Riñen nuestros hijos

Pese a todo y comparando con otros lares, debemos alegrarnos de que nuestras guerras fratricidas hayan sido de baja intensidad, y eso ha posibilitado muchos reencuentros posteriores.

Por Jose Mari Esparza Zabalegi / Editor

Corría el mes de septiembre de 1904 cuando los carlistas vizcaínos celebraron una romería. Al regresar a Bilbo, les esperaban grupos de bizcaitarras que irrumpieron con gritos de muera España, a los cuales los primeros contestaron con los gritos de viva Don Carlos, viva España. Los dos grupos cantaban el Gernikako Arbola, mientras seguían “los apaleamientos y otras violencias hasta que la fuerza pública separó los dos bandos”. En aquellas sazones los seguidores de Sabino Arana se pegaban con todos, abriendo a empellones su nuevo espacio político. Unos y otros tenían el mismo ADN; eran fededunes, foralistas, “enbor bereko ezpala”. Incluso reconocían que “hijo de buen carlista buen nacionalista”; pero el hijo tenía que matar al padre para emprender una nueva andadura.

Años más tarde eran los jóvenes bolcheviques vascos, deslumbrados por la luminaria soviética, los que andaban dando codazos contra los anticuados socialdemócratas y anarquistas. Todos cantaban La Internacional, pero solo uno debía dirigir la revolución proletaria. En el 36 acabaron todos en la misma rastrojera. El eco de aquellas disputas se alargó hasta los años finales del franquismo, cuando en la fábrica te advertían de los riesgos de juntarte con troskos, maoístas, estalinistas o, más genérico, españolistas. Menos los míos, todos eran unos sectarios y unos revisionistas.

Montados ya el tren independentista, leíamos con pasión los panfletos de la Quinta y de la Sexta Asamblea, más abertzale una, más roja la otra, abnegadas las dos en darle la vuelta a la tortilla franquista. A estos les siguió la guerra cainita entre milis y polimilis, que se daban de tortas por las fiestas de Baiona, eso sí, a los sones unánimes, del Eusko Gudariak.

En los años 80 fueron los de Iparretarrak lo que intentaron tener una ruta propia, cantaban también el Eusko Gudariak y se abrieron paso a costa de muchas amarguras e incomprensiones por parte del MLNV, el omnipresente hermano mayor. Luego, mudanzas del tiempo, resultó que no eran tan malos y hubo que ponerse a reconstruir los puentes rotos en aquella trifulca familiar.

En todos los movimientos de liberación del mundo se han cocido las mismas habas: “Aquí los comunistas somos pocos, ¡pero bien sectarios!” escuché una vez a un hondureño. Y es que no es fácil hallar el camino de salida de la selva imperialista; en cada encrucijada surge el debate y, muchas veces, la escisión. Pese a todo y comparando con otros lares, debemos alegrarnos de que nuestras guerras fratricidas hayan sido de baja intensidad, y eso ha posibilitado muchos reencuentros posteriores. Arrieros somos.

Como editor me tocó publicar la historia enciclopédica de todos los anteriores y, sin ocultar nuestra querencia, siempre intentamos recoger cuanto de bueno y altruista tuvieron todos, en la lucha contra el franquismo primero, en la farsa de la Transición después, frente al yugo francoespañol siempre. Otro sería nuestro país sin la entrega generosa de esas dos generaciones de vascos y vascas. No todo fue bonito, pero a decir verdad los judas y los arribistas fueron pocos, y si muchos seguimos en este huerto político no es porque nos gusten todas las lechugas que produce, sino porque aquí tenemos el mayor número de hortelanos honrados por hectárea. Nada que ver con lo que nos rodea. No, ya no tengo abuela.

En las últimas etapas de la vida, cuando creíamos que todo iba medianamente encarrilado, nos encontramos un día con que nuestros hijos e hijas andan pegándose en las calles vascas con sus excompañeros de gela. Diría que los conozco a todos: son los retoños de mis amigos y camaradas, con los que he coincidido tantas veces en manis, mitines, korrikas y herrikos.

Veo sus ruedas de prensa y todos me parecen iguales, de la tribu: euskaldunes y rebeldes, con ganas de poner patas arriba esta mierda de mundo. Leo lo que escriben y me parece volver a los 70: unos más rojos, otros más rojoverdiblancos y siempre el ¿qué hacer? leninista, dudando entre las condiciones objetivas y subjetivas. ¿Quién tiene la razón? Los míos, como siempre.

Hace ya tiempo que se veía el hueco que se estaba creando en un extremo de la izquierda abertzale. Como decía Jon Idígoras, hemos pasado de la cagalera al estreñimiento en poco tiempo y eso trae desgarros. La confrontación más radical que exigen unos ¿es compatible con el posibilismo institucional? Yo pienso que sí y en la historia sobran ejemplos de liderazgos con varias almas. ¿Que eso no es fácil? Claro, siempre es más sencillo manejar un tílburi que una cuadriga.

Tampoco creo que “los otros” tengan muchas ganas de seguir en la casa común. Tienen nuevos liderazgos, nuevas siglas, nuevas reflexiones que buscan espacio vital, como hicieron los bizcaitarras en 1904 o los bolches en 1920. Si al final, y por desgracia, se articula un nuevo espacio político, ¿estaremos peor? Quizás no, si al menos es rojoseparatista, como su matriz, porque para viaje diferente no les aprestamos las alforjas.

Lo único que tengo claro es que a estas alturas de mi vida no voy a enfadarme con los chavales de mis amigos: con los Iker, Haizea, Ane, Ekhiotz y tantos otros a los que me ha tocado dar el biberón y limpiar el culo en la playa de la Concha, adonde íbamos los de secano con las cunas, después de alguna manifestación. Nunca más hacer sangre innecesaria en las relaciones entre abertzales, entre euskaldunes, entre compatriotas y revolucionarios. Es posible que no nos pongamos de acuerdo ni para cantar, o que desafinemos ante las nuevas partituras que el concierto político nos depare. Pero estoy seguro de que, como decía un músico de mi pueblo, en el calderón nos encontraremos.

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