Siempre ha habido movilizaciones pacifistas ante cualquier guerra, pero se silencian y eso podría hacernos pensar que estamos viviendo en la indiferencia total y no es así.
Por Fernando Salgado | 27/10/2024
Primitivo Carbajo Centeno nació en Zamora, en 1953, aunque, como dice la wikipedia “es un escritor y periodista gallego”. Se licenció en Periodismo en Madrid, y ejerció su profesión en medios como La Voz de Galicia, El Ideal Gallego o El País. También trabajó como guionista para la TVG, y ejerció como director de Comunicación de la Universidad de Vigo. Ha publicado libros como “Paco Vázquez, a pegada dun príncipe” (1993), “Salgheirón” (2021), “Derrotas andinas” (2021), y más recientemente “A marcha da paz secuestrada” sobre el que conversamos para NR.
Transcurrieron casi cuarenta años desde que se celebró la Marcha Internacional por la Paz en Centroamérica. ¿Qué le empujó a publicar ahora un libro en el que narra aquella experiencia?
Coincidieron varios factores. Yo le había hablado a Moisés Barcia (responsable de Morgante Edicións) de la posibilidad de recuperarla y refundirla con otra crónica, más reciente, en Cuba, donde estuve viviendo durante seis meses. También había escrito el libro Derrotas andinas, en el año 90, y pensé que con todo ello podía elaborar una extensa crónica americana, pero publicó Derrotas andinas por separado y reventó esa idea inicial, para mi alegría. Después, el estallido de la guerra de Ucrania actuó como detonante. Me pregunté qué podía hacer y empecé a escribir sobre la Marcha desde un punto de vista evocador, de viejo entristecido por el fracaso del pacifismo. Le envié un par de capítulos y no le gustaron, me dijo que estaban muy bien, pero para mis amigos, que eso no vendía, y me dio unas pautas para captar el interés de lectores más jóvenes, en la peripecia había un relato de aventuras, y trabajé en esta línea. Personalmente, me resultó estimulante en un momento depresivo desempaquetar el viejo proyector de diapositivas, ¡quién usa hoy eso!, y escudriñarlas cuarenta años después, y los apuntes de entonces con este nuevo propósito: el relato de una aventura motivada por un fin trascendente.
¿Cómo surgió la idea de participar en esa Marcha Internacional por la Paz?
Nosotros, Elvira Pérez, mi compañera, y yo, éramos pacifistas, nos manifestábamos contra el despliegue de los misiles Pershing y Cruise en Alemania, Inglaterra y en otros países. Había leído Sobre el volcán, de Manuel Leguineche y estaba absolutamente muerto de asco en La Voz de Galicia, me sentía terriblemente frustrado. Trabajaba en El Ideal Gallego cuando me llamaron, y descubrí luego que no me habían fichado tanto por mi competencia profesional, sino para desarmar una página que estaba haciendo con Luis Pita en El Ideal en la que le dábamos mucha caña al alcalde Paco Vázquez. En La Voz me pagaban la dedicación exclusiva para tenerme absolutamente arrinconado, sin opciones a crecer profesionalmente. Elvira se enteró de que se estaba organizando la Marcha y nos apuntamos sin dudarlo. El proyecto había surgido de las iglesias protestantes de Noruega y se trataba de recorrer unos 2.000 kilómetros en autobús, de Panamá a México DF, sobre el volcán de las guerras. La participación española, una docena de marchistas en total, estuvo organizada por Iepala, Instituto de Estudios Políticos sobre América Latina y África. Yo junté las vacaciones de dos años, en diciembre de 1985 y enero de 1986, y así nos enrolamos.
Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido desde entonces, ¿Cuál es su balance? ¿Qué repercusión tuvo a nivel social y también individual?
Para mi tuvo una repercusión extraordinaria en lo personal por todo lo que sucedió. Tenía previsto escribir un libro con otro marchista, José Mari Suanzes, sobre lo que estábamos viviendo y más cosas, pero no pudo ser por una fatalidad. Tampoco en La Voz de Galicia quisieron publicar absolutamente nada, para pagarnos el viaje habíamos pedido un crédito… Por ese lado fue un fracaso total. En el plano político, fue muy importante, con gran impacto, en los países por los que pasamos, también por lo pintoresco, 300 marchistas y más, de treinta países y de todos los colores, pero luego, debido a la propia sucesión de los acontecimientos (los acuerdos y desacuerdos en relación con las guerras), el episodio perdió actualidad, en dos o tres meses ya era un tema totalmente desfasado y, en mi caso, fue quedando ahí abandonado, hasta ahora, que le vi una utilidad de memoria pacifista.
Los escuadrones de la muerte en El Salvador, Guatemala y Honduras, por un lado, y la Revolución Sandinista, por otro lado, fueron dos meses en los que se jugaron el tipo.
En algunos momentos sentimos cerca el peligro y fuimos conscientes de que podía pasar cualquier cosa, pero tampoco era una emergencia constante. Paradójicamente, el momento más crítico lo vivimos en Costa Rica, un país en el que esperábamos que nos recibiesen con los brazos abiertos. Pasamos una noche terrible en un albergue de San José, la capital, atacados por una organización neofascista y defendidos por unos pocos escoltas desde los muros y el tejado. Nos apretábamos unos 200 en un gran salón, acorralados como un rebaño de ovejas, oíamos el estrépito de la batalla sin ver nada, las carreras por el tejado, los disparos, de vez en cuando bajaban algún herido sangrando, temíamos que en cualquier momento lanzaran una granada por la claraboya y provocaran una masacre, todos con el miedo en el cuerpo, las explosiones de pánico, una situación muy patética, inolvidable.
Al día siguiente el albergue y sus alrededores parecían tomados por la ONU porque acudieron diplomáticos de todos los países de los que procedíamos los marchistas para interesarse y ofrecernos la repatriación. Nadie la aceptó. Fuimos expulsados a Nicaragua, que estaba en guerra civil, el gobierno sandinista atacado por la Contra desde las fronteras con Costa Rica y Honduras. En ambas había cuatro kilómetros que eran territorio muy peligroso porque era tierra de nadie y ahí podía actuar cualquiera, aunque había muchos marchistas estadounidenses y eso mismo, si nos atacaban, no iba a ser entendido en su país, que era el que financiaba las agresiones. Entrar en Nicaragua fue un gran alivio.
La Revolución Sandinista, que estaba en plena ebullición cuando pasaron por Nicaragua, suscitó numerosas simpatías, pero aquel sueño parece haberse convertido en una pesadilla.
Eso es terrible. Recuerdo estar con Daniel Ortega y los líderes de la Revolución. En aquel momento Nicaragua era un referente de esperanza revolucionaria para toda América Latina, una revolución distinta a todas las anteriores. Habían echado a los Somoza y acabado con su dictadura y el gobierno no era vengativo. Todo estaba impregnado por la Teología de la Liberación. La gente era encantadora, era imposible no enamorarse de Nicaragua. Había mogollón de cooperantes de todo el mundo ayudando; entre ellos, bastantes gallegos. Era todo como un sueño, un ideal que reventaron completamente los gringos porque no les interesaba que siguiesen su ejemplo los otros países. Lo reventaron todo, las infraestructuras, la economía y las conciencias, y aquellos sueños revolucionarios acabaron derivando, efectivamente, con pulso firme, a una “democracia homologada” de pesadilla.
Parece como si hablar de la paz estuviese pasado de moda. Se pide el fin de unas guerras con un énfasis que no se emplea para reclamar el fin de otras guerras, lo que hace pensar que hay un trasfondo de instrumentalización política.
Eso siempre, pero es relativo. Siempre ha habido movilizaciones pacifistas ante cualquier guerra, pero se silencian y eso podría hacernos pensar que estamos viviendo en la indiferencia total y no es así. Nos sucedió con aquella Marcha. Íbamos acompañados por mogollón de periodistas (también por eso pensábamos que no iban a atacarnos), pero resulta que en Estados Unidos, que era el país con más medios destacados, no publicaban una noticia sobre lo que nos estaba pasando. El impacto de la movilización quedaba anulado no por los periodistas que nos acompañaban y que se cabreaban mucho, sino por sus editores en Estados Unidos, que preferían atender las indicaciones de la Administración Reagan. De la peripecia pacifista se publicó bastante más en los medios europeos.
En varios países europeos se están planteando la posibilidad de implantar de nuevo el servicio militar obligatorio.
Me parece una barbaridad, pero tampoco la mayor con todo lo que estamos viviendo: la predisposición absoluta a desarrollar y gastar en armamento, que es lo primordial. Reitero que no comparto para nada el servicio militar obligatorio (yo mismo me busqué la manera de no hacer la mili). Son cosas que van de la mano para imbuir en las poblaciones la doctrina belicista, que está triunfando en los medios y frente a la que surgen otros, como este Nueva Revolución, que hacen una labor de contrapropaganda y agitación en sentido contrario.
Lo que proponen las potencias militaristas hay que desarmarlo desde abajo, desde la educación y la cultura, potenciar la humanidad de la gente. La gente es mayoritariamente pacifista, no me cabe duda, y a veces puede expresarlo.
Recientemente se ha conocido la identidad de un cabo, el cabo Alves Costa, se encerró en un tanque negándose a disparar cuando la Revoluçao dos Cravos y, con su gesto personal, contribuyó de modo determinante a atajar el estallido de la guerra civil en Portugal. Otro caso que cuenta Ron Ridenour en mi libro: uno de los cuatro submarinos que llevaban los misiles nucleares soviéticos a Cuba, en 1962, fue atacado y quedó incomunicado; las órdenes eran, llegado ese caso, que disparara el misil nuclear, pero el capitán Vasili Arkhipov habló con los otros tres capitanes y antepusieron la humanidad al deber y las órdenes de sus superiores y evitaron la guerra nuclear. Es una remota esperanza, una última esperanza de que la humanidad se imponga. Ojalá hubiese muchos Alves Costa y Vasili Arkipov en todos los ejércitos, aunque no basta la esperanza en las reacciones de ese tipo. Hay que ir más al fondo.
La fabricación de armas es una actividad que está a la vanguardia de la economía mundial. La paz desestabilizaría el sistema.
Es una dinámica que se nos impone y que desde el conocimiento actual de las cosas no podemos aceptar. La guerra, digo, es una antigualla, no se corresponde con la moral que deriva la igualdad fundamental, científica, de los seres humanos. Tenemos que ser consecuentes con lo que ya sabemos y antes no podía saberse, ser personas de nuestro tiempo en el proceso de la evolución. El profeta Isaías que invoca Netanyahu para avalar su belicismo genocida no cabe en la inteligencia actual del mundo. Hemos alcanzado un desarrollo científico y cultural que excluye drásticamente esa doctrina, debemos afirmarla como intolerable, no podemos moral y éticamente mirar para otro lado.
Esas estampas de destrucción y deshumanización ya las vimos en Centroamérica, pero ahora nos asisten razones más contundentes gracias al más reciente desarrollo científico que cabe incorporar a la educación y a las culturas: todos somos animales iguales, condenados a vivir en conflicto pero no a resolverlo con la guerra, con la destrucción y el asesinato. Si la ONU fracasa en su concreción actual, no es motivo suficiente para renegar de un horizonte de convivencia pacífica, cegado sólo por intereses perversos que hay que desenmascarar por ser contrarios al interés común de convivir en paz, y si por ese motivo se desestabiliza el sistema, pues sea, que se vaya a la mierda.
No tenemos por qué aceptar los destinos manifiestos aducidos por sionistas o gringos, no tienen ningún valor moral para el resto del mundo, no queremos una cultura que comporta masacres en las escuelas o en los centros comerciales y que eso esté integrado en la dinámica ordinaria de la vida. No nos sirve, no está a la altura de los tiempos. Ni dedicar inmensas cantidades de dinero a la fabricación de armamento que hay que usar después, en comercio abierto o clandestino, ligado siempre a la prostitución y al narcotráfico. Es básicamente inmoral. No se puede defender un capitalismo salvaje y delincuente. Como ciudadanos no tenemos que admitirlo. Es intolerable y tenemos que pelear contra ello, cada uno desde su ámbito de competencia ordinaria y cotidiana. En defensa propia, que es la única guerra legítima. En defensa de nuestra humanidad, atacada por la minoría belicista. También para apuntar estas cosas escribí A marcha da paz secuestrada cuarenta años después.
Hubo un tiempo en el que la paz era uno de los valores que identificaban a las formaciones políticas de izquierda y ahora no figuran en sus programas. Da la impresión de que la paz cotiza a la baja en el mercado electoral.
El pacifismo lo asume casi todo el mundo y no se trata de ser de izquierdas o de derechas ni que serlo te condicione para mantener una actitud pacifista o no. El pacifismo nace de la propia conciencia de que no se puede destruir y matar como se está matando y se mató durante todo el siglo XX, que fue una barbaridad, la negación de la civilización. Los problemas que dieron lugar a las dos guerras mundiales no se resolvieron y siguen latentes. Antes, el pacifismo estaba más enraizado en la izquierda y era lógico, era también consecuencia de la conciencia sindical porque los efectos de la guerra los pagan, sobre todo, los trabajadores y los proletarios como carne de cañón. Pero me pregunto dónde está la izquierda hoy y dónde está la defensa de aquellos objetivos de clase frente al individualismo que prevalece en estos tiempos, doblando casi todos el lomo, que decía la canción, para que unos pocos multipliquen sus bienes.
El viejo Ron Ridenour me corrige: Vasile Arkhipov era el comandante de la flota soviética que transportaba los misiles nucleares a Cuba, en 1963. Uno de los submarinos fue bombardeado con cargas de profundidad y pensaron que la guerra había comenzado. En el ataque gringo, todos habían perdido la comunicación con Moscú y discutieron si disparar los misiles que transportaban. Arkhipov convenció a los demás de regresar a Rusia, salvando así al mundo del desastre nuclear. Pido disculpas por mi mala memorización de ese episodio histórico.