Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos, luminosas almas ¡salve!
Así comienza un poema de Rubén Darío. Un poema
oportuno, a modo de salutación del optimista.
Unas letras que hablan con voz precoz
sobre la incoherente inocencia del pueblo español
y sus cadenas.
Versos para anunciar el vasto rumor
de un viejo reino nuevo sembrado de hipotecas.
Un reino en que el rey, figura decorativa que
junto a su prole, ocupan un lugar concreto
en un espacio inmobiliario, hipotecado con
los presupuestos generales del Estado,
se pasea (¿como uno más?) entre los vítores
y aplausos de una plebe que le paga el alquiler,
cada mes.
Un país donde (hasta el mismo Dios) vive arrendado
entre las más de cuatro paredes
de un patrimonio nacional inmatriculado a oscuras
por sus edecanes de cuello blanco.
En este otrora glorioso reino Hispano,
la justicia divina queda enjaulada y corrompida
en la voz de Vox, o Aznar, lo mismo da,
y la justicia suprema terrenal del alto tribunal muere
lentamente en las arenas movedizas
de un poder financiero que se frota las manos
con cada hipoteca firmada entre óleos caros,
en cada producto monetario configurado en Excel
para modernizar la usura como forma de pago,
en cada mensaje emitido por sus capos,
donde dejan muy claro que la justicia, amigos míos,
no puede intervenir en el mercado.
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