¿O por el contrario buscará una aproximación al modelo macronista–renzista de progresismo liberal?
Por el momento solamente pueden hacerse elucubraciones entorno al futuro, es incierto, puesto que aún deben terminar de concretarse y cerrarse las negociaciones y acuerdos, pero ¿que puede intuirse que le espera a Gran Bretaña a partir de ahora? ¿Resultará un nuevo amanecer como vaticina Boris Johnson? ¿Qué puede esperar la clase trabajadora del Reino Unido: avance o supresión en cuanto a derechos?
Para empezar, tanto la economía británica extendida en el espacio “Commonwealth” de postguerra; como la financiarizada de hoy en día; se basan en el control de la divisa: la libra esterlina. Esto es un principio básico compartido derecha e izquierda. Para los gobiernos laboristas, fue fundamental impulsar devaluaciones para favorecer sus manufacturas hasta los años sesenta. Para los conservadores, entonces y hasta ahora, mantener la estabilidad del valor de cambio y por tanto el flujo de capital hacia Londres. Esta independencia monetaria explica su absoluto rechazo al euro; pero también su reticencia a entrar en mayores espacios de integración económica y supervisión. Purgados los eurófilos, el plan conservador es apostar más intensamente por lo que entienden son las “ventajas comparativas” de su economía: un centro financiero incomparable por su tamaño y conexiones internacionales; una fuerza de trabajo relativamente bien formada y barata; un gobierno absolutamente comprometido con los objetivos de la gran empresa; y la estabilidad de su moneda y su mercado inmobiliario.Un “Singapur” en el Mar del Norte que haga competencia a una Europa ahogada por impuestos y regulaciones.
Toda cara tiene su cruz, obviamente, y habrá una contrapartida en parte explicada por lo que algunos economistas llaman “estancamiento secular” de la economía. En occidente, hay demasiado capital buscando inversiones productivas muy poco rentables, lo que explica por ejemplo el crecimiento de ‘startups‘ y otras empresas tecnológicas de dudoso valor, alto riesgo y, por tanto, gran tasa de retorno de inversión. ¿Qué puede proporcionar a inversores extranjeros un incentivo para entrar en Reino Unido? Sencillamente, el desmantelamiento completo de los restos del Estado del Bienestar. Existen contactos continuados y conocidos entre Google y el Sistema Nacional de Salud; entre Monsanto y el Servicio Nacional de Clima; entre Amazon y los Sistemas de Seguridad y Defensa. Silicon Valley, al contrario de lo que suele pensarse, no carece de ideología. La mayoría de fundadores y dirigentes de Silicon Valley conciben la gestión pública como ineficiente y anticuada. Igualmente, los conservadores entienden que esto liberaría muchas oportunidades de inversión; como ya lo hicieran las grandes privatizaciones de los 80 y 90. Una alianza entre gurús digitales y financieros nacionalistas que avanzaría un nuevo régimen socioeconómico; como ya hiciese Thatcher. Se realice este proyecto total o parcialmente, lo cierto es que los habitantes de Reino Unido deberán prepararse para profundizar todavía más en una sociedad que les trate como consumidores; en lugar de como ciudadanos o como trabajadores con derechos.
En la otra cara de la moneda está Europa, ¿Qué supone el Brexit? ¿El fin de un proyecto, el auge del euroscepticismo apelando a la decadencia de una institución burocratizada o una vacuna y suceso positivo como afirma Borrell?
Excusatio non petita… El trabajo de los funcionarios europeos como Borrell es defender la legitimidad de su institución. Paradójicamente, hubo un momento entre 2016 y 2019 en que parecía que el Brexit había creado el movimiento eurófilo más importante en la historia de Europa. Sin embargo, el triunfo final de Johnson y la constatación de que, si bien hay cuestiones por tratar, no ha habido un apocalipsis en las Islas Británicas resta legitimidad al proyecto europeo. Si un país miembro, aun sin compartir la moneda única, puede salirse y liderar un proyecto propio, ¿qué mantendrá unidas a las naciones durante las próximas décadas? Esta es la pregunta que deben hacerse en Bruselas. De nuevo, la tradición liberal de Relaciones Internacionales en su sentido amplio ha llevado a estos gestores al engaño. Los impulsores del proyecto europeo comparten varios axiomas dudosos: que las democracias no van a la guerra, que el comercio continuado entre naciones genera fraternidad, y que la delegación de políticas a instancias superiores facilita la integración; como defendieron los neofuncionalistas.
Todo ello se ha demostrado falso, por mucho que se compartan gráficos sobre los “50 años de paz” (imagino que ni Yugoslavia ni las intervenciones exteriores como Libia están incluidas). El continente europeo estará hoy formalmente más integrado que hace unas décadas; pero no está necesariamente en menor conflicto. La gestión de la crisis de deuda ha creado grietas entre el Norte y el Sur de Europa que no han ni comenzado a sanar. Incluso en el núcleo beneficiado por la arquitectura actual, Alemania, triunfan ahora opciones antisistema. Sujetos como Salvini eran impensables en la Europa de postguerra, donde los países gozaban de mayor autonomía política y económica y, paradójicamente, menores fricciones diplomáticas tanto dentro como hacia fuera del continente. Lo que diplomáticos como Borrell se han olvidado de leer es la literatura polanyista de las Relaciones Internacionales, que tiene una visión más compleja de los acuerdos de postguerra. En ese contexto, se entendía la integración política y económica como un subproducto de la prosperidad y la estabilidad doméstica. Ahora es totalmente al revés: la prosperidad y la estabilidad doméstica están subordinados a la integración.
Mi opinión es que se repetirán procesos como el Brexit hasta que no se comprenda la necesidad de girar radicalmente hacia una mayor autonomía económica de las naciones (dentro o fuera del euro), que permita perseguir políticas industriales activas y la generación de mercados internos. Es decir, de la libertad para España o Italia de impulsar el tradicional modelo económico mediterráneo o del Sur de Europa; o del Este de Europa de buscar un rol distinto en la división global de las cadenas de valor, que no esté subordinado a abaratar las exportaciones alemanas. Ahora nos parece una locura que cualquier país de estas subregiones persiga la salida de la UE; pero aquí hablamos de décadas, no de años o meses.
¿Qué papel pasará a jugar Gran Bretaña en el marco geopolítico? ¿Aliado o competidor de la Unión Europea?
Gran Bretaña bajo el gobierno Johnson buscará ocupar un papel intermedio entre la rivalidad y la cooperación, aunque subordinado a los intereses económicos de gobiernos y corporaciones norteamericanas. En este sentido, su régimen fiscal y de derechos laborales o protecciones medioambientales se podrían entender como un dumping a los países de la Unión. Por otro lado, el pequeño pero significativo sector exportador al continente buscará que Johnson se alinee por lo menos con las regulaciones fundamentales que le permitan seguir comerciando con el Mercado Único.
Igualmente, Reino Unido seguirá trabajando con otras potencias europeas en foros como el G20 o el FMI, donde los países occidentales trabajan para mantener sus mayorías frente a los países del Sur Global. Es de esperar que, en la alta geopolítica, Reino Unido siga coincidiendo con la UE en asuntos como Venezuela, conflictos con Rusia y negociaciones comerciales con China. En este sentido, las Islas y el Continente no se darán la espalda mutuamente.
En cuanto a España, no debe menoscabarse la relevancia política y cultural que ha ejercido Gran Bretaña, sobretodo como exportador en lo referente al neoliberalismo. ¿Qué pasará ahora en este aspecto? ¿Puede suponerse que ahora aumentará la influencia germana y como puede afectar esto a los derechos sociales?
Aunque he señalado la importancia del thatcherismo (y el reaganismo) como exportadores del modelo neoliberal, hay que marcar una diferencia clave entre las reformas de los sistemas económicos y sociales de finales del siglo XX que son exógenas y endógenas. Para muchos países del Sur, especialmente en América Latina y el África Subsahariana, el neoliberalismo es una imposición externa a través de los programas de ajuste del FMI y la diplomacia estadounidense; así lo han estudiado autores como Alexander Kentikelenis. Sin embargo, en los países soberanos de Europa occidental, las reformas del Estado, las leyes laborales o la gestión pública preceden a procesos como Maastricht, impulsados por figuras como Felipe González o François Mitterand. Acusar a Thatcher de su imposición es, en ocasiones, una excusa para partidos socialdemócratas y liberales europeos de eximirse de su responsabilidad.
Por otro lado, en España ya hemos sentido la “influencia germana” y se ha traducido en un recorte claro de derechos sociales. Solo hace falta remontarse a los momentos más oscuros de la crisis y a la firma consensuada del Artículo 135 de la Constitución, bajo la mediación de Merkel, para comprender la influencia del ordoliberalismo alemán en el Estado español. Bajo su punto de vista, nuestro Estado social es demasiado generoso respecto a nuestras exportaciones. Sin embargo, por pura lógica, el enorme superávit comercial alemán no podría mantenerse si otros países de la Unión empezasen a competir. La respuesta del gobierno de coalición debe ser defender un modelo alternativo de gestión del Banco Central Europeo y de las llamadas “políticas de cohesión”: un modelo económico basado en la demanda interna, la digitalización de la cadena de valor industrial y el establecimiento de un estándar de derechos sociales para todo el continente.
También es latente el auge anual del turismo británico, pero también los estudiantes y trabajadores españoles que se ven abocados a buscar una salida laboral en Gran Bretaña ¿Cómo afectará el Brexit? ¿España deberá cambiar de modelo socioeconómico y dejar de apostar al sector del turismo? ¿Se verán afectados los españoles que residan allí?
El Brexit ha provocado una reducción considerable de la migración, pero también una reducción de la contratación ante la incertidumbre legislativa. De momento, no puede saberse cuál será el régimen final de circulación de trabajadores entre la UE y Gran Bretaña. Sin embargo, dada la intensa conexión de Londres como centro financiero con otros núcleos importantes (París, Frankfurt, Milán), sería imprudente para los conservadores imponer sistemas de visado complejos. Habrá que esperar a diciembre para ver el resultado final.
España debería haber cambiado de modelo socioeconómico basado en el turismo de bajo coste hace mucho tiempo; no como resultado del Brexit. La llegada de británicos y otros ciudadanos del Norte de Europa animó el mercado inmobiliario por un corto período, pero el turismo ofrece pocas actividades de valor añadido a largo plazo. Igualmente, hoy somos más conscientes de su alto impacto ambiental, inasumible en un contexto de cambio climático acelerado. El Brexit podría terminar animar a algunas autoridades autonómicas a buscar otro tipo de turismo y diversificar, de tipo rural o ecológico, que tiene adeptos en Escandinavia y otras partes de Europa.
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