Por Francisco Javier López Martín
Demos por sentado que el mundo se ha vuelto del revés, hasta el punto de que no son los marxistas, que acaban de conmemorar el bicentenario de Federico Engels, tras haber celebrado hace tres años el de Karl Marx, los que anuncian una revolución o, al menos una sucesión de revueltas y estallidos sociales, sino que quienes auguran un periodo revolucionario son los expertos del mismísimo Fondo Monetario Internacional (FMI).
Es en ese exclusivo organismo financiero internacional donde han liberado al fantasma que recorre el mundo predicando que dentro de poco más de un año, cuando los gobernantes del planeta hayan desplegado impresionantes campañas de vacunación y se hayan gastado lo que no está escrito en recuperar las maltrechas economías, comenzarán a perder elecciones en agitados y convulsos procesos electorales, mientras las calles se llenarán de manifestaciones urbanas que chocarán frontalmente contra fuerzas policiales sobradamente pertrechadas de material antidisturbios.
Según los videntes del Fondo Monetario Internacional esos disturbios y esos vuelcos electorales no han sido extraños en otros periodos históricos, desde las plagas de Egipto, a las pestes medievales, o desde la viruela a la propia gripe llamada española de 1918. Es muy frecuente que la economía, la igualdad, la convivencia social, la organización política salgan tocadas de estas situaciones de pandemia.
Sin embargo no hay que ser un experto, ni cobrar un sueldazo del FMI, para concluir que no es la pandemia el origen de tales trastornos, conflictos y desordenes. Las pandemias sacan lo mejor y lo peor de nuestras sociedades. Hemos visto actos de solidaridad y hasta heroísmo durante este duro y largo año de covid-19, pero también hemos comprobado las tremendas debilidades de nuestros sistemas de protección social, las muertes masivas en residencias, los fallos en las instituciones que deberían habernos protegido, los efectos brutales que han producido la corrupción y la incompetencia de los ricos y poderosos.
Son estas cosas las que van creando un clima insoportable, un malestar creciente, un descrédito de las instituciones, una acumulación de tensiones, que conducen directamente a las explosiones sociales. La larga crisis económica iniciada en 2008 ha tenido duras consecuencias en forma de precariedad de los empleos y de las vidas, aumento de la inseguridad personal, la desconfianza en la política y el miedo a un horizonte cada vez más negro.
El cambio climático nos ha colocado ante la realidad de intensos y frecuentes desastres naturales, crecimiento de las temperaturas medias, inundaciones, sequías, huracanes, aumento de la contaminación, forzadas migraciones climáticas.
La pandemia es también una consecuencia de la globalización de la economía, los incontables viajes de un extremo al otro del planeta, la invasión de selvas vírgenes, la descongelación del permafrost que libera ingentes cantidades de gases de efecto invernadero y de virus desconocidos, los incontrolados experimentos genéticos, biónicos, bacteriológicos, o biológicos.
La pandemia es, por lo tanto, la chispa que puede hacer saltar por los aires la acumulación de malestares producidos por muchas y desbocadas causas. Los cálculos matemáticos del FMI no deben andar muy desencaminados. No hace falta contar con medios tan impresionantes, ni algoritmos tan elaborados, para concluir que los estallidos sociales son muy frecuentes tras periodos de pandemia.
Habrá quien piense que no es eso lo que ha ocurrido durante la pandemia. Unos pocos negacionistas y unos cuantos ruidosos caceroleros y poco más. Puede que haya habido comportamientos antisociales y actos en los que no se han respetado las más elementales normas de seguridad, pero no grandes disturbios sociales, o manifestaciones masivas, al menos en nuestro país y casi en ningún lugar del planeta, salvo los disturbios a causa de la violencia policial en Estados Unidos, especialmente tras el asesinato de George Floyd, mientras que otras protestas como las producidas en Chile, o Ecuador, han moderado su intensidad y su carácter masivo.
Sin embargo, las experiencias históricas indican que esto es sólo transitorio, que las tensiones van en aumento y pocos años después de una pandemia se producen estallidos sociales, disturbios, manifestaciones, crisis políticas que pueden producir caídas de gobiernos. En resumen, las tensiones sociales producidas por la crisis económica se han aplacado durante la pandemia, pero resurgirán y serán mayores en la medida en que la pandemia también ha sido más dura.
Puede que incluso no seamos más pobres en términos generales, pero sí es cierto que con toda probabilidad las desigualdades habrán aumentado y se encontrarán tras cada protesta, cada movilización, cada conflicto. La pandemia frena en seco el crecimiento y en la recuperación la desigualdad aumenta y el conflicto se desencadena.
Puede que sólo sean predicciones exageradas, extrapolaciones desviadas de datos sacados de contexto, puede que las revueltas terminen por no desencadenarse, o que no sean revoluciones porque no producen mejoras en la vida, sino estallidos sociales que preceden a procesos de involución. En todo caso haríamos mal en despreciar los vaticinios por el hecho de venir de un organismo desprestigiado, como el FMI.
Los augurios, los presentimientos, las profecías, los enigmas, los oráculos, acertijos y adivinanzas tienen siempre que hacernos pensar, porque tras las fórmulas empleadas por las modernas esfinges de Tebas, siempre hay una revelación que espera para ser interpretada correctamente y conducida por la voluntad humana hacia el trágico final, o hacia la transformación de la realidad y la superación de los problemas, porque esas son las verdaderas revoluciones, no necesariamente violentas, por cierto.
La pregunta es si seremos capaces, estas izquierdas desnortadas, ensimismadas y confusas, en las que nos hemos convertido, de ser libres para hacer lo que tenemos que hacer, la revolución serena, firme y transformadora hacia un mundo mejor.
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