Se ha demostrado que la prioridad otorgada al incremento incesante de la producción y el consumo material no se ha materializado en un mayor bienestar colectivo o felicidad individual para la mayoría.
Los datos de recuperación de la actividad económica tras la fuerte caída del PIB, tanto en España como en el conjunto de la economía mundial como consecuencia de la pandemia, está insuflando buenas dosis de optimismo. Lejos parecen quedar los temores frente a un estancamiento secular en un sistema económico que ha de mantener unas tasas de crecimiento del PIB global de al menos en un 2% o 3% por año para que las grandes empresas obtengan ganancias agregadas y no gripe la maquinaria del sistema. Y como es natural, el conjunto de la sociedad también acaba identificando ese crecimiento con bienestar.
Un crecimiento del 3% puede parecer poca cosa, pero mantenido de forma constante significa duplicar el tamaño de la economía mundial cada veintitrés años y luego duplicarlo nuevamente desde su estado ya duplicado, y así sucesivamente.
Si la economía tuviera lugar en el espacio etéreo no habría problema, pero la realidad es que tiene lugar en un planeta del que toma recursos naturales y al que emite residuos, y cuyos ecosistemas se rigen por sus propias dinámicas y equilibrios. La distorsión de estos equilibrios a escalas crecientes es el reflejo del choque del metabolismo socioeconómico con los límites planetarios, el clima es uno de ellos, pero no el único.
Olas de calor y de frío, lluvias torrenciales, incendios forestales y todo tipo de fenómenos que están evidenciando cómo el cambio climático causa daños en las personas, las infraestructuras, los cultivos de alimentos… La biodiversidad de la flora y fauna de nuestro planeta, piedra angular del buen funcionamiento de los ecosistemas, se resiente a su vez por ello, además de por los procesos de deforestación y de expansión urbana y agraria, como fenómenos además ligados entre sí. A ello se suman los procesos de contaminación por tierra, mar y aire a los que estos procesos y otras industrias dan lugar, siendo buen reflejo de ello la muerte de millones de peces en el Mar Menor. Todo ello atestigua lo que el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente ha venido a llamar la triple emergencia en referencia al cambio climático, la pérdida de biodiversidad y los procesos de contaminación.
Por supuesto, las responsabilidades son indudable y sustancialmente desiguales, tanto entre países como entre personas. Por ejemplo, en términos de uso de recursos naturales, el consumo de una persona de un país de ingresos altos es en promedio un 60% más elevado que el de una persona de un país con ingresos medio-altos y diez veces mayor que el de una persona en un país con ingresos bajos.
En términos de emisiones de gases de efecto invernadero, los cuatro emisores principales (China, Estado Unidos, los 27 integrantes de la Unión Europea junto a Reino Unido y la India) han contribuido al 55% de las emisiones totales de GEI de la última década. Si a los anteriores sumamos a Rusia Japón y el transporte internacional, alcanzamos el 65% de las emisiones; y ampliado hasta el conjunto de miembros del G20 la suma alcanza el 78% del total. Sin embargo, en términos per cápita, tan sólo el 10% de los individuos más ricos del planeta es responsable del 48% de las emisiones globales, mientras que el 50% más pobre apenas suma el 7% del total. El 1% de las personas con ingresos más altos, por sí solo, es responsable del 15% de las emisiones globales.
Estas cifras evidencian que la cuestión de la equidad ha de ser consustancial a cualquier propuesta de transición ecológica, dado que, en un contexto en el que ha de ponerse un tope a las emisiones, el consumo excesivo de una persona afecta las perspectivas de otra e invade las posibilidades de consumo de otra, como aquello que suele decirse de la libertad…
Bien, pues la apuesta que hoy predomina de cara a afrontar esta crisis ecosocial es la de la recuperación y el crecimiento verde, basado en la idea de que la inversión en energías renovables, movilidad “sostenible” (coche eléctrico), rehabilitación energética, etc., permitirá reducir los impactos ecológicos mientras la economía sigue creciendo y generando “bienestar”. Una propuesta que se basa esencialmente en lo que se conoce como desacoplamiento entre crecimiento económico e impacto ecológico y cuya evidencia es muy limitada por no decir prácticamente nula. Pero más que desacoplar crecimiento e impacto, lo máximo a lo que hemos llegado ha sido a que el impacto ecológico crezca menos que la actividad económica (desacoplamiento relativo), cuando no simplemente a trasladar las actividades más contaminantes (y de menor valor monetario) a otros países en base a las reglas del poder económico y las jerarquías políticas internacionales. En la mayor parte de los casos, las mejoras en la eficiencia son más que compensadas por el incremento del consumo y la producción.
Y mientras nos lo seguimos jugando todo a la única carta de un reverdecido business as usual aderezado con promesas tecnológicas, los últimos informes de los paneles científicos globales, tanto de biodiversidad como de cambio climático, han dejado claro que la única forma viable de revertir el deterioro ecológico y mantener el calentamiento global a un nivel que no sea catastrófico pasa necesariamente por que los países de ingresos altos reduzcan activamente el ritmo de extracción, producción, consumo y desperdicios.
Esto, como se podrán imaginar, en sociedades en las que el crecimiento a toda costa, la rentabilidad y el consumismo material han sido erigidos como faro y guía de nuestras políticas y concepción del bienestar, resulta difícilmente asumible. Más aún cuando existen flagrantes niveles de desigualdad y partes de la población que apenas cubren sus necesidades con lo que “llegar a fin de mes”.
Sin embargo, se da la paradoja que, como muestran los datos del World Inequality Database, casi un tercio de los ingresos generados por el crecimiento económico mundial a lo largo de las últimas cuatro décadas ha ido a parar a 1% más rico de todas las personas de este planeta. Dicho de otro modo: casi un tercio de todo el trabajo realizado, todos los recursos extraídos, el CO2 emitido, etc. durante el último medio siglo ha sido para enriquecer a los más ricos.
Por otra parte, son innumerables las investigaciones han demostrado que esa prioridad otorgada al incremento incesante de la producción y el consumo material no se ha materializado en un mayor bienestar colectivo o felicidad individual para la mayoría.
En cambio, lo que sabemos hoy es que, más allá de cierto punto, la relación entre crecimiento y bienestar se rompe por completo (y ese punto en los países ricos lo hemos pasado hace mucho). Véase, por ejemplo, en términos de esperanza de vida: mientras en Estados Unidos alcanza los 79 años, esta llega en torno a los 84 años en Japón o España con un PIB per cápita un 35%/40% menor, pero llega a ser de 80,3 años en Costa Rica con unas rentas que suponen tan sólo una séptima parte de la de Estados Unidos. Lo mismo sucede con la educación, donde países de bajos ingresos se sitúan igual o más arriba en los rankings de educación. En todos los casos nos encontramos con países que han invertido en sus sistemas universales de educación y salud.
En definitiva, en muchos de los aspectos fundamentales para el bienestar colectivo, lo relevante a partir de cierto punto no es el crecimiento, sino cómo se distribuyen los ingresos y los recursos. Cuando se trata de brindar una vida larga, saludable y próspera para todas las personas, esto es lo que cuenta.
La buena noticia es que este foco en el bienestar colectivo frente al énfasis hasta ahora predominante en el consumo material individual sí puede ser más compatible con una necesaria contracción de la dimensión material de la economía que nos permita vivir dentro de los límites ecológicos planetarios.
Una economía que ponga a las personas en el centro debería de centrar la atención en aquello que verdaderamente mejora la calidad de vida: una buena atención sanitaria, ecosistemas saludables y un clima estable, tener una vida con propósito, condiciones seguras en el lugar de trabajo, educación y acceso y tiempo para poder participar en actividades culturales y la vida social y familiar. La pandemia nos ha recordado lo mucho que importan todos estos factores, al margen de nuestra procedencia.
La pandemia nos ha servido mostrado también lo que puede suponer transición forzosa y desordenada. Muertes, distancia social, restricciones, escasez de algunos productos y aumento de las situaciones de depresión y ansiedad que fueron tan impactantes como los colapsos parciales en los sistemas económicos, de salud, seguridad… Los informes del IPCC señalan que incluso en los escenarios más optimistas, el cambio climático puede tener efectos varias veces más impactantes que esta pandemia.
Lograr una transición planeada hacia sociedades equitativas, con estilos de vida sostenibles, es decir una vida buena dentro de los límites del planeta, debería ser lo que marcase el rumbo de la economía, no la recuperación del crecimiento, por muchos adjetivos que se le quiera poner.
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