Por Andrea Olea
Me atrevo a decir que las voces que se alzarán estos días contra la sentencia en el juicio a la ‘La Manada’ destilarán un sentimiento común: rabia. Me tiemblan los dedos escribiendo este texto y sé que soy una de miles, de millones de personas indignadas por el ninguneo al dolor y la dignidad de un ser humano, que pese a numerosas pruebas visuales y testimoniales, han sido pisoteados.
La sentencia pronunciada ayer es un ejercicio de ensañamiento contra C. y contra todas las mujeres. Los jueces dan por verídico su relato, describen las imágenes de los vídeos aceptados en prueba como las propias de una pesadilla, y sin embargo no consideran que se trate de una agresión. A lo largo de más de cien páginas, dos de los tres jueces del tribunal (recordemos que el tercero directamente pide la absolución) relatan de forma cruda y detallada tanto lo que ocurrió (el acorralamiento, las múltiples penetraciones, el desprecio, los alardes, las humillaciones), como las reacciones de la víctima (sus gemidos, sus gritos de dolor). Entienden que estaba «atemorizada y sometida de esta forma a la voluntad de los procesados», que la superioridad física y numérica de los agresores «le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad». Aprecian «las circunstancias personales de abatimiento, confusión, tensión y agobio» en que se encontraba tras lo ocurrido, consideran probado «su estado de shock, la intensa situación de desesperación, angustia y ansiedad»… y con todo, deciden que no es suficiente.
El problema no es que no la crean, es que la creen, entienden los motivos que llevaron a la víctima a reaccionar como lo hizo, y pese a todo, dictaminan que en los hechos descritos no hubo intimidación ni violencia, ni por tanto violación. Los tecnicismos legales, de puro absurdo, se caen por su propio peso: no es la negación de una experiencia subjetiva (a lo que estamos tristemente acostumbradas), es la negación de hechos objetivos. Lo diremos hasta desgañitarnos: el sexo sin consentimiento explícito es violación y cuando median los elementos agravantes que se han dado en este caso, clama al cielo que exista una sola persona que no sea capaz de verlo. Que no tenga la humanidad suficiente para comprenderlo.
Lo diremos hasta desgañitarnos: el sexo sin consentimiento explícito es violación
Esta agresión nos repugna por empatía directa hacia C., y porque sabemos que podía haber sido cualquiera de nosotras, porque tantas veces hemos estado a punto de serlo o ya lo hemos sido. La violencia, las humillaciones y la impotencia que experimentamos a diario en el espacio público y privado, ¿pueden entenderlas quienes no las han vivido? Intentamos hacernos oír, las rugimos al viento y nos seguimos encontrando frente a un muro de cemento armado. Nos consume que no lo vean. Que no lo vea la ley ciega, los jueces instructores del caso, los medios de comunicación que solo han buscado hurgado en la herida o han dado voz a los agresores y a quienen los defienden, los miles de hombres que han inundado de comentarios misóginos los artículos escritos sobre el caso y las redes sociales, despreciando el dolor de la víctima, que es el de todas nosotras.
La condena refleja una vez más la profunda violencia estructural que sufirmos y el tratamiento cómplice que reciben quienes nos agreden y nos asesinan. Nos recuerda que resistirse es peligroso, no hacerlo, estúpido, denunciar, inútil. Es una sentencia que en lugar de condenar a los acusados, condena a todas las mujeres, que hace constatar que el machismo de calle te mata y el judicial te remata, y nada de lo que hagas puede salvarte. Una vez más, nos hace saber que ahí fuera estamos solas, porque el sistema no nos va a proteger.
Lo grave no son los nueve años de pena -que se quedarán en seis, en tres, en nada-, es la impunidad, el sistema invisibilizando una de las mayores lacras de nuestra sociedad, diciendo que no importamos. Y sin embargo, no pedimos hogueras ni castigos ejemplares, no nos mueve la «sed de venganza». Solo reclamamos justicia y reparación, protección y reconocimiento para ser libres y dejar de vivir con miedo. Necesitamos de forma desesperada, urgente, formación y educación en nuestra sociedad, porque incluso mil años de cárcel no servirán para nada si no logramos cambiar la mentalidad de quienes siguen viendo a las mujeres como objetos en lugar de seres humanos, como ciudadanos de segunda que no merecen el amparo de las instituciones ni el respeto de sus congéneres.
Miles de personas salieron ayer a la calle en todo el Estado al grito, una vez más, de ‘Si nos tocan a una, nos tocan a todas’. ¿Cómo de alto vamos a tener que gritar para que nos escuchen? ¿Qué más tenemos que hacer? Sepan, en todo caso, que el tiempo de silencio ha terminado. Estamos juntas en esto y cada vez somos más. La rabia nos hace fuertes.
Se el primero en comentar