Prometido «primer mundo»

Más allá de la retórica nacionalista, que últimamente florece en cualquier rincón que se miré, sin llegar a posiciones jacobinas o pseudofalangistas, España puede congojarse ante la suerte de ser europea

Por Manuel Pérez

  • Algo perteneciente al mundo que hablaba en dialecto y ahora ya no lo habla porque le da vergüenza, el mundo que quería la revolución y ahora la ha olvidado, el mundo que tenía una gracia (y una violencia) de la que ahora reniega.

Passolini

La nostalgia es un arma cargada contra el progreso. A veces, solo hay que mirar atrás para ver que algo de lo que nos ocurre no va bien. Aunque tengamos todos nuestros dispositivos naturales –por eso nuestra huida- intentando alertarnos, no escuchamos. Preparados, como estamos, para la frenética lucha contra el cambio climático que nos viene, olvidamos –adrede- el frio de nuestra vida privada.

La temperatura de la Tierra, la emisión de CO2 o la trucha común se han convertido en sujetos dignos de nuestra lucha. A la par, nuestra insípida existencia ha caído en un vacío camuflado entre nuestra actividad controlada de pasos, tuits o publicaciones de Instagram.

Las visitas a los psicólogos o las tentativas de suicidios son cada vez más comunes bajo la “pacifica” rutina de nuestros días. El trabajo –precario- junto a su “incrementado” salario mínimo juega el papel asfixiante del equilibrio “reversible”. Esto es, acabar con el bienestar sin negárnoslo. Oía el otro día en una sobremesa bastante curiosa: La sociedad abierta es mucho peor.

¿De qué apertura hablaba? De esa que durante la pandemia asomaba por los balcones e incentiva al ejército de individuos a emprender –con su cuenta y riesgo- la aventura de realizarse. Lemas como el “make yourself” son el nuevo “amen” eclesiástico. Claro está, toda esta negación de la vida, no puede erguirse sobre la nada ¿Cómo sería eso? Acertadamente, el rasgo espiritual del capitalismo nos convida a seguir intentándolo y, a veces, nos presta una victoria. Aquí donde, al menos, se puede vivir.

Más allá de la retórica nacionalista, que últimamente florece en cualquier rincón que se miré, sin llegar a posiciones jacobinas o pseudofalangistas, España puede congojarse ante la suerte de ser europea ¡mira que salvajes son los talibanes! Ante una geopolítica cada vez más accesible, el interior nacional parece desvanecerse. Cargados de una violenta indiferencia, cada uno de nosotros entrega el arma de la memoria al mundo a cambio de no pertenecer a ese infinito de inmigrante que desean acceder a la “Tierra prometida”.

Atosigados por lo inmediato, por la desconexión de internet, solo podemos esperar con ansias el nuevo tema de nuestro cantante favorito, un mensaje de la chica que nos gusta o un tuit gracioso que cuestione la subida del salario mínimo –la cual ya es graciosa de por si-. Huérfanos de revolución, la esperanza reside en conseguir la asistencia psicológica de un sistema sanitario en retroceso.

La evidencia pandémica nos ha mostrado que pidiendo –como se ha hecho en la vía reformista de los últimos cuarenta años- lo único que queda es la espera. Acostumbrados a la misma, sabemos que la vida ya no está oculta al capital. Mientras la propiedad privada ha invadido cualquier aspecto de nuestro discurso político, discutimos sobre si nacionalizar o no es socialista.

Hemos entregado aquello que puede sostenernos. La crítica al erasmus o lo global no radica en una libertad sexual más accesible, es el olvido del tiempo local. Aquí también ocurren cosas. Leía en un texto obligatorio titulado “En espera” como el autor bromeaba sobre la valentía de abrir la ventana para saber el tiempo que hace.

Sin negar el cambio climático, sin oponernos a ninguna tecnología que desarrollemos y sin frenar la sanidad… ¿no habría que cuestionarse de que vida hablamos? Supongo que cuanto más científico sea nuestro discurso, mayor es la permisibilidad de negar una vida espiritual no reconocible en un test de antígenos. Esa vida que sucumbe entre salarios de nueve euros la hora y jornadas de cuarenta y cinco horas semanales.

No, la excusa del prójimo –al que nunca conocemos- la Tierra moribunda o la especie en peligro de extinción no puede arrinconar nuestro día a día a una agenda siempre repleta de tareas que buscan apagar nuestra voz interna. Un exterior en paliativos constante no puede ser excusa de un interior ignorado.

Odiamos la naturaleza por todo lo que nos recuerda que hemos perdido. No queremos recordar para soportar lo blasfemo de nuestra hipocresía. Nos presentamos a distancia para ocultar la vergüenza del directo. Mientras sigamos defendiendo el pasaporte covid o la agenda 2030, sabemos que nada va a cambiar.

Tal vez, únicamente, sea eso. Llevamos tiempo que nada cambia y, sin embargo, todo parece acelerarse. Una cuestión de velocidad, no de soluciones. Si quisiéramos recordar, no volver… recordar.

Se el primero en comentar

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo no será publicada.




 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.