Poetas en las cárceles de Franco.
La fosa ciento trece.
Maestros de las misiones pedagógicas
fusilados junto a un libro quemado.
Escritores, políticos, músicos, místicos
ilustrados, labradores, jornaleros del campo,
padres de familia, primos, hermanos,
todos ejecutados a sangre fría, delatados
por sus vecinos o expulsados del país
que atraviesa el Tajo.
Personas con la vida cotidiana rota
en mil pedazos, y cada pedazo, esparcido
junto a la tapia de un cementerio sacro
con la fachada pintada de rosa y blanco.
Cuarenta años ocultos bajo palio.
Cuarenta años con la Iglesia restando.
Treinta años para exhumar sin honores
los restos de un cobarde con una guadaña
por guante y una tumba benedictina
donde siempre ponen flores frescas
y oraciones con el brazo en alto.
¡Basta ya! ¡Fuera Franco!
Que saquen sus huesos de cuelgamuros
y los bajen lo más cerca posible
del núcleo de la corteza terrestre.
¡Viva Franco!
dirían Pablo Casado, VOX,
y muchos militares de rancio abolengo
y muy alto grado. Que viva, sí, pero
en los libros de texto, para dejar constancia
de la barbarie perpetrada bajo
la atenta mirada de una cruz gigante
construida sobre cimientos
que chorrean sangre inocente. Sangre
de hermanos condenados a morir en la cruz,
con el visto bueno de un clero para quien
el genocidio patrio, cuán venganza,
fue para liderar una cruzada. Así es.
Pero una cruzada constitucional
para liberar al pueblo de las flechas
y el yugo espiritual que llenaba la panza
de un Sancho revestido a la moda,
como el Cardenal Gomá.
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