Rosario Sánchez Mora, «la dinamitera»

Rosario y sus compañeros fueron encuadrados en una de las unidades de choque que se batían con el enemigo en primera línea de fuego, a las órdenes de un muchacho de veintiséis años, robusto, de mediana estatura y barba cerrada: Valentín González, al que todos apodaban El Campesino

Por María Torres

Miguel Hernández la inmortalizó en su poemario Vientos del pueblo (1936-1937): “Rosario, dinamitera, sobre tu mano bonita, celaba la dinamita sus atributos de fiera […] ¡Bien conoció el enemigo la mano de esta doncella, que hoy no es mano porque de ella, que ni un solo dedo agita, se prendó la dinamita y la convirtió en estrella!”. Ese poema detalla en unas líneas un día de 1936, al poco estallar la Guerra española. Aquel día Rosario perdió su mano derecha manipulando dinamita. Apenas tenía experiencia. Unas semanas antes, el 19 de julio de 1936, con 17 años, se había incorporado a las milicias populares para detener desde el frente de Somosierra a las tropas rebeldes del general Emilio Mola.

Rosario Sánchez Mora nació en Villarejo de Salvanés, Madrid, el 21 de abril de 1919. Su padre, Andrés Sánchez, se dedicaba a fabricar carros, galeras y aperos de labranza. Huérfana de madre desde muy joven, cuando tiene 16 años se traslada a Madrid para vivir con unos vecinos de Villajero, que se la habían traído con ellos para cuidar a sus hijos. Ellos habían cuidado de Rosario cuando murió su madre. Su padre no quería que se marchara del pueblo, pero al final accedió con la condición de que aprendiera corte y confección. Él hubiese preferido que estudiara para comadrona o maestra, pero sin dinero para pagar los estudios, un oficio era lo más que podía ofrecerle. Andrés se había vuelto a casar y tenía otros cinco hijos de su segundo matrimonio, de modo que no le pareció mal que su hija mayor se marchara a la capital para labrarse un futuro.

Nada más llegar a la ciudad Rosario se hace militante comunista y comienza a trabajar como aprendiz de corte y confección en un Círculo Cultural de las Juventudes Socialistas Unificadas en Madrid. Esa era su vida cuando estalla la Guerra de España.

En la madrugada del 19 de julio de 1936, decenas de camionetas partieron rumbo a Buitrago repletas de jóvenes que se habían ofrecido voluntarios para combatir. Entre ellos viajaba una muchacha de diecisiete años, Rosario Sánchez Mora. Se había alistado la tarde anterior, sin decir nada a su familia, en el centro cultural Aída Lafuente de la Juventud Socialista Unificada. Fue una de las primeras.

Rosario y sus compañeros fueron encuadrados en una de las unidades de choque que se batían con el enemigo en primera línea de fuego, a las órdenes de un muchacho de veintiséis años, robusto, de mediana estatura y barba cerrada: Valentín González, al que todos apodaban El Campesino. Con un mosquetón de siete kilos de peso y sin otras nociones de armas que las que recibió en la trinchera, Rosario comenzó a pelear como un miliciano más en una línea del frente que se prolongaba a través de kilómetros.

Tras dos semanas de enfrentamientos, en los que lograron contener a los rebeldes, Rosario fue destinada a la sección de dinamiteros. El grupo tenía su base en una casa abandonada a unos cinco kilómetros de la línea de fuego, donde disponían de un pequeño polvorín en el que almacenaban los explosivos y se confeccionaban unas rudimentarias bombas. Los artefactos eran botes de leche condensada reciclados hasta convertirse en granadas de mano. El proceso era simple: se llenaba la lata con clavos, tornillos y cristales, y sobre ellos se vertía la dinamita. Después se cerraba el bote con su propia tapa y se ataba con una cuerda y trapos para que no se derramase el contenido. La tarea más peligrosa era colocar el fulminante y la mecha para que aquello estallara.

La mañana del 15 de septiembre, Rosario y diez compañeros aprendían a efectuar una descarga con cartuchos de dinamita, mucho más fáciles de manejar que las bombas lata. Rosario estaba situada la última a la izquierda. Cuando prendió su mecha, la oyó silbar. La noche anterior había llovido y estaba húmeda. Se quemaba por dentro, pero no por fuera, y no sintió el calor de la llama en la uña de su dedo pulgar, que indicaba el momento de lanzarla. El cartucho estalló en su mano derecha, que quedó destrozada por encima de la muñeca. Herida de gravedad, la operaron en el hospital de la Cruz Roja en La Cabrera, donde consiguieron salvarle la vida.

Llevaba varios días convaleciente en el hospital cuando el filósofo y catedrático de la Universidad Central de Madrid José Ortega y Gasset acudió a visitarla al conocer la historia de una muchacha muy joven que había perdido una mano en el frente. Iba camino de Valencia y aprovechó el viaje para informar de lo ocurrido al padre de Rosario, que esa misma noche se desplazó al hospital. A Andrés, ferviente republicano y presidente de Izquierda Republicana en Villarejo de Salvanés, el valor de su hija le llenaba de orgullo.

La unidad de choque de El Campesino se había convertido en la 10ª Brigada Mixta, con más de tres mil hombres, y su comandancia estaba en el convento de las clarisas de Alcalá de Henares. Rosario fue recibida como una heroína y destinada al Comité de Agitación y Propaganda. La estancia en Alcalá fue corta, apenas unas semanas, porque El Campesino trasladó su Estado Mayor a Ciudad Lineal, primero, y a un chalé en el número 11 de la calle de O’Donnell de Madrid, después, y Rosario se fue con él como encargada de la centralita del edificio. Antonio Aparicio, el joven poeta sevillano al que había conocido en Alcalá, se convirtió en uno de los habituales del lugar y pronto entablaron amistad. Un día vino acompañado de otro poeta y amigo al que, por sus palabras, rendía veneración. Éste no era otro que Miguel Hernández, que había escrito un poema a aquella joven de cuyas hazañas en el frente tanto le hablaba su compañero. Se lo presentó y le dio a leer los versos. La amistad con Antonio se amplió también a Miguel y con el tiempo a Vicente Aleixandre.

Una mañana irrumpió en las oficinas un joven al que Rosario no había visto nunca. Era alto y apuesto, de pelo ondulado y ojos claros. Un latigazo le recorrió el corazón. Desde entonces esperaba con impaciencia sus visitas, que comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes. Del cruce de miradas pasaron a los saludos y a animadas charlas. Se llamaba Francisco Burcet Lucini, tenía veinte años y era sargento de la Sección de Muleros de la Brigada. Comenzó a cortejarla y semanas después, azorado y nervioso, le pidió relaciones. Rosario aceptó. Su recién estrenado noviazgo se limitaba a encuentros fugaces y a algún breve paseo por el Retiro. Nunca fueron juntos al cine, ni ella le dejó que la cogiera de la mano, y mucho menos que le diera un beso.

Había transcurrido un año de guerra cuando se le presentó la ocasión de volver al frente. La 10ª Brigada Mixta de El Campesino en el verano de 1937 intervino en una ofensiva hacia Brunete para intentar atrapar a las fuerzas nacionales que sitiaban Madrid desde el suroeste. Rosario fue elegida para convertirse en cartera del frente, encargada de ser el nexo de unión con el Estado Mayor en la capital y de llevar la correspondencia de los soldados. Las cartas para el frente se recibían en una dependencia situada en el número 18 del paseo del Prado.

Un grupo de muchachas las ordenaban la correspondencia por brigadas, batallones y compañías, y las introducían en sacas debidamente identificadas. A las ocho de la mañana, Rosario y sus compañeros acudían puntuales a recoger la correspondencia, y sin demora se dirigían dando un rodeo para evitar las zonas más próximas a las posiciones enemigas, aunque en más de una ocasión fueron tiroteados al introducirse por error en territorio controlado por los franquistas. Hasta que el 25 de julio, que los sublevados recuperaron Brunete.

Rosario regresó a Alcalá y se casó con Paco. El enlace por lo civil se celebró el 12 de septiembre, acompañados de familiares y amigos. Alquilaron una modesta vivienda en la localidad, donde vivieron su pasión durante unas semanas intensas. Rosario se quedó embarazada, pero su felicidad duró poco. El 21 de enero de 1938, Paco partió rumbo a Teruel. Durante meses su único contacto fueron las cartas que se escribían. Angustiada por semanas de espera, sin nada que hacer, limitándose a ver pasar los días desde su estado de gravidez, Rosario comenzó a trabajar en la oficina que Dolores Ibárruri, La Pasionaria, había organizado en el número 5 de la calle de Zurbano para reclutar mujeres que cubrieran los puestos de trabajo que los hombres dejaban libres cuando marchaban al frente. Estuvo hasta el 22 de julio, cuando dio a luz a una niña en el hospital de Santa Cristina, a la que puso de nombre Elena.

Las cartas de Paco dejaron de llegar y Rosario no supo si había muerto, había logrado escapar a Francia o era uno de los miles de prisioneros que hicieron los franquistas en su avance. El 26 de enero de 1939, las tropas de Franco entraban en Cataluña, y tres meses más tarde lo hacían en Madrid. La guerra había terminado. Rosario dejó a su hija en buenas manos e intentó escapar por Alicante con su padre, donde fueron capturados con otros quince mil republicanos que esperaban exiliarse a bordo de barcos de la Sociedad de Naciones que nunca llegaron a puerto. Fueron conducidos al campo de los Almendros, donde fusilaron a Andrés. Rosario fue liberada y trasladada semanas después a Madrid, donde fue detenida de nuevo por vecinos falangistas de su pueblo, que la encarcelaron en la prisión de Villarejo y después en la de Getafe mientras se incoaba el procedimiento sumarísimo de urgencia. La petición fiscal de muerte fue conmutada por 30 años de reclusión por un delito de adhesión a la rebelión. Ella, que había defendido la legalidad republicana, era acusada de haberse levantado contra quienes la violentaron.

Su primer destino fue la prisión de Ventas, convertida en un enorme almacén humano en el que se hacinaban más de cuatro mil mujeres, pese a que su capacidad era de cuatrocientas. En ella permaneció por espacio de dos meses y medio, hasta su traslado a la prisión de Durango, un antiguo convento de monjas. Comenzaba un periplo carcelario que habría de llevarla a las cárceles de Orúe y finalmente a la de Saturrarán, donde el 28 de marzo de 1942, tras sufrir tres años de encierro y todo tipo de calamidades, fue puesta en libertad gracias a los beneficios penitenciarios que el nuevo régimen se veía obligado a decretar periódicamente para aliviar sus prisiones. El mismo día en que ella pisaba de nuevo la calle moría en la prisión de Alicante Miguel Hernández.

Desterrada a doscientos kilómetros de Villarejo, Rosario marchó a Samprón, una pequeña aldea del Bierzo leonés, en el que vivía una compañera de prisión que había recuperado la libertad antes que ella. Durante dos meses, la guerra se convirtió en un recuerdo lejano, hasta que el instinto por recuperar a su hija le hizo regresar a Madrid pese a la prohibición de hacerlo. En la capital buscó la ayuda de otra compañera, Rufina Núñez, que la acogió en su domicilio. Las semanas siguientes descubrió que su hija Elena estaba al cargo de su suegra. Acababa de cumplir cuatro años y era una niña espigada y flaca que rompió a llorar cuando aquella desconocida que decía que era su madre la abrazó con toda la fuerza de que fue capaz. La vida pareció recuperar el sentido, Tan sólo faltaba Paco, de quien su suegra le aseguró que no sabía nada desde el final de la guerra. Tuvo que ser su cuñado José Luis quien le desvelara que su marido vivía en Oviedo, se había vuelto a casar y tenía dos hijos. El régimen de Franco había anulado los matrimonios civiles de la República y ella era, a efectos legales, una madre soltera.

Viajó a Asturias en su busca, pero tampoco lo encontró. Le dijeron que hacía nueve días que se había mudado con su familia a Barcelona en busca de trabajo. Pensó que todo había terminado. Rehízo su vida con un hermano del marido de Rufina, con quien tuvo otra hija, se separaron al cabo de dos años y para sobrevivir ella comenzó a vender tabaco americano de contrabando en la plaza de Cibeles. Hasta allí fue a su encuentro Paco. Cuando se encontraron habían transcurrido quince años desde su despedida en marzo de 1938. Demasiado tiempo para que todo volviera a ser igual.

Rosario falleció el 17 de abril de 2008. Fue enterrada en el cementerio civil de Madrid. Rosario Dinamitera, el poema, pronunciado en los primeros minutos del sepelio, fue el mejor responso y el mejor homenaje.

Rosario se fue diciendo que la lucha por la III República no había muerto en su corazón.

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