La lista dibuja un patrón. El partido de ultraderecha hace el trabajo sucio al PP allí donde gobiernan juntos. En el contexto de la campaña para las generales del 23J y de la mutua necesidad electoral de PP y Vox, estos casos son tan solo pequeños avances del oscurantismo que podría llegar tras los comicios.
Por David Guerrero y Andrea Pérez Fernández | Sin Permiso
Cultura cancelada
Tras las elecciones municipales se han sucedido los pactos de gobierno entre el Partido Popular (PP) y Vox. Las consecuencias de esta alianza ultraconservadora para las libertades expresivas no se han hecho esperar, tal como parte del mundo de la cultura ha denunciado esta semana bajo el lema “sin cultura no hay democracia”.
Citaremos sólo algunos casos. La concejalía de cultura de Bezana, dirigida por Vox, eliminó de su programación cultural veraniega la proyección de la película infantil Lightyear, se sospecha que porque contenía un beso entre dos mujeres. Para entonces, la alcaldesa, del PP, ya había retirado la bandera arcoiris al hacerse con el consistorio. Paralelamente, el Ayuntamiento de Briviesca, gobernado también por los populares con el apoyo de Vox y de Ciudadanos, cancelaba una obra de teatro que homenajea a la figura de Antoni Benaiges, un maestro republicano fusilado en 1936. En Gijón, la concejala de festejos (Vox) mostraba su disposición a no programar música en asturiano y obtenía como respuesta el manifiesto “Música n’asturianu SÍ”. Y en Valdermorillo se vetaba la representación de “Orlando” (1928), de Virginia Woolf: de nuevo, una concejalía de cultura en manos de Vox en un gobierno del PP. Un destino similar sufría NUA, según denunciaba la actriz Ann Perelló, una obra de teatro sobre trastornos alimentarios cancelada por el Ayuntamiento de Palma
La lista dibuja un patrón. El partido de ultraderecha hace el trabajo sucio al PP allí donde gobiernan juntos. En el contexto de la campaña para las generales del 23J y de la mutua necesidad electoral de PP y Vox, estos casos son tan solo pequeños avances del oscurantismo que podría llegar tras los comicios. Si hacen esto con concejalías de cultura y de fiestas, qué no harán con ministerios de cultura, educación o ciencia, con el control de televisiones públicas, o con la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Cómo será la cosa que hasta el PP ha tenido que aclarar, a través de su portavoz de campaña Borja Sémper, que reivindica la libertad creativa y condena cualquier intromisión política en este campo (¡tiene delito que lo diga el partido de la Ley Mordaza!).
Es habitual que nuestro sentido común democrático haga saltar las alarmas de la censura cada vez que se usa el poder público para limitar la expresión. Esto es especialmente importante si, como en el Reino de España, muchas instituciones públicas (desde la más pequeña concejalía de cultura hasta el más alto tribunal de justicia) están pobladas por gentes cuyos principios democráticos brillan por su ausencia.
En cambio, por desgracia, nuestras alarmas contra la censura fallan (o suenan con menos fuerza) cuando la regulación de la expresión se lleva a cabo desde otras instancias distintas a las del poder público, cuando no es el estado el que determina arbitrariamente qué actos expresivos merecen la atención de la esfera pública.
Haríamos bien en reparar este punto ciego. Porque, como ocurre con toda libertad, las libertades expresivas (la libertad creativa, la de pensamiento, la religiosa, la de prensa…) no son algo que sólo se vea amenazado por el uso despótico del poder estatal. A nadie se le ocurriría reivindicar la libertad sexual sólo cuando la violación ha sido perpetrada por un cargo electo, o por un juez. Del mismo modo, resulta absurdo pensar que la libertad sindical, o la libre empresa son principalmente víctimas del poder de los representantes públicos. Todo lo contrario. Nos es evidente cómo el amigo, el familiar o el acosador callejero, carentes todos ellos de poder estatal, pueden amenazar nuestra libertad sexual. Y sabemos que el empresario anti-sindical, sin necesidad de ostentar cargo público alguno, tiene capacidad para atentar contra la libertad de asociación de quienes están a su sueldo. También forma parte de este imaginario el cómo una compañía privada que lleva a cabo prácticas monopolistas es capaz de poner en jaque la libertad de empresa de sus competidores más pequeños. Pues bien, es importante reparar en cómo las libertades expresivas tienden a escapar de este razonamiento. Es como si sólo formasen parte de la conversación pública cuando la vulneración de la libertad de expresión ha sido llevada a cabo por quienes tienen acceso al poder coercitivo del estado. Por ello, nunca está de más recordar que el ejercicio de nuestras libertades expresivas se ve constantemente amenazado por instituciones y normas “privadas”, ajenas al poder público. Aun suponiendo un mundo en el que no hubiera censura estatal, el ejercicio de las libertades expresivas estará siempre regulado por otras muchas variables que escapan al control democrático. Veamos dos fenómenos en esta dirección.
La otra cultura cancelada
Al hablar de “censura” tendemos a centrarnos en aquellos productos culturales que ya están en el mercado y que, a raíz de una decisión posterior a su creación, queda restringida su difusión en espacios concretos, como cuando se prohíbe la proyección de una película. Sin embargo, prestamos menos atención a cómo las reglas del juego de la creación cultural ya han restringido previamente la libertad de expresión de quienes nunca tendrán acceso, aunque así lo deseen, al altavoz que supone dirigir una película. Cabe preguntarse, por ejemplo, cuántas personas de clase trabajadora y sin contactos previos en el sector del audiovisual tienen la posibilidad de hacerlo (tal y como hace este estudio para el caso de Reino Unido). Recordemos que se trata de un sector, como el del teatro, en el que casi toda la oferta formativa es privada, y cuya inestabilidad laboral requiere de un importante colchón económico previo. Podríamos hacernos preguntas similares al abordar la composición sociológica de los cargos directivos en las empresas de comunicación y, en general, en todos aquellos puestos que determinan la línea editorial y la contratación en los grandes medios de comunicación.
Y, por supuesto, cabe preguntarse también qué consecuencias tiene esto para la representación de la clase trabajadora en los medios, o para el modo en el que se encuadran en las noticias o en la ficción los asuntos de actualidad que le afectan. Si tenemos claros los riesgos que implican este tipo de sesgos elitistas en la carrera judicial, la academia, la carrera diplomática o los altos cuadros de los partidos políticos, ¿por qué no habríamos de trasladar esa misma preocupación a los grandes medios de comunicación?
Lo mismo sucede con otros grupos sociales. Recientemente, la entidad de gestión Derechos de Autor de Medios Audiovisuales (DAMA) publicaba, con la colaboración de la Academia de Cine, un informe sobre el sector que revela que en la dirección de películas sólo hay un 15% de mujeres (y un 16,4% en las series). Además, el estudio muestra que el problema y sus causas son percibidos sobre todo por las directoras, con mucha diferencia respecto a sus compañeros masculinos. Esto no es ninguna sorpresa: que quienes se benefician de un sistema de privilegio tienden a no advertirlo tanto como quienes lo sufren es un fenómeno tan viejo como bien estudiado por las ciencias sociales.
Una segunda cuestión es el modo en el que las dinámicas de concentración mediática limitan a diario el tipo de discursos que tienen posibilidad de ser difundidos. Sabemos de sobra que nuestra esfera pública no es, ni mucho menos, un “libre mercado de ideas” donde la ciudadanía “compra” las que más le convencen. Por el contrario, el oligopolio de la difusión de ideas está en manos de grandes poderes privados de escaso compromiso con el proceso democrático y que, en muchos casos, trabajan activamente por reprimir toda posibilidad de crítica. Como se ha visto recientemente, en el Reino de España este control arbitrario “privado” de la esfera pública se hace a veces en connivencia con las cloacas del poder “público”: las grandes acumulaciones depoder despótico privado en el mercado tienen múltiples sinergias con los usos despóticos del poder estatal.
Por poner un ejemplo reciente, pensemos en la excolaboradora de Telecinco Alba Carrillo. Carrillo ha demandado a Mediaset y a la productora de Ana Rosa Quintana por despido improcedente y fraude de ley, denunciando en un vídeo que la cadena tiene un “problema político” que “no se atreve” a confesar, y que también afecta a sus relaciones con el grupo Prisa: su predilección por el candidato popular a las próximas elecciones, Alberto Núñez Feijóo. (Una presidencia de Feijóo facilitaría los problemas de competencia que pudieran emerger en torno a la probable adquisición de la Cadena Ser por parte de Mediaset, operación a la que el actual Gobierno de España ya se opuso). En este sentido, Carrillo acusa a Telecinco de manipulación informativa y critica sus condiciones laborales: “Si queréis mejorar, lo que tenéis que hacer es dejar de engañar a la gente que trabaja para vosotros, dadles un sueldo digno, con las condiciones que se merecen. Dejad de engañar a la audiencia, que votan cosas que no son y que no existen, y que vosotros habéis organizado en los despachos”.
Cuando este problema es mencionado, la crítica no pasa de señalar de manera genérica a “algunos medios de comunicación” con presuntos intereses políticos, sin poner el foco sobre la naturaleza oligopólica del mercado de la comunicación. Pensemos en la entrevista que Jordi Évole le hacía a Pedro Sánchez en su programa de La Sexta, en la que el presidente afirmaba no haberse dado cuenta a tiempo de las consecuencias de la “burbuja” de manipulación informativa generada en torno a su persona en ciertos medios de comunicación y programas, cantinela que repitió con variaciones en El Hormiguero y en El programa de Ana Rosa. Facilitadas por el propio relato del PSOE, todas estas declaraciones han sido debatidas en los términos de un “señalamiento” explícito a personas y programas que, de manera contingente, habrían usado su altavoz mediático para favorecer a su opción política predilecta (con el consiguiente atrincheramiento corporativista de muchos colegas de profesión en defensa del “periodismo incómodo”). Nada se dice sobre los mecanismos de financiación de los brazos mediáticos de la derecha ultraconservadora, o sobre el modo en el que la dependencia de la publicidad asfixia económicamente a aquellos medios con un enfoque mínimamente crítico.
Esta falta de perspectiva estructural sobre los medios de comunicación, como si tan solo se tratase de algunas “manzanas podridas” o “casos aislados”, pone a las izquierdas justo en el lugar en el que nos quiere la derecha. Esto es, en el papel de quienes quieren “censurar” a periodistas o a programas concretos, en vez de en el papel que realmente deberíamos asignarnos: el de impugnar la regulación actual del mercado de los medios de comunicación.
Estas dos variables —las condiciones de acceso a la producción cultural y la concentración empresarial oligopólica— son tan nocivas para nuestras libertades como la “ola reaccionaria” de censura política reciente, o incluso más: por cómo pasan desapercibidas, siendo integradas en el curso normal de la vida política democrática y la libertad de expresión. Ahora que estamos preocupados por la censura, aprovechemos para agitar en la dirección de un proyecto íntegramente democrático: es decir, igual de inclemente contra el poder despótico público que contra las múltiples fuentes de poder privado.
¿“Cultura de la cancelación”?
La primera reacción de la derecha al ser tildada de censora es apelar al fantasma de la “cultura de la cancelación”. Las “aclaraciones” del PP han ido en esa línea. La excusa consiste en importar un debate de las derechas estadounidenses, que llevan décadas señalando los excesos de la “izquierda woke” para referirse a quienes defienden el boicot a productos culturales, artistas o intelectuales que blanquean o difunden contenidos machistas, racistas, o cuyo trabajo se produce en condiciones de acoso o explotación. Para el PP, lo equivalente a que una concejalía de cultura vete una película es la “cultura de la cancelación”, el totalitarismo“progre” o “woke” que permearía a la izquierda contemporánea. Algo parecido ha expresado hace poco el exdirector de la RAE, Darío Villanueva, cuya recomendación para el futuro Ministerio de Cultura es que se tenga mano dura con la “censura posmoderna”, la “corrección política” y la “cancelación”. Tal y como ha señalado Miguel Martínez, esta es una muy ilustrativa declaración de prioridades en pleno apogeo de la censura municipal administrada por las derechas.
Cabe destacar la frecuencia con la que se acusa a los distintos movimientos sociales de “moralistas”, de “paternalistas”, de “tener la piel demasiado fina” cuando se levantan contra representaciones culturales o personajes públicos que gozan de privilegios incuestionables y de mayor presunción de impunidad. ¡Como si pelear la hegemonía cultural no debiera formar parte de la agenda de la izquierda! Como si las declaraciones “simbólicas” o el vocabulario de la derecha no se tradujeran en políticas concretas, que ya se están aplicando, y que amenazan nuestros derechos más básicos. Como si lo “moralizante” fuera defender militantemente la libertad de las mujeres para decidir si quieren ser o no madres, y no el obligarlas a escuchar el latido del feto antes de abortar, o el acosarlas delante de las clínicas. La “superioridad moral” y el “paternalismo” con los que las derechas llevan a cabo su agenda regresiva parecen no escandalizar mucho a los rigurosos críticos de la “cultura de la cancelación”.
Este marco de la “cultura de la cancelación” hace al menos tres cosas que queremos señalar: (1) magnifica las reacciones ciudadanas ante productos culturales o personajes públicos, equiparándolas a la censura ejercida por gobiernos; (2) como se sigue lógicamente de lo anterior, minimiza las restricciones a la expresión ejercidas por el poder público, asimilándolas a la presión ejercida por la ciudadanía o movimientos sociales; y (3) invisibiliza un tipo concreto de restricciones a la expresión que se producen independientemente del poder del estado, que no son identificadas como ni como “cancelación” ni como “censura”: esas que señalábamos en el apartado anterior, las que llevan a cabo las personas y grupos privados con un acceso privilegiado a los medios de expresión más significativos en nuestra sociedad.
El enfoque de la “cultura de la cancelación” debería resultar engañoso para cualquiera con una mirada mínimamente anti-elitista o democrática hacia el mundo, pues promueve a todas luces una actitud permisiva con los poderosos y disciplinante con quienes tienen menos poder. Por eso, no deja de ser sorprendente que este relato tenga todavía tirón entre ciertos círculos intelectuales. Es decir, que haya quienes, en un contexto de regresión de libertades, centren sus energías en acusar a los movimientos sociales de moralistas, soberbios o censores, tan solo por tratar de conseguir algo que debería formar parte de cualquier agenda progresista. A saber, que la “esfera pública” (los temas que ahí se tratan, cómo se los trata, quién accede a ella con ventaja, quién y qué se queda sistemáticamente fuera…) debe estar abierta a la crítica y al control democrático radical; y que de lo contrario seguirá siendo lo que ya es: un lugar cargado de relaciones de poder invisibilizadas por quienes se benefician de ellas, de normas tácitas e instituciones públicas y privadas que convierten el ejercicio efectivo de las libertad expresivas en el privilegio de unos pocos.
David Guerrero es miembro del comité de redacción de Sin Permiso. Investigador predoctoral en sociología en la Universitat de Barcelona y la Rijksuniversiteit Groningen. @david_guemar
Andrea Pérez Fernández es Graduada en periodismo, investigadora predoctoral en filosofía en la Universitat de Barcelona. @A_niedrig
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