Por María Torres
José Lorente Granero era un muchacho madrileño de 20 años que trabajaba de tramoyista en el Teatro Calderón de Madrid y estaba afiliado a la UGT.
«Me voy al frente a luchar por la República. Recordadme siempre». Estas fueron las palabras que dejó escritas en una nota dirigida a sus padres aquel mes de julio de 1936, cuando se alistó en el Quinto Regimiento. Pocos días después, ya estaba combatiendo en la Sierra de Madrid, en el Alto del León. Una tarde de lluvia, en el fragor de la lucha, no escuchó el toque de repliegue ni se percató de que se le acababa la munición. Y allí quedó, solo entre unos matorrales, expuesto al enemigo.
Fue apresado por un grupo de rebeldes al mando del teniente Castillo del 18 de Ametralladoras. Tras desarmarle, le registran sus pertenencias, encontrándose con un pan, un chorizo, una lata de mermelada, media libra de chocolate, dos pañuelos y un peine. Menos el peine y los pañuelos los rebeldes se comieron todo. Lo único que le devolvieron al miliciano fueron los carnets sindicales junto a una mirada de desprecio.
José Lorente sabía con certeza cuál sería su destino final. No imploró ni solicitó clemencia cuando sus ojos tropezaron con un cabo y un soldado que se encontraban montando mosquetones en sus armas. Tampoco cuando advirtió que el teniente Castillo desenfundaba su pistola al tiempo que irónicamente le ordenaba «Anda camarada, da unos pasos hacia delante».
Avanzó cinco pasos sin volver la cabeza. Dos detonaciones le hicieron parar en seco y cayó al suelo como un despojo. Un dolor lacerante le atravesaba el vientre y la espalda. Inmóvil, con los ojos cerrados y conteniendo la respiración, sintió como se acercaban a él. «No se mueve», escuchó. El teniente Castillo dijo «Por si acaso voy a darle el tiro de gracia». Acto seguido le disparó un tiro a quemarropa que le atravesó el cuello. José Lorente, siguió inerte. No emitió ningún sonido ni articuló movimiento alguno a pesar del dolor desgarrador que le produjo aquel nuevo impacto.
Siguió escuchando: «Mi teniente, ¿Quiere usted que le de otro tiro?», a lo que el oficial Castillo respondió: «No hace falta; ya tiene bastante».
José sintió como se le escapaba la vida y el calor de la sangre que le resbalaba por el cuello, pero continuó quieto. Un instante después percibió que se alejaban sus verdugos. El quedó tendido en el suelo, en apariencia muerto. La sangre se mezclaba con la lluvia. Pasó un minuto, tal vez dos, era incapaz de calcular el tiempo. Tan solo sentía dolor y un creciente deseo de seguir viviendo. Arrancó un jirón de camisa y se lo colocó precipitadamente alrededor del cuello para contener la hemorragia. Trató de ponerse en pié pero sus piernas no le obedecían. Apenas dos pasos y su conciencia se esfumó.
Cuando recuperó el conocimiento se quitó el correaje como pudo y comenzó a arrastrase por el suelo. Quería vivir y el esfuerzo tenía que merecer la pena. Avanzaba despacio, destrozándose las manos entre los chaparros, las carrascas rasgaban su ropa e iba dejando un reguero de sangre entre los tomillos. Tras nueve horas bajo la imparable lluvia, el amanecer le sorprendió, desfallecido, al lado de una carretera: «De pronto volví en mí. Oí el trepidar de un motor. Me levanté como pude. A lo lejos venía, veloz, un auto. Me tiré en el centro de la carretera. El coche paró en seco a medio metro de mí. Se apearon precipitadamente unos hombres armados. No pensé si eran compañeros o rebeldes. No podía más. Ya me daba todo lo mismo. Sentí una nube en la vista. Les grité. -¡Hermanos ayudadme, que me muero! Estoy desangrándome-. Sentí que me cogían…»
José Lorente Granero sobrevivió y su gesta se hizo tan popular, sobre todo en Madrid, capital de la gloria, que ascendió a la categoría de héroe. Falleció en Madrid a los 84 años, el 26 de enero de 2001.
Vicente Aleixandre le dedicaría el poema «Romance del fusilado», publicado el 19 de septiembre de 1936 en El Mono Azul, revista editada por la Alianza de intelectuales antifascistas.
Se el primero en comentar