Por mar y por aire, no más

«Levanté la mano para preguntar por el millón de muertos y las armas de destrucción masiva que nunca encontraron; pero nunca me llegó el micrófono».
Jorge Majfud
El ex primer ministro de Inglaterra lo acaba de hacer una vez más. En una conferencia conmemorativa del veinte aniversario de los atentados terroristas de 2001 en Nueva York, ha insistido que “necesitamos más botas [soldados] en el campo de batalla para combatir el terrorismo”. Claro que ese terrorismo no surgió de la nada sino de las históricas intervenciones de Inglaterra y de Estados Unidos y, más recientemente, de la financiación de los muyahidín (de donde surgirían Osama bin Laden y los fundadores de los Talibán) por parte de la CIA.
No volveremos sobre esos detalles, pero sería oportuno recordarle al famoso exministro algunas lecciones de la historia. La misma advertencia sirve para Blair y para todos los demás líderes que calificarían como criminales de guerra si no fuesen líderes de las principales potencias mundiales: Londres y Washington sólo han tenido alguna chance de éxito cuando descargaron toneladas de bombas sobre “islas de negros” (como se informaba a principios del siglo XX); sobre “aldeas amarillas” a mediados del siglo XX; sobre “nidos de comunistas” décadas después, y sobre “cuevas de terroristas” a principios del siglo XXI.
Cuando los ingleses pusieron sus botas en Argentina y Uruguay no les fue bien. Tuvieron más suerte con sus bancos (inventando guerras intestinas con sus fakes news) que con sus soldados. Cuando pusieron sus botas en tierra, no les fue nada bien. Tampoco les fue bien por tierra a sus primogénitos, los fanáticos protestantes de Washington, aunque siempre supieron venderse muy bien, porque si algo son es eso: buenos vendedores. Sus mayores “hazañas” fueron siempre, por lo menos desde mediados del siglo XIX, gracias a bombardeos a mucha, mucha distancia. Veracruz, por ejemplo, fue objeto de varias lluvias de bombas hasta 1914 y, aun así, las potencias mundiales nunca pudieron quebrar la resistencia del pueblo mexicano. En 1856 (desde el mar, naturalmente) el capitán Geogre Hollins barrió San Juan del Norte en Nicaragua con una lluvia de cañonazos porque las autoridades locales querían detener a un capitán estadounidense que había asesinado a un pescador. En 1898, más de 1300 bombas cayeron sobre la capital de Puerto Rico para liberarla (hasta hoy los boricuas no pueden elegir presidente de su país ni tienen senadores en Washington, como consecuencia de un siglo y medio de liberación). En 1927 la única posibilidad de revertir una pasmosa derrota en tierra a manos de los campesinos hambreados de Augusto Sandino en Nicaragua, quienes tenían a los marines y a la Guardia nacional arrinconados en el pueblo de Ocotal, fue con el primer bombardeo aéreo militar de la historia. Unos meses antes de las célebres bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en sólo una noche murieron cien mil civiles no combatientes en las ciudades japonesas de Nagoya, Osaka, Yokohama y Kobe. En la noche del 10 de marzo de 1945, el general Curtis LeMay ordenó arrojar sobre Tokio 1500 toneladas de explosivos desde 300 bombarderos B-29. 500.000 bombas llovieron desde la 1:30 hasta las 3:00 de la madrugada. 100.000 hombres, mujeres y niños murieron en pocas horas y un millón de otras personas quedaron gravemente heridas. Esta historia será eclipsada (olvidada) debido a las mediáticas bombas atómicas que, tres meses después, caerían sobre Hiroshima y Nagasaki matando a otro cuarto de millón de inocentes no combatientes. Lo mismo más tarde en la empobrecida Corea del Norte, donde las bombas arrasaron el 80 por ciento de ese país. Los generales Douglas MacArthur y Cutis LeMain masacraron al 20 por ciento de la población sin que ninguna nación decente se escandalizara. Ente 1969 y 1973, cayeron sobre Camboya más bombas (500.000 toneladas) que las que cayeron sobre Alemania y Japón durante la Segunda Guerra. Lo mismo le ocurrió a Laos, a Irak, a Afganistán…
En 1961, luego de la traumática derrota del mayor complejo militar de la historia en una isla pobre, Cuba, uno de los organizadores, el agente de la CIA David Atlee Phillips, reconoció que todo se había debido a que Castro y el Che Guevara habían aprendido de la historia y Washington no.
Cada vez que Washington puso “botas en tierras”, fracasó. O tuvo un éxito parasitario, como en el desembarco en Cuba en 1898, cuando los “negros rebeldes” tenían su independencia casi ganada y había que evitar una nueva Haití tan cerca. O como en Normandía, conocido como Dia D, cuando los rusos ya habían puesto 27 millones de muertos sobre tierra antes que los occidentales secuestraran toda la gloria de haber derrotado al nazismo, esa cosa tan querida y popular entre los grandes empresarios estadounidenses.
Los pocos éxitos anglosajones han sido siempre por bombardeos desde lejos, desde el mar o por aire y sobre pequeñas islas llenos de negros, algunas minúsculas (como Granada en 1983) o sobre países pobres con un ejército hambreado. Los modernos bombardeos por aire no son otra cosa que una extensión de los anteriores bombardeos por mar, como lo prueban los “destructores”, los “portaviones” y la misma palabra “marines” para referirse hasta a los paracaidistas.
Tony Blair estuvo en Jacksonville, Florida, en 2014. Dio una conferencia sobre Irak, abundante en bromas y anécdotas divertidas sobre la guerra y la posguerra, por lo cual cobró una fortuna. Pero ni una palabra sobre lo que unos años atrás, con absoluta impunidad, el mismo expresidente George Bush había reconocido: las razones (“excusas”) para ir a la guerra habían sido “basadas en errores de inteligencia”. El tercer aliado, el presidente de España que quería sacar a su país “del rincón de la historia”, José María Aznar, había sido más honesto, reconociendo que no había sido lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que se estaban equivocando como niños. Desde esa misma España, poco antes de la invasión, explicamos el absurdo de los argumentos y la catástrofe por venir en Irak y Afganistán y la futura crisis económica en EEUU, la que ocurrió en 2008. ¿Pero qué importa? Sólo murió poco más de un millón de inocentes. “Stalin mató más…” Y el Genghis Khan, y…
Esa noche, ante el rostro sonriente e iluminado del exótico primer ministro, levanté la mano para preguntar por el millón de muertos y las armas de destrucción masiva que nunca encontraron. Nunca me llegó el micrófono. Estaban todos tan emocionados de conocer al ex primer ministro de Inglaterra…
Con un fuerte sentimiento de frustración y de forzada indiferencia, salí de la sala y me fui al estacionamiento. En un pedazo de papel escribí, para el día siguiente: “Si le debes mil dólares a un banco, tienes un problema. Si le debes un millón, el banco tiene un problema”. Me recordó al escritor español Ángel Ganivet (1898): “Un ejército que lucha con armas de mucho alcance… aunque deja el campo sembrado de cadáveres, es un ejército glorioso; y si los cadáveres son de raza negra, entonces se dice que no hay tales cadáveres… un hombre vestido de paisano, que lucha y mata, nos parece un asesino”.

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