Por Cristóbal López Pazo
Me llamo Senlúa y vivo en la Raya. Nací el día que explotó la luna, el día que la Triple Alianza la hizo trozos para cambiar la velocidad de rotación de la Terra. Adecuando la rotación al tiempo de traslación alrededor del sol, medio planeta quedó sumergido en una eterna y gélida noche al resguardo de los devastadores rayos solares. La vida en el planeta fue reducida a un hálito con la devastadora onda de maremotos y corrimientos tectónicos que provocó la detonación simultánea de la Luna y de los dos polos de la Terra. La operación aún así fue un éxito, la vida persistió. El género humano eludió la extinción a la que estaba abocado por los efectos del cambio climático.
Cuando la temperatura media del planeta superó los 40 grados celsius la vida se convirtió en un lujo solo al alcance de los países más ricos. Una década más tarde, con una población diezmada año tras año, la Triple Alianza, formada por la OTAN, la Federación Rusa y China, ejecutó la operación Salvar a Gea. Mi padre siempre abjuraba de la Triple Alianza, de unos gobiernos que en cuestiones de semanas pusieron en marcha la arriesgada operación pero que durante siglo y medio por su codicia y ambición desmedida fueron incapaces de ir más allá de los titulares grandilocuentes y de interminables cónclaves estériles para reducir la emisión de CO2 y revertir el calentamiento global. Sin embargo mi padre se dejó la vida construyendo al servicio de la Triple Alianza una nueva sociedad sobre las cenizas. Aún me embarga el dolor cuando recuerdo el día que mi padre agotado por el esfuerzo de años se tomó un respiro para contemplar su idílica sociedad. Fue tan grande su decepción que sin mediar palabra echó a andar y se inmoló persiguiendo el sol del este.
El acoplamiento de la rotación a la traslación no resultó perfecto. Un pequeño desfase entre ambos movimientos hacía que la devastación solar avanzase por el este a un ritmo de 218 m por día. Los efectos de esta asincronía fueron el principal escollo para edificar una nueva sociedad a semejanza de la imaginada por la conciencia ecosocialista despertada como una epifanía colectiva entre los supervivientes. El permanente estado de excepción de esta sociedad nómada hizo que la deseada solidaridad entre iguales degenerara en una obediencia ciega a la casta dominante heredada de los gobiernos que integraban la Triple Alianza. Este condicionamiento masivo de la conducta fue producto de la inestabilidad provocada por la continuo estado en movimiento de la población para mantenerse dentro de la franja de tierra donde únicamente florecía la vida. Una estrecha franja entre la zona gélida central de la cara oscura de la Tierra y la raya del sol poniente del oeste. A medida que retrocede el sol del oeste y la tierra enfría, esta es colonizada por la sociedad colmena de la Triple Alianza.
Mi madre, aún hoy, me repite como una letanía la lección vital que acabó con la vida de mi padre. Según ella, para no olvidarnos nunca de levantar la cabeza de vez en cuando y tomar perspectiva para repensarnos. Vivimos como proscritas en la raya del sol naciente. En el angosto espacio entre Mortefría, la oscura y gélida zona central, y la zona tormentosa que precede al avance del devastador sol del este. Somos arraianas, somos la resistencia y a cada avance somos más.
La Colmena expulsa automáticamente a cualquier individuo que tenga el atrevimiento de pensar y opinar por sí mismo cuestionando la cadena de mando. Son desterrados y abandonados a su suerte en la gélida zona oscura. Los pocos que sobreviven la larga noche de Mortefría son rescatados por nosotros para que se unan a los arraianos o queden a morir calcinados por el sol del este.
Así murieron mis abuelos, entregaron sus vidas al sol naciente en la primera purga decretada por la Triple Alianza. Dos vidas por cada familia fue la cuota para mermar la población ante la escasez de alimentos. Miles de voluntarios entregaron sus vidas, en aquel tiempo aún existían los lazos familiares y los individuos tenían voluntad propia. Ahora en la Colmena la reproducción está totalmente controlada y deshumanizada, los hijos nacen sin padres.
Ayer llegamos al lugar donde mis abuelos se inmolaron por nosotros. Cuarenta años después, tras una vuelta completa al planeta en este eterno éxodo por la yerma tierra, estamos de nuevo aquí en el valle de las cinco colinas donde se fundó el pueblo arraiano. Hace cuarenta años mis abuelos extenuados yacieron al pie de esta colina esperando el despiadado sol naciente, pero antes sembraron el germen de la disidencia entre los patibularios más jóvenes. Les conminaron a luchar por su vida, a adaptarse para sobrevivir en esta árida e indómita tierra con la permanente amenaza del sol del este. Lo consiguieron y ahora somos más fuertes.
Antes de despedirse, mi abuelo me contó una historia de cuando él era chico, la tierra aún era verde con mares y ríos, y la luna asomaba de noche. Me contó cómo él, junto con los comuneros de su parroquia, lucharon contra la codicia y ambición desmedida para impedir la devastación de sus montes comunales. Me contó cómo tuvieron lugar miles de estas peleas por todo el planeta y que si no se hubieran perdido la inmensa mayoría, la historia reciente no estaría escrita con fuego y sangre. Me advirtió de las mil formas que tiene el poder de la codicia de corromper a las personas para que por unas migajas sentencien a su propia progenie al averno. Me contó como algunos cargos públicos carecían de límites éticos y que provistos de una ambición desmedida no dudaban en engañar y enfrentar al vecindario de sus pueblos para conseguir sus propósitos en detrimento del bien común. Lo que daríamos hoy por tener un poco de ese monte verde y azul donde la vida se perpetuaba, muchas ya sólo lo podemos soñar o vislumbrar por los relatos de nuestros antepasados, pero nunca lo veremos.
Suena la sirena, la temperatura exterior supera los 50 grados, hay que ponerse en movimiento, toca avance. Mañana continuaré con nuestra historia porque sé que un día seremos legión y cambiaremos las cosas.
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