Reforma laboral y papel del trabajo

 

Son los propios ideólogos del sistema los que en foros, universidades, centros educativos, medios de comunicación, tertulias y bares, nos han convencido de que quienes no trabajan son culpables de su situación y, por lo tanto, deben ser sometidos a controles exhaustivos sobre cualquier recurso público que reciben.

Por  Francisco Javier López Martín

 

El Real Decreto que plasma el acuerdo entre gobierno, empresarios y sindicatos lleva la fecha del 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, por más que fuera publicado en el Boletín del día 30, en el cual lo que se conmemora es la figura de Judit, la que solucionó el asedio del general asirio Holofernes por el expeditivo método de cortarle la cabeza.

La Realidad es que la Reforma Laboral de la Reforma Laboral del PP, aquella que fue decretada unilateralmente en el año 2012 por el gobierno de Mariano Rajoy, no ha sido una derogación de la anterior, ni un trágala para nadie, ni un nuevo retroceso en los derechos laborales. Así vista, no debería ser el fin de nada, sino más bien un comienzo.

El trabajo forma parte de la vida del ser humano sobre la Tierra porque trabajar supone transformar el mundo, ganarse la vida, obtener los recursos necesarios para satisfacer las necesidades personales y familiares. Puede ser yugo, condena y sufrimiento, o creación, integración en la sociedad.

Afrontar el trabajo desde una dimensión exclusivamente económica supone despreciar sus elementos de desarrollo personal, participación social, generador de derechos y ciudadanía. Pese a los anuncios del fin del trabajo, lo cierto es que el volumen de trabajos aumenta en el mundo y otra cosa es que esos empleos se vean sometidos a tensiones profundas que producen paro, precariedad laboral y vidas en precario.

El trabajo ha sido siempre una fuente de derechos y de deberes, Derecho a un salario, a prestaciones por desempleo, a formación, a salud laboral, a jornada regulada, a una pensión futura. Trabajar es poder sentirse integrado en la sociedad no solo desde el consumo, sino desde el acceso a la cultura, al tiempo libre, el ocio, la formación permanente…

Los trabajadores organizados en sindicatos han conseguido, a lo largo de la historia reciente, que la obtención de beneficios económicos haya tenido que tomar en cuenta las necesidades de las personas. La consecuencia ha sido que hemos conseguido alcanzar un marco jurídico de convivencia definido como estado social y democrático del cual nos sentimos parte, porque nos asegura estabilidad y horizontes personales proyectados hacia el futuro.

Sin esa estabilidad, sin derechos de ciudadanía, sin perspectivas de futuro personal, sin horizontes de un futuro de convivencia compartido, sin derechos laborales y de ciudadanía, nuestra lealtad hacia un modelo económico, social y político, se resiente y puede desaparecer, conduciéndonos al individualismo y a los populismos.

Existen, no obstante, algunos factores que trabajan en contra del trabajo decente. Uno de ellos la existencia de una parte de la población que queda excluida de la posibilidad de tener un empleo. Personas que acaban en los sistemas de protección social al no obtener ingresos regulares, al ser clasificados como inempleables.

Son los propios ideólogos del sistema los que en foros, universidades, centros educativos, medios de comunicación, tertulias y bares, nos han convencido de que quienes no trabajan son culpables de su situación y, por lo tanto, deben ser sometidos a controles exhaustivos sobre cualquier recurso público que reciben.

Muchos de esos controles son muy superiores a los que se aplican para ayudas empresariales, o de otro tipo. Se establecen requisitos que resultan mucho más complejos. Ahí se encuentra, por ejemplo, uno de los motivos de que el famoso Ingreso Mínimo Vital esté resultando un desastre parcial en su aplicación efectiva.

Además de las personas excluidas del empleo, asistimos a un paro estructural de larga duración, junto a ese escenario de empleos temporales, precarios, a tiempo parcial, mal pagados, inseguros, de muy corta duración. Empleos que generan carreras laborales con abundantes e intermitentes lagunas de paro y trabajo. Empleos para jóvenes, mujeres, inmigrantes.

Empleos precarios como los de riders, jornaleros, o las kellys, pero también empleos como becarios, investigadores, en plataformas tecnológicas, interinos en cualquier administración. Empleos de baja, o de muy alta cualificación, unidos por realidades precarias, que consumen nuestro tiempo y nuestras vidas.

Estos son los cambios que se han producido en el trabajo, los que amenazan con convertirse en paradigma y signo de identidad de esa nueva época infame a la que nos encaminan. Y, sin embargo, tras una década de crisis económica, inmersos en la realidad cada vez más evidente del cambio climático, la pandemia desencadenada hace ya dos años, nos ha obligado a pararnos en seco.

La Reforma Laboral, por encima de cualquier otra valoración, supone dar un paso hacia una nueva lógica, que sitúa a las personas en el centro de las políticas y de la actividad económica, que cuestiona el egoísmo y la insolidaridad como dinámica de nuestra vida sobre el planeta.

Una reforma que, a contracorriente del río que nos llevaba, no profundiza, al menos, en la pérdida de derechos laborales, sino que aborda la recuperación de algunos de ellos, actuando sobre los contratos y sobre la negociación colectiva.

Llegarán otros muchos momentos de tensión y movilización por los salarios, contra los despidos, o por la negociación del convenio, pero este primer paso, por limitado que sea, ha sido dado por un gobierno, las organizaciones empresariales y los sindicatos, algo también inusual, en los tiempos que corren.

Una lección que no deberíamos olvidar porque, o salimos de forma equilibrada, justa y acordada de este embrollo, con trabajos decentes y vidas dignas, o salimos fracturados, divididos, condenados a la confrontación y a merced de los populismos. Aviso para caminantes.

Francisco Javier López Martín

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