Los pactos de rentas no son más que una estrategia con la que el Estado interviene en el proceso de negociación entre sindicatos y patronal para asegurar la represión salarial ante escenarios de inflación. Y no sólo afecta a los salarios directos, sino que también es frecuente que incluya también a los salarios diferidos, es decir, a las pensiones.
Por Mario del Rosal, profesor de Economía política
En una columna anterior, explicaba algunos de los elementos que caracterizan la inflación y su relación con la lógica de acumulación capitalista. Decía que no se trata simplemente de un fenómeno accidental o sobrevenido, sino de un factor que coadyuva a la lucha del capital contra la clase trabajadora mediante la desvalorización de la fuerza de trabajo, ya sea por la propia existencia de la inflación en sí o por cómo se lucha contra ella. Esto, evidentemente, no significa que los gestores del capital decidan motu proprio y en acuerdos concertados recurrir a la subida de precios como mecanismo de presión contra los salarios. Tal consenso no es posible en una economía de mercado como la capitalista ni tampoco cabe posibilidad alguna de coordinación o planificación racional de ese calibre. Lo que significa es que la inflación, ya sea por su presencia o por las estrategias que el Estado burgués pone en marcha para atajarla, es aprovechada por el capital en su lucha por aumentar el grado de explotación con el fin de revertir la tendencia a la caída de la tasa de ganancia.
En esta ocasión, voy a esbozar algunos apuntes sobre lo que el capital y sus representantes nos tienen preparado para afrontar la inflación y qué consecuencias tendrá eso para nosotros si nos resignamos a aceptarlo. En particular, hablaré del Estado burgués, como garante último del capital, y de los Bancos Centrales, puesto que, tanto por el monopolio de la gestión del dinero que disfrutan sin ninguna clase de responsabilidad democrática como por su papel de apoderados del capital financiero, controlan una serie de herramientas de especial importancia en el terreno monetario.
Las medidas que presumiblemente se van a poner en marcha se bifurcan en dos grandes vías: la monetaria y la salarial. La primera aboga por aplicar la tradicional política monetaria restrictiva, consistente básicamente en aumentar los tipos de interés y contener la emisión de dinero. La segunda pretende reprimir el crecimiento de los salarios. Echémosles un vistazo a ambas por separado.
La vía monetaria
A través de esta vía, el Banco Central de turno —en nuestro caso, el Banco Central Europeo— pone en marcha las prototípicas medidas de política monetaria restrictiva. En principio, esas medidas consisten en aminorar la inyección de dinero al sistema bancario por medio de la disminución de la compra de bonos en las operaciones de mercado abierto, lo que supone aumentar el tipo de interés oficial y reducir la emisión monetaria. En otras palabras, encarecer del dinero con el fin de restringir el crédito bancario y, con ello, desincentivar tanto el consumo como la inversión. En términos incluso más sencillos: provocar un «enfriamiento» de la economía o, eventualmente, una recesión.
Este tipo de estrategias adolece de varios problemas en una situación como la actual. En primer lugar, hay que destacar que hemos llegado a un punto en el que la elevada inflación y los bajos tipos de interés nominales han llevado los tipos de interés reales a cifras negativas. Una situación así es especialmente alarmante y revertirla exigiría una subida de tipos bastante radical que, desde luego, podría acabar dando la puntilla a una dinámica de acumulación muy precaria [2].
Por otra parte, resulta evidente que nos encontramos en un escenario de inflación que no viene provocada por exceso de demanda, sino por escasez de oferta. Esto significa que los precios están subiendo porque la producción y la distribución se han ralentizado o, incluso, bloqueado por diversas causas relacionadas con la pandemia, con sus consecuencias y, en las últimas semanas, también con la invasión de Ucrania. Si, ante un problema así, el Banco Central decide encarecer el crédito, quizá consiga reducir la demanda y eso podría llevar a un menor aumento de los precios. Sin embargo, esto no ocurrirá necesariamente, puesto que son las empresas las que están subiendo los precios unilateralmente para salvaguardar sus beneficios unitarios ante aumentos en los costes, de modo que nada garantiza que una caída de las ventas o de las expectativas de ventas vaya a revertir esto. Y si se logra que la menor demanda fuerce a las empresas a moderar los precios, será a costa de provocar una fuerte recesión que permita aumentar el paro y, con ello, reprimir, además, los salarios, algo que no parece, precisamente, la mejor opción posible en el momento que estamos viviendo. En otras palabras: resulta evidente que nos encontramos en un escenario de inflación que no viene provocada por exceso de demanda, sino por escasez de oferta. Esto significa que los precios están subiendo porque la producción y la distribución se han ralentizado o, incluso, bloqueado por diversas causas relacionadas con la pandemia, con sus consecuencias y, en las últimas semanas, también con la invasión de Ucrania. [3].
Por otro lado, el encarecimiento del crédito también afectará a la inversión, ya que elevará el coste financiero para las empresas. Al tener que pagar más intereses por sus préstamos o sus bonos, las empresas serán más restrictivas a la hora de elegir proyectos de inversión, puesto que la rentabilidad esperada debe superar, al menos, el coste de su financiación.
Además de todo esto, hay un problema bastante más grave. Se trata del hecho de que el nivel de endeudamiento corporativo ha crecido enormemente en los últimos años merced, entre otras cosas, a las medidas de política monetaria hiperexpansiva. Y no sólo eso, sino que el número de empresas zombi, es decir, las que se sostienen en pie gracias al crédito barato, pero que son incapaces de obtener una rentabilidad suficiente para garantizar su propia supervivencia, ha aumentado alarmantemente. Si, para cualquier compañía fuertemente endeudada, una subida de los tipos de interés puede ser muy peligrosa, para una empresa zombi es una sentencia de muerte inapelable.
Si, como consecuencia de la subida de tipos, aumentan las quiebras empresariales, es claro que la producción y la distribución se verán afectadas negativamente y, como es lógico, el daño que causará esto del lado de la oferta no sólo no servirá para reducir la inflación, sino que es muy probable que acabe agravándola.
Parece sensato pensar, por lo tanto, que una política monetaria restrictiva en un escenario de inflación de oferta y con un capital crecientemente endeudado plagado de empresas zombi seguramente no funcione. De hecho, puede acabar convirtiendo la inflación en un problema aún peor.
La vía salarial
Mediante la vía salarial, el gobierno de turno pretende garantizar que la inflación no acaba afectando negativamente a los beneficios del capital. Para ello, centra sus esfuerzos en impedir que los salarios nominales crezcan tanto como los precios, de modo que las empresas puedan sostener o, incluso, aumentar sus ganancias manteniendo la evolución de sus precios por encima de la evolución de los sueldos de sus trabajadores. De esa manera, no sólo se logra reducir el salario real, sino que se facilita el crecimiento del salario relativo, es decir, de la parte del valor nuevo que se apropia el capital en detrimento de la que reciben los trabajadores. Ni que decir tiene que esto ofrece oportunidades para relanzar la tasa de ganancia mediante el reforzamiento de la tasa de plusvalor.
Para dar cobertura «científica» al asunto y dotarlo, así, de legitimidad ideológica, se emplea sistemáticamente el típico argumento de la espiral precios-salarios. Tal argumento afirma que, si los trabajadores consiguiéramos que nuestras retribuciones crecieran tanto como los precios, entonces esto provocaría ulteriores aumentos de la inflación porque las empresas no tendrán más remedio que seguir subiendo sus precios para poder cubrir el incremento de los costes laborales. Asimismo, la subida de los salarios podría provocar un aumento del consumo que, eventualmente, acabaría por causar un exceso de demanda que podría hacer aumentar aún más la inflación.
Por supuesto, que este argumento se verifique o no empíricamente es lo de menos. Tampoco importa que implique cargar sobre las espaldas de los asalariados los efectos de algo de lo que no tenemos ninguna culpa. Lo importante es que los trabajadores nos lo creamos y, siendo así, desistamos de ofrecer resistencia. Para conseguir eso, el capital cuenta con un nutrido ejército de economistas, periodistas, políticos e, incluso, algunos dirigentes sindicales dedicados en cuerpo y alma a ello. La ministra Calviño ya lo advertía en diciembre del año pasado con claridad, diciendo, en el clásico lenguaje pretendidamente técnico de su gremio:
que «lo que hay que evitar en este momento es que una subida salarial pueda tener efectos de segunda ronda que tengan un carácter más estructural» (ver).
El envoltorio político con el que se presenta esta estrategia ante el público suele recibir el conciliador nombre de «pacto de rentas». Evidentemente, no es más que uno de los innumerables eufemismos con los que habitualmente nos regalan nuestros gestores políticos, como cuando se llama «contención» a la represión salarial, ministerio de «Defensa» al que dirige las guerras o de «Interior» al que impone el orden público por la fuerza.
Normalmente, los pactos de rentas no son más que una estrategia con la que el Estado interviene en el proceso de negociación entre sindicatos y patronal para asegurar la represión salarial ante escenarios de inflación. Y no sólo afecta a los salarios directos, sino que también es frecuente que incluya también a los salarios diferidos, es decir, a las pensiones. Los trabajadores, los jubilados y los desempleados debemos ser firmes ante este tipo de medidas y rechazarlas taxativamente, sin condición alguna. Y, por supuesto, repudiando frontalmente cualquier estrategia de connivencia que algunas cúpulas sindicales puedan intentar con la excusa de la «responsabilidad». Sobre todo, teniendo en cuenta que, en España, llevamos ya décadas, desde la Gran Recesión, sufriendo un penoso estancamiento del salario real[4].
Entonces, ¿qué hacer?
Si la vía clásica de política monetaria restrictiva puede acabar agravando la inflación y, por su parte, la vía de la represión salarial va a llevarnos a un empeoramiento todavía mayor de las condiciones de vida de la clase trabajadora, ¿qué se puede hacer?
La solución a este problema pasa por los mismos cauces que la solución al resto de contradicciones del capitalismo: la socialización de la producción y su planificación democrática. Sólo así se puede acabar con la inicua anarquía del sistema mercantil de determinación de costes, fijación de ingresos y distribución de bienes. Y, sobre todo, con el poder oligopólico que tienen las empresas en muchos sectores que les permite establecer los precios unilateralmente.
A corto plazo, es imprescindible que se nacionalicen las empresas de suministros básicos, como la electricidad o la gasolina. No basta con mendigar permisos a la UE para limitar el precio resultante del perverso mecanismo de subasta de energía, copado por capitales privados oligopólicos, sino que hay que abandonar este sistema definitivamente. Asimismo, es necesario establecer limitaciones incondicionales a los precios de los bienes esenciales, como los productos alimenticios o la vivienda. A más largo plazo, esa nacionalización debe dar paso a una socialización democrática creciente del sistema productivo en la que los trabajadores tomemos las riendas de nuestras vidas y dejemos de estar sometidos al albur de mecanismos primitivos y autocráticos como el mercado, en el que unos pocos se arrogan el privilegio de decidir sobre el presente y el futuro de todos nosotros.
[1] Los Bancos Centrales también suelen usar otros instrumentos monetarios con el mismo fin, como los aumentos en los tipos de las facilidades de crédito y de depósito o, incluso, a más largo plazo, el alza del coeficiente de caja. No obstante, en aras de simplificar la explicación, y dado que no modifican en modo alguno las conclusiones, prefiero obviarlas.
[2] Un ejemplo de esto se dio en Estados Unidos bajo el mandato de Paul Volcker en la Reserva Federal, quien llegaría a subir el tipo oficial hasta el 20% hasta remontar los tipos reales a tasas positivas. Esta política acabó con la inflación, ciertamente, pero no porque el monetarismo en que se basaba fuera científicamente correcto, sino por haber provocado una aguda recesión económica.
[3] El economista marxista Michael Roberts profundiza en esta explicación en su muy recomendable blog: https://thenextrecession.wordpress.com/2022/02/19/inflation-supply-or-demand
[4] Concretamente, y según datos extraídos de Ameco, el salario real en España ha crecido de 2008 a 2021 a una tasa media anual acumulada del 0,047%, la más baja de nuestro entorno.
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