En la pared hay una repisa.
Bajo la repisa, una caja.
Una caja con una ranura
en la parte de arriba.
Una caja rectangular, pequeña,
como bañada en oro.
Aunque tiene una cerradura
atornillada en la solapa,
no hace falta llave,
solo, palabras y aire.
El chirriar de la tapa
en su desplazamiento vertical
inunda el barroco salón
donde está anclada la repisa,
y debajo, la caja.
Parece dorada. Pan crujiente
con apariencia de haber nacido
contracorriente.
La caja se empeña en ser
toda de oro. Se empecina
y esfuerza en parecer un filón.
Ante mis ojos,
es solo una caja sucia y fea,
un almacén diminuto,
un profundo océano
de enredaderas secas.
Vestido de camuflaje, resulta fácil
atravesar de un balazo
el cráneo de una cierva.
Encuentros casuales o escapismo.
Cálculo milimétrico de distancias
que nos alejan y empujan a usar
un vacío lenguaje de signos.
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