Rajoy, mayoría absolutista: l’État, c’est moi.

Por Sergio Martos

No quiero hablar del 155: no sé gran cosa del tema, con lo que mi silencio aquí es mucho más valioso que mi ruido. Ahora bien, soy ciudadano y entiendo algunas de las cosas que suceden estos días. Creo que puedo, al menos, desmarcar algunos de los conceptos que se están usando estos días en relación al tema; y, si es necesario, aclarar alguna de las implicaciones implícitas en ello.

¿Golpe? Es fácil encontrar paralelismos entre otros procesos marcados como coup d’État y el que tenemos delante. Pero fijémonos: detención de líderes sociales, intervención del estado de la hacienda, de los medios de comunicación… y todo bajo la poca y bastarda legitimidad que puede convocar un partido en las elecciones; lo que hay no es propiamente un golpe, porque los interventores ya poseen los medios legales para hacerlo – aunque sean torticeros a más no poder-. La clave no reside solamente en el poder, sino en cómo se enmarca en un discurso. No, lo que sucede no es un coup, sino algo más llamativo a estas alturas: un resplandor autoritario, absolutista.

Rajoy encarna una voluntad clásica, que encontramos en los absolutismos europeos de hace varios siglos. Rajoy representa hoy lo que en su día representaba Luis XIV con su famosa cita dirigida al Parlement de París, donde respondía ante vagas autoridades que no cansaran, que no agotaran esfuerzos, porque l’État c’est moi: «El Estado soy yo». En España esto nos cae más bien cerca, porque este espíritu lo recuperó el régimen franquista bajo el ala cultural de la España barroca e imperial; una España más recogida por el Cervantes que perdió la mano en la lucha contra el imperio otomano que por aquel que escribió el Quijote.

Pero las citas históricas dan para mucho, porque también podemos recordar lo que sucede en la «guerra del francés», como se llama en Catalunya a lo que clásicamente se llama en el resto del país la Guerra de Independencia. Aquellos años, con el absolutismo de Fernando VII entre paréntesis, vieron cómo se imponía un rey extranjero – un tipo peculiar que traería el influjo del derecho francés nacido tras la Revolución, pero también las formas burguesas de cultura. Allí, al margen de proclamas del estilo de «vivan las caenas», tenemos muchas de las claves para comprender la España del siglo XIX y su trayectoria posterior. En cualquier caso, lo que se puede ver es el impulso que la extranjería le dio a la nación para cobrarse su realidad  propia en aquellos momentos históricos.

Algo parecido puede suceder en Catalunya estos años y en lo que dure este proceso, y por eso no existe prácticamente repercusión cuando se pide diálogo: a nadie le interesa en realidad el diálogo. ¿A nadie? Por supuesto que no: a la sociedad civil le resulta la realidad más cómoda, sin duda. La ciudadanía, la gente de a pie que trabaja lo que puede y come cuando le dejan, es el gran resto sustraído en esta operación. Pero no demos aún paso a la ingenuidad: esto no significa que esta cosa abstracta que es “la ciudadanía”, como término general, desee sin más un acuerdo entre ambas instancias; la ciudadanía como tal no puede dejar de ser interpelada por ellas, porque la ciudadanía está necesariamente vinculada a la realidad estatal, y ésta aún está acompasada a la forma de la nación.

Pero esto también quiere decir que el diálogo, muy posiblemente, no conduzca tampoco a una solución del proceso. Recordemos que todo el mundo -sí, también quien escribe y quien lee estas líneas- está relacionado con estas realidades y se atiene de una forma o de otra a ellas. Pedir diálogo es tomar partido – es decir, tomar partido por ningún partido. Pero justamente por eso, pedir diálogo es algo más bien marginal, a pesar de que no esté reñido con ninguna de las posiciones en el proceso. Sustraerse a un ambiente político polarizado es sustraerse a un lugar político en el que no se cabe, y por tanto que no tiene nombre – y como nos enseñaron nuestras compañeras, en este terreno «lo que no se nombra no existe». Estamos en el escenario de los fines, no de los medios; y lo que se discute no es el cómo sino el qué.

Rajoy representa hoy lo que en su día representaba Luis XIV con su famosa cita dirigida al Parlement de París, donde respondía ante vagas autoridades que no cansaran, que no agotaran esfuerzos, porque l’État c’est moi: «El Estado soy yo»

Ahora bien, precisamente por eso, cabe comentar la cuestión del «estado de excepción» que se propone de facto en cuanto se aplica el artículo 155. Por un lado y como se ha comentado repetidamente, la interpretación que el Gobierno ha hecho de ello es peligrosa. No hace falta decir mucho más: es el «golpe» -conceptualmente interesado, pero retóricamente aceptable- que comentábamos al principio. Pero, por otra parte, «la tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el “estado de excepción” en que vivimos». Esta verdad es la que vivió Walter Benjamin en el ocaso de su vida, marcada por la persecución nazi de la que fue presa. Quiero rescatar su enseñanza no para la filosofía -que ha tenido y tendrá su propia batalla-, sino por y para la ciudadanía.

Si podemos recordar algo repasando los ejemplos de Luis XIV y Fernando VII es la pobreza de legitimidad que existe en esta situación: el Partido Popular, con 11 diputados de 135, no debería haber tenido la opción de intervenir Catalunya en ningún aspecto si se atendiera a una lógica política y no policial. Ahora el proceso se agudiza por no reconocer la soberanía del pueblo catalán; algo que sin embargo se hace en el momento en que se la intenta negar. Y por su parte, Junts pel Sí tampoco debería haber estado en posición de jugar las cartas tal y como lo ha hecho; pero la lógica parlamentaria -aunque para algunos sea un instrumento complejo e indeseable- juega en su favor, en este contexto. Nadie puede negar que el proceso -como proceso de soberanía, cuanto menos- es una realidad. Y nadie debe negarlo, en este país, si pretende vivir en una nación de la que no deba renegar.

Como sostuvo aquel salmantino, «si el sentimiento patriótico ha de sostenerse por su forma militarista… hay que confesar que le quedan ya pocas raíces en España, y acabará por borrarse. Acaso en el fondo del choque habido en Barcelona no hay sino dos maneras de concebir y sentir la patria, y es un error afirmar que unos representan el patriotismo, y otros el antipatriotismo español. […] El deber patriótico de los catalanes, como españoles, consiste en catalanizar a España, en imponer a los demás españoles su concepto y su sentimiento de patria común y lo que debe ser».

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