¿Por qué debemos reducir la edad de voto?

«Disminuir la edad de voto haría aumentar el porcentaje de gente joven sobre el total de votantes, lo que provocaría que los dirigentes políticos tuvieran que prestar necesariamente más atención a la juventud y atender parte de sus demandas».

Tomás Alfonso

La cuestión de rebajar la edad del voto –que ha pasado a lo largo de los últimos 40 años prácticamente inadvertida- está poco a poco introduciéndose en el debate público de nuestro país, existiendo cada vez más discusiones al respecto de esto y más movilización juvenil para conseguirlo, lo que ha provocado que ya sean varios los partidos políticos que han incorporado esta propuesta en su programa electoral.

Por todo esto, y con el fin de incentivar la reflexión, en este artículo se realizarán una serie de argumentaciones acerca de la idoneidad y pertinencia de reducir la edad de voto a los 16 años.

En primer lugar, es necesario acabar con el tópico de que “la juventud es el futuro”. Esto es erróneo. La juventud no es un valor a largo plazo que se deba cuidar o proteger, la juventud, si algo es precisamente, es presente, un presente precario y lleno de incertidumbre, lo que imposibilita que se puedan llevar a cabo proyectos vitales y termina por negar un futuro digno a las jóvenes. Y es que frente al tópico formulado líneas más arriba se debería plantear lo siguiente: No hay ningún rasgo más definitorio de la juventud actual que la sensación generalizada de que no hay futuro. La pérdida de esperanza en el porvenir es mayor de lo que lo ha sido en las generaciones pasadas, lo que explica en parte la ‘dictadura del presente’ propia de la ‘sociedad del estímulo’, definida por la búsqueda constante de nuevas experiencias y vivencias las cuales se superponen en un eterno presente cortoplacista, que pretende hacer de velo frente al temor del mañana. No se trataría pues del clásico ‘vivir el momento’, sino de vivir tantas experiencias como sean posibles en el lapso de tiempo más corto que se pueda, ‘vivir muchos momentos en uno’. No obstante, se trata de una cuestión que se debe abordar más minuciosamente de lo que pueda hacerlo yo en estas líneas.

Volviendo a la cuestión que nos atañe, esta es, la pérdida de esperanza por parte de la juventud, cabe esperar que ésta aumente ante la falta de visibilidad, voz y voto existente por norma general en relación con este grupo poblacional.

Al respecto de esto, debemos recordar que en España, si bien la mayoría de edad formal se alcanza a los 18 años, la mayoría de derechos y deberes se adquieren a los 16. Así pues, la ciudadanía de esta edad ya puede obtener un trabajo, conducir según que vehículos, emanciparse…etc. La formación obligatoria también termina a esta edad. Esto último implica que, según el sistema ideado por las generaciones anteriores,  una persona de 16 años ya ha adquirido la madurez y la capacidad necesaria como para abandonar los centros educativos y formar parte de la ‘vida adulta’ como una persona funcional. En consecuencia, si se ha establecido que a esa edad se pueden haber adquirido ya las facultades cívicas suficientes, no existe ningún argumento de peso para impedir que se pueda votar.

Además, salta a la vista que es incongruente que, por ejemplo, una joven de 16 años pueda trabajar como camarera pero no decidir sobre la regulación laboral del sector en el que está empleada.

La construcción de lo que se denominó el Estado de Derecho implicaba, entre otras cosas, la conexión e interrelación de los distintos derechos y los derechos y deberes, lo que acabaría dotando de protección jurídica a la ciudadanía según las teorías liberales clásicas. Bien, pues que así sea. Es un sinsentido hablar de derecho al trabajo si una parte de la población activa no puede decidir sobre él debido a que tiene suspendido otro derecho como es el del voto. En consecuencia, es una anomalía democrática que este segmento poblacional tenga determinados derechos propios de los adultos pero que a su vez carezca de la principal herramienta para regularlos y llevarlos al terreno de lo concreto.

Por otra parte, se debe atender a la cuestión de la calidad y la participación democrática. Si se quiere –tal y como se suele decir-  que la población sea activa y participativa, se debe asumir que depende en gran medida de la cultura política vigente en el territorio. En el Estado Español, y a pesar de que existen algunas reseñables excepciones, sigue predominando la cultura política del franquismo, que es en esencia la cultura de la no-participación, representada en la ilustre frase del dictador ‘Ud haga como yo y no se meta en política’.

Para verdaderamente transformar esto, será necesario elaborar políticas en distintos ámbitos que vayan en la dirección correcta. Hablamos de fomentar el asociacionismo y transmitir valores democráticos en las aulas, pero también de discutir  la necesidad de reducir la edad de voto, debido a que vinculado con esto se encuentra uno de los problemas fundamentales de los países occidentales para aumentar su participación política:

La juventud, aún cuando tiene una cantidad enorme de inquietudes sociales que podrían devenir en participación política, no se encuentra seducida por la participación política convencional, debiéndose esto -además de a las causas de desafección comunes con el resto de la población- a la percepción de que no se tiene la capacidad ni la fuerza suficiente como para influir en la vida política, lo que provoca que las inquietudes poco a poco vayan desapareciendo al no poder ser canalizas correctamente ni haber obtenido respuesta en forma de políticas públicas.  Evidentemente, el voto no es la panacea para combatir la desafección y la pasividad, pero probablemente de la mano de otras políticas orientadas a aumentar la transparencia del sistema político y fomentar la participación directa y la cooperación sí podría contribuir a que estos fenómenos no deseables se produzcan en una menor medida.

Vayamos ahora con un motivo más técnico:

Como es conocido, las sociedades modernas, debido a su elevada esperanza de vida y a su escasa natalidad, tienden a ser sociedades envejecidas, con una pirámide demográfica cuasi invertida. Esta tendencia, que ya empezaba a dar señales de vida durante los primeros años del régimen constitucional de 1978, se ha incrementado sobremanera en los últimos años, lo que ha provocado que hoy tengamos porcentualmente más personas en edad de jubilación y menos jóvenes sobre el total de votantes que cuando se aprobó la Constitución. Evidentemente, mantener intacta la edad mínima para votar cuando se han dado tales cambios demográficos acaba afectando a la propia representatividad de los más jóvenes dentro del sistema político. Si ahora hay menos jóvenes, no parece descabellado reducir la edad de voto para contrarrestar de algún modo esto y que este segmento poblacional no pierda fuerza relativa en las elecciones sobre el conjunto de los votos.

Además, si esto no se hace, difícilmente se podrán llevar a cabo políticas públicas que verdaderamente ayuden a la juventud, dado que al ser el segmento de población más pequeño, no interesará a los Gobiernos llevar a cabo actuaciones dedicadas a la gente joven, dado que de ejecutarlas, obtendrán un rédito político y electoral mucho menor que asignando los mismos recursos a cualquier otro grupo. En el extremo contrario, los Gobiernos también saben que es a los jóvenes a quienes más se puede desatender con un menor coste político debido a su escasa incidencia en las elecciones.

En consecuencia, disminuir la edad de voto haría aumentar  el porcentaje de gente joven sobre el total de votantes, lo que provocaría que los dirigentes políticos tuvieran que prestar necesariamente más atención a la juventud y atender parte de sus demandas.

Por otra parte, muchas veces se ha argumentado en contra de esta reforma para disminuir la edad del voto alegando que la calidad del sufragio sería menor,  presuponiendo que las jóvenes de 16 y de 17 años tendrán menos conocimientos. Sin entrar a comentar en un inicio la veracidad o no de este planteamiento, cabe destacar que, si se estira el argumento, se obtiene como conclusión que la condición necesaria para votar son los conocimientos que tenga una persona. Nótese la peligrosidad existente detrás de esta afirmación.

Sin embargo, no es solo que la argumentación sea errónea por su desarrollo, es que es radicalmente falsa en su centralidad. De una manera u de otra, el voto a partir de los 16 años se ha incluido en diversos países en los últimos tiempos, lo que ha permitido realizar distintas investigaciones e informes acerca de las particularidades del voto de 16 y 17 años. Lo que se ha demostrado hasta el momento es que los indicadores de interés y conocimiento político no varían respecto al resto de población considerada joven según la UE.

Como consecuencia de esto, tenemos dos opciones derivadas de lo visto: asumir que las personas de 16 y 17 años -que tienen problemas y conocimientos similares a los del resto de la gente joven-, también pueden votar o negarle la posibilidad de voto al conjunto de la juventud. Esperemos que nadie dude en esta dicotomía.

Además, tal y como ya se ha dicho, este no es un camino que vaya a iniciar España o que vaya a recorrer sola. Este debate está al orden del día en Europa, hasta el punto de que el Consejo Europeo se ha manifestado respecto a esta cuestión, abriendo la puerta a esta nueva realidad. A esto le debemos añadir que países como Alemania ya lo permiten para los plebiscitos locales y regionales y otros como Bosnia relacionan el derecho al voto con el tener un contrato de trabajo. Como vemos, existen distintas fórmulas, algunas parciales  y otras totales que, sin embargo, coinciden en la voluntad de tratar de abordar una cuestión fundamental para la democracia como es la participación de las y los jóvenes.

Y es que una cosa debemos de tener clara, las políticas de juventud –y ésta es una- no son solo para ayudar a la gente joven, son para ayudar al país. Si no se realizan, la gente joven emigrará en busca de oportunidades a otros países o se quedará en este sin poder escapar de la precariedad que impregna todos los ámbitos de la vida, lo que provocará que el Estado Español no pueda abordar correctamente  cuestiones fundamentales de nuestro tiempo como la lucha por la igualdad, el pago de las pensiones o la emergencia climática.

Por lo tanto, debemos recordar hoy más que nunca que un país sin políticas de juventud no es solo un país con una juventud precaria, es un país que está castigando su presente y condenando su futuro.

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