A cien días de la instalación de Dina Boluarte en la presidencia, la derecha y los grandes grupos económicos concentran cada vez más poder. Pero estos cien días también han sido los de la más importante movilización popular de las últimas décadas, por lo que el desenlace de la crisis política peruana sigue abierto.
Han transcurrido 100 días desde que Dina Boluarte se instaló en Palacio de gobierno peruano. Tras conspirar con los partidos que perdieron las elecciones y aliarse a los grupos de poder económico, la primera dictadora de la historia es la cara legal de la coalición restauradora que busca retomar el poder (y no soltarlo). Cuenta con el Ejecutivo para festinar recursos, la Fiscalía y el Poder Judicial para criminalizar y garantizar impunidad, el Ejército y la Policía para reprimir y el Congreso para bloquear el adelanto de elecciones. El sueño de la derecha peruana de copar todos los poderes, igual que en los noventa, amenaza peligrosamente con hacerse realidad.
Son cien días también de la más importante movilización popular de los últimos cincuenta años. Prácticamente el mismo día que Boluarte se enfundaba la banda presidencial, cientos de miles de peruanos de los sectores más empobrecidos irrumpieron en plazas, calles y carreteras. El estallido, que se extendió por todo el país y con particular fuerza en el sur andino, sorprendió por su masividad y cohesión en su plataforma: renuncia de Dina Boluarte, cierre del Congreso, nueva Constitución y libertad para Castillo. La brutalidad de la represión, con más de sesenta personas asesinadas y cientos de heridos y detenidos no ha morigerado la indignación. Si bien la intensidad de las protestas varía, la población continúa resistiendo.
Vivimos un escenario complejo: los sectores conservadores, empeñados en mantener el poder, parecen llevar la ofensiva; pero los sectores populares no se rinden, aguantan los golpes y superan a las «vanguardias partidarias» con inédita conciencia política. Para comprender cabalmente el escenario y atisbar posibles soluciones a la profunda crisis, es necesario analizar cómo se organiza esta ofensiva conservadora y qué posibilidades tiene la resistencia popular de lograr una salida democrática. Porque si hay algo claro en este complejo escenario peruano, a cien días de la asunción de Boluarte y pese a la feroz represión desatada sobre los manifestantes, es que la disputa todavía sigue abierta.
La ofensiva restituyente: salvar (otra vez) al modelo
El régimen que tiene a Dina Boluarte como careta legal llegó para quedarse y cumplir un objetivo prioritario: rescatar el decadente modelo neoliberal amparado en la moribunda Constitución de 1993. Hoy, los poderes Ejecutivo, Legislativo, las Fuerzas Armadas y Policiales, los grupos de poder económico, la fiscalía y los medios de comunicación coinciden en la tarea de recuperar el «modelo»: esa forma profundamente desigual de organizar la economía, la política y la sociedad que subordina el Estado al mercado, que deja a la ciudadanía desprotegida y permite el saqueo de los recursos de la nación mientras beneficia a transnacionales y élites minoritarias.
Ya en 2001 la caída del fujimorismo había puesto en riesgo la continuidad del modelo, pero los grupos de poder contuvieron la situación deshaciéndose de Alberto Fujimori y manteniendo el andamiaje económico e institucional plasmado en la Constitución de 1993. Hoy el desafío es más complejo: desde 2016 el sistema político se cae a pedazos y la economía, luego de la pandemia, no termina de recuperarse. Para complicar la situación, los sectores más excluidos asumieron una politización antisistema y se movilizan exigiendo la renuncia de Boluarte y el cierre del Congreso. Además, la demanda de una Asamblea Constituyente para escribir una nueva Constitución se torna mayoritaria.
La ofensiva restituyente ha demostrado estar dispuesta a todo. Respondió con brutalidad represiva, disparando directamente contra los manifestantes, como lo confirman varios informes internacionales. Más de sesenta asesinados, la mayoría de origen indígena, cientos de heridos y la eliminación del derecho a la protesta evidencian la determinación del régimen para imponerse a sangre y fuego. A la par, despliega la estrategia criminalizadora de la mano de una fiscalía muy activa para incriminar a dirigentes sociales por «organización criminal» o terrorismo. El caso de la profesora Yanet Navarro, presa bajo la acusación de financiar las protestas por tener 350 dólares en la mochila al momento de ser detenida, es de los más representativos.
No se trata solo de retomar el poder: también buscan asegurarse de no perderlo. Para ello, el Congreso de mayoría derechista pretende intervenir los organismos electorales, a quienes acusó falsamente de orquestar un fraude en 2021. A la par, buscan inhabilitar opositores políticos, como el expremier Aníbal Torres y otros ministros de Pedro Castillo, con el fin de eliminarlos de carrera electoral. También persiguen el control total del sistema judicial, pues los titulares de las instituciones que elegirán a la nueva Junta Nacional de Justicia tienen vínculos con los partidos que controlan Parlamento. Por si fuera poco, congresistas de todas las bancadas archivaron la propuesta de adelanto de elecciones y, pese a tener 6% de aprobación ciudadana, pretenden quedarse hasta 2026.
Pese a todo, el régimen no tiene todas las de ganar. Hay tres factores clave que le juegan en contra: en primer lugar, la enorme falta de legitimidad y el gran rechazo ciudadano hacia la presidenta, sus ministros, los congresistas y la fiscal. Allí donde van son repudiados, y la protesta social, que no ha cedido el sur andino, puede activarse nuevamente en dimensión nacional. En segundo lugar, la gestión económica: desde enero se registra una caída en el crecimiento, sin visos de recuperación en el corto plazo, que coincide con las alertas de la Calificadora de riesgo Fitch. La inestabilidad política y la emergencia climática por el ciclón Yaku impactan negativamente en la tan cuidada macroeconomía y afectarán también los bolsillos de las personas.
En tercer lugar se cuentan las propias contradicciones del bloque en el poder. Aunque sus miembros coincidan en el gran objetivo de permanecer en el gobierno y rescatar el modelo, la coalición restituyente no es un bloque homogéneo. Dina Bolaurte apenas si tiene un ministro de confianza, no tiene bancada parlamentaria ni grupo político propio y fácilmente puede ser expectorada por los partidos que hoy la sostienen. Los grupos de derecha también tienen sus pugnas, y no cuentan con un candidato de consenso: los intereses individuales y la escasa confianza los debilita. En el ámbito internacional, finalmente, Boluarte solo ha conseguido el apoyo de Ecuador, y enfrenta una férrea oposición por parte de México y Colombia, lo que configura un aislamiento regional que intenta suplir con el respaldo de Estados Unidos, que aún la sostiene.
Luces y sombras en el campo popular
Ya son cien días de resistencia popular al régimen de Dina Boluarte y sus aliados. Al día siguiente de su juramentación como presidenta tras conspirar y traicionar a Castillo, las movilizaciones se desplegaron en todo el país con una masividad y determinación sorprendente. La plataforma no ha variado, y tampoco ha sido atendida: renuncia de Boluarte, cierre del Congreso, nueva Constitución y libertad a Pedro Castillo.
Si hasta hace poco los conflictos en el país eran básicamente sectoriales y no significaban un cuestionamiento explícito al modelo neoliberal, hoy las protestas tienen un carácter netamente político y una postura antisistema. Cuestionan la democracia secuestrada por las élites y se oponen a un modelo económico que posterga a las mayorías generando gran desigualdad. Pero esta vez los manifestantes van más allá: impugnan también los fundamentos mismos de la nación peruana, construida sobre la exclusión de los pueblos indígenas, el centralismo limeño y el entreguismo de las élites. En las marchas es habitual escuchar la consigna «No es el 7 de diciembre, son 200 años», ver ondear la wiphala u oír los discursos de los dirigentes en quechua o aimara.
Vale resaltar que los sectores populares aceleraron la politización antagonista durante el gobierno de Castillo rechazando el odio clasista y racista en su contra, y hoy el estallido les permite avanzar en clave afirmativa. En tal sentido, la demanda de una nueva Constitución escrita por una Asamblea Constituyente cobra centralidad. Asistimos a un proceso de deliberación colectivo que discute por qué urge una nueva Constitución y quién debe escribirla. Se plantea así que sean los pueblos indígenas y líderes sociales quienes participen de su formulación y no solo los partidos y los grupos ilustrados. La nueva Constitución es percibida como una herramienta para refundar República, un nuevo pacto social para superar la inestabilidad política y acordar un nuevo modelo de Estado y economía: una carta de convivencia que incluya a todos los pueblos del Perú.
Las protestas han tenido intensidades diferentes y escenarios variados. Entre los meses de diciembre y enero, el estallido fue masivo y tuvo su epicentro en el sur y los andes. Cientos de miles tomaron plazas, calles, carreteras y aeropuertos en Cusco, Puno, Ayacucho, Huancavelica, Apurímac, Ica o Arequipa. El último mes las movilizaciones se desplazaron a ciudades como Lima, donde miles de provincianos llegaron para hacerse escuchar. En provincias como Juliaca, Abancay o provincias altas de Cusco las comunidades mantienen la protesta y paralizaciones.
A diferencia de lo que ocurría en los 90, cuando protestaban principalmente sectores medios urbanos, la de hoy es una movilización eminentemente popular, rural e indígena. Son las comunidades campesinas e indígenas las que deliberan y deciden las acciones a desarrollar, acompañadas de los Frentes de Defensa, que articulan a mototaxistas, vendedores de mercado, colectiveros e incluso pequeños y medianos empresarios que se solidarizan con los suyos. No es probable que la gente se resigne y no debería descartarse otra oleada de movilización nacional.
El campo popular ha sufrido duros golpes y tiene por delante un camino lleno de desafíos. En primer término, debe enfrentar todo el peso del aparato coercitivo: el régimen no escatima esfuerzos en disparar, gasear, reprimir, judicializar. A los más de 60 asesinados se suma más de dos mil heridos y 1800 detenidos con causas judiciales por terrorismo y organización criminal, y eso impacta y disuade a los manifestantes. También complica la fragmentación y la ausencia de liderazgos nacionales, una continuidad persistente que dificulta la articulación más allá del territorio inmediato e impide consolidar un espacio de coordinación político social de alcance nacional representativo de quienes protestan. Existe, además, una desconexión enorme entre los sectores movilizados y la izquierda realmente existente, en particular la que tiene bancada parlamentaria como Perú Libre.
Las izquierdas han sido sobrepasadas por un movimiento casi subterráneo que ya no quiere ser representado por los políticos de siempre y ve a los Congresistas aferrarse a sus curules y negar el adelanto de elecciones. Esta brecha debe cerrase conforme se acerque el momento electoral, algo que solo será posible si se advierte y valora el carácter nacional y popular del estallido y no se imponen consignas y liderazgos (como suele suceder). Los obstáculos que dificultan avanzar en objetivos comunes son importantes, pero más importante aún es la terca persistencia del pueblo. La disputa sigue abierta.
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