La histórica victoria de Gustavo Petro en Colombia representa un paso adelante de gran trascendencia para los progresismos latinoamericanos. El próximo desafío electoral en la región tendrá lugar en Brasil, donde se enfrentan dos modelos antagónicos.
Por Valentino Cernaz / Jacobín América Latina
Definitivamente, el domingo 19 de junio de 2022 pasará a la historia en Colombia. Mediante la fórmula presidencial de Gustavo Petro y Francia Márquez, la izquierda ha logrado llegar al gobierno del país por primera vez.
Esta victoria electoral tiene un peso especial para la configuración política de la región, pues la derecha ha perdido el control del Estado en uno de los países donde aún gozaba de una hegemonía consolidada. El mismo sentido tuvo la victoria de Gabriel Boric en Chile en diciembre del año pasado. En ambos casos, el inicio del resquebrajamiento del orden imperante no hubiera sido posible sin los intensos procesos de movilización social que se dieron en los últimos años.
El campo popular sigue ganando lugar en América Latina, tras un 2021 que también fue positivo para dicho sector en términos electorales. La «segunda oleada progresista», en los términos de Álvaro García Linera, tiene ahora un desafío clave por delante. La cita será en Brasil el próximo 2 de octubre. Todo indica que allí se enfrentarán el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva y el actual presidente Jair Bolsonaro, aunque este último no haya confirmado oficialmente su candidatura.
Todas las encuestas coinciden en señalar al líder del Partido de los Trabajadores (PT) como el amplio favorito para ser el nuevo mandatario del país, en un marco de polarización manifiesta con el ultraderechista que actualmente ocupa el Palacio de Planalto. Incluso existen sondeos que opinan que podría no ser necesaria una segunda vuelta.
La pugna en Brasil es, ante todo, entre un demócrata y alguien que no lo es. Si hay algo que sobresale en Lula es su vocación de diálogo en el marco de la democracia liberal. Bolsonaro, por el contrario, es una amenaza indiscutible contra la democracia brasileña. La historia es clara en ese sentido.
Como dirigente de los obreros metalúrgicos, Lula convocó a huelgas masivas durante la dictadura militar. De hecho, llegó a estar preso por aquellos tiempos. También soportó una prisión de más de 500 días entre 2018 y 2019, en el marco de una persecución judicial extraordinaria encabezada por el exjuez Sergio Moro, que «casualmente» sería ministro de Justicia de Bolsonaro unos meses más tarde.
Pero Lula salió de la cárcel sin afán vengativo. Se dedicó, en cambio, a recorrer el país y dialogar con todos los sectores, incluso con algunos de los que apoyaron el golpe institucional contra Dilma Rousseff en 2016. Este año, pese a las polémicas que suscitó entre la izquierda, selló un acuerdo con Gerardo Alckmin —un centroderechista que supo ser su rival en las presidenciales de 2006— en la búsqueda de consensos para la recuperación del país.
Del otro lado está Jair Bolsonaro. El actual presidente ha reivindicado en reiteradas oportunidades a la dictadura militar que gobernó Brasil entre 1964 y 1985, y también supo llamar «héroe nacional» al coronel que torturó a Dilma Rousseff. Además, se enfrentó en varias ocasiones con la Corte Suprema de Justicia, llegando a amenazar con terminar con sus poderes.
Durante los últimos meses, el actual presidente de Brasil ha sembrado dudas respecto del sistema electoral de su país, agitando fantasmas de fraude con planteos marcadamente inconsistentes. Incluso ha llegado a decir que podría no reconocer los resultados de los comicios venideros si continúa el actual método de sufragio, de carácter electrónico, que rige en el país desde hace más de veinte años. Esto lo ha dicho no una sino varias veces, llegando a señalar incluso que en las elecciones que ganó en 2018 hubo fraude porque debió vencer en la primera vuelta.
Lula ha sido cuestionado desde la izquierda por su estrategia de buscar alianzas con sectores de centro y centroderecha, más aún con el fallido antecedente de Temer, vicepresidente de Dilma, que terminó con la presidenta petista destituida. Los reparos en este sentido son razonables. No obstante, el momento histórico indica que las circunstancias son particulares, y que el peligro en Brasil no reside simplemente en perder o ganar una elección o en tener un gobierno bueno o malo. Si algo nos deja, para este caso, la reciente experiencia colombiana, es la importancia de la unidad de las fuerzas progresistas.
Así como Brasil no puede seguir con Bolsonaro en el gobierno, el campo popular latinoamericano no puede permitirse perder la oportunidad de tener a uno de los suyos —y en particular, a uno con experiencia, historia y liderazgo, que gobernó durante ocho años con resultados sociales palpables— en el país más grande de la región.
Aún en ese marco, los debates y la autorreflexión no deben cesar. Debemos discutir por qué se están haciendo necesarias este tipo de alianzas, y pensar acerca de sus alcances tanto en el plano de los cálculos electorales como en el de la acción política. También es importante considerar la cuestión de la renovación de los liderazgos: en Brasil, por ejemplo, Lula es el líder de la izquierda hace más de treinta años, y aunque existen líderes emergentes con gran proyección, todavía no han logrado disputar su avasallante popularidad.
De lo que no caben dudas, de todas maneras, es que es mucho más fácil dar estas discusiones incómodas con la panza llena. En el caso de Brasil, eso se traduce en tener como presidente a un auténtico demócrata, que supo llevar al país a un enorme crecimiento económico con inclusión social y redistribución de la riqueza, y no a un ultraderechista enamorado de la dictadura.
Es por ello que en Brasil, ante todo, la elección es entre democracia o bolsonarismo. Y será una contienda clave para una América Latina que exhibe un horizonte incierto y disputado.
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