Tal como advirtió Amnistía Internacional, la reforma del código penal español del año 2015 mantiene una definición tan vaga e imprecisa del concepto «terrorismo» que «conductas que no tienen naturaleza terrorista podrían ser sancionadas de manera incompatible con las normas del derecho internacional».
Por Marià de Delàs | 24/04/2024
La ley de Amnistía tendría que hacer posible que miles de personas pudieran vivir con la tranquilidad de no ser perseguidas por haber ejercido derechos elementales. Ojalá sea así, pero en estos momentos las amenazas de detención y condena por este motivo persisten. Este es el motivo por el cual se pide solidaridad con quien está o puede ser encarcelado o se ve en la necesidad de defender su libertad desde el exilio.
La actividad cultural, la acción política, la difusión de información o los actos reivindicativos de mejoras sociales o de protesta pacífica en contra de la ultraderecha, de la represión por parte de los cuerpos policiales y la judicatura o de los disparates del poder económico nunca tendrían que poder ser objeto de castigo en una sociedad políticamente sana. Una gran parte de la cúpula judicial no comparte esta idea.
Aunque la medida de gracia, que está pendiente de aprobación definitiva en las Cortes españolas, pueda ser útil para un cierto número de víctimas de la represión, entre los perseguidos por los cuerpos de seguridad y por la judicatura abundan las dudas sobre su aplicación.
Según dijo el ministro de la Presidencia del Gobierno español, Félix Bolaños, solo 372 personas se podrán beneficiar de la ley que, previsiblemente, podría entrar en vigor a finales de mayo o principios de junio. Su efectividad, sin embargo, dependerá de jueces y magistrados que hoy toleran o avalan a algunos de sus colegas más significados, que utilizan el código penal y, concretamente, el delito de terrorismo para atentar contra la libertad de personas como el periodista de La Directa Jesús Rodríguez, el activista de Òmnium Cultural Oleguer Serra, el empresario Josep Campmajó, la secretaria general de ERC Marta Rovira, el expresidente de la Generalitat de Catalunya CarlesPuigdemont, el diputado de ERC Ruben Wagensberg y otras seis personas presuntamente implicadas en las movilizaciones delo que se conoció como ‘Tsunami Democràtic’.
Manifestaciones pacíficas de protesta contra sentencias condenatorias a gobernantes y representantes de organizaciones independentistas dictadas por el Tribunal Supremo.
Un Tribunal que no dudó tampoco en condenar a penas de cuatro años y nueve meses de prisión y a elevadas multas económicas a cuatro jóvenes de Zaragoza que en 2019 fueron detenidos aleatoriamente después de una manifestación de rechazo a la extrema derecha. A ellos y a dos menores de edad (‘Los 6 de Zaragoza’) les acusaron de desórdenes públicos agravados y de atentado contra la autoridad. Las condenas de prisión fueron dictadas y ratificadas sin más prueba que las declaraciones contradictorias de algunos agentes de policía y con ignorancia absoluta de las grabaciones y testimonios presentados por la defensa. Amnistía Internacional señaló este caso como una muestra del debilitamiento del derecho a la protesta. Ante la posibilidad de una inminente entrada a prisión, la plataforma que los apoya ha pedido el indulto del Ministerio de Justicia.
Otro joven, Daniel Gallardo, detenido a Madrid en 2019 durante las protestas posteriores a la notificación de las sentencias del Supremo contra gobernantes y dirigentes independentistas catalanes, fue condenado a cuatro años y seis meses de prisión. Actualmente se encuentra en situación de búsqueda y captura ordenada por la Audiencia Provincial de Madrid.
La causa abierta por la Audiencia Nacional contra doce activistas señalados por la Guardia Civil en la llamada «Operación Judas«, detenidos también en 2019 y acusados asimismo de terrorismo se encuentra llena de irregularidades.
Exilio es exilio
La derecha extrema y sus medios se refieren a los exiliados como «huidos de la justicia». Siempre han dado este tratamiento a quien no se resigna a ser privado de libertad por haber ejercido derechos democráticos. No sorprenden. Lo que cuesta entender es la actitud de quien hace bandera del «progresismo» y mira hacia otro lado o se niega a reconocer la condición de exiliado a quien hoy intenta mantener su libertad personal, además de la actividad política, cultural o profesional fuera del territorio de un Estado qué no ofrece garantías.
Algunos de los que durante estos últimos años se identifican insistentemente como «progresistas», y hacen evidente de este modo la renuncia a denominaciones asociadas a olvidados proyectos sociales emancipadores, ya reconocen ahora la existencia del actual exilio. Manifiestan, por ejemplo, su solidaridad con Jesús Rodríguez y ya no dicen que ha elegido «vivir en el extranjero». Ya no les sabe mal reconocer que las personas que se han visto forzadas a cruzar fronteras para garantizar sus derechos y su seguridad son «exiliadas». Hay que decir las cosas por su nombre. La palabra es «exilio» y tiene que servir para referirse a una realidad próxima y actual y no solo para personas de otros países o a otros momentos de la historia.
Tal como ha denunciado Òmnium Cultural «es el Estado quien exilia». El pasado 11 de abril lo hizo patente con una gran pancarta en inglés al aeropuerto de Barcelona: Dear visitor, remember that in Spain, Protesting is terrorism.
Hay que asumir que mientras no se produzcan cambios de calado en la coyuntura política y en la legislación, la judicatura reaccionaria podrá intervenir en la vida social y política con imputaciones del delito de terrorismo a cualquier persona que los pueda parecer que impugna el actual régimen.
Tal como advirtió Amnistía Internacional, la reforma del código penal español del año 2015 mantiene una definición tan vaga e imprecisa del concepto «terrorismo» que «conductas que no tienen naturaleza terrorista podrían ser sancionadas de manera incompatible con las normas del derecho internacional».
La reforma del 2022, que eliminó el delito de sedición, no entró a poner solución a la ambigüedad en la definición del terrorismo y creó un nuevo delito, «el de desórdenes públicos agravados», que también prevé altas condenas de prisión, pero lo que está planteado ahora en la Audiencia Nacional es una esperpéntica “investigación” según la cual existen «abundantes argumentos» que permiten calificar como delito de terrorismo lo que hicieron miles de manifestantes que se desplazaron hasta el aeropuerto del Prat el 14 de octubre del 2019.
Òmnium, que cuenta con más de 190.000 socios y desde que nació en 1961 ha sido víctima de represalias variadas (clausura, registros, incautaciones, encarcelamiento de su presidente…) considera que la acusación del delito de terrorismo a Oleguer Serra y al resto de investigados por las protestas del ‘Tsunami’ responde a una lógica histórica “constante, sistémica y estructural: perseguir a todos aquellos que defienden los derechos civiles, políticos y nacionales de Catalunya”.
La imputación a Jesús Rodríguez del delito de terrorismo se explica por esta misma voluntad, pero también por un ánimo de revancha contra quien, en el ejercicio de la profesión periodística, ha investigado e informado sobre infiltraciones policiales en movimientos sociales e, incluso, en ámbitos familiares.
Hay que denunciar el compadreo del poder judicial con la extrema derecha y poner en evidencia que la persecución contra Jesús Rodríguez representa un ataque directo contra el derecho a la información y contra toda la profesión periodística. Tal como señala el Grupo de Apoyo al periodista de La Directa, con la utilización sesgada de la figura delictiva de terrorismo lo que se pretende es «criminalizar a una sociedad en movimiento, de castigar a una sociedad por ejercer el derecho a definirse en sí misma».
Ley mordaza
Cuerpos policiales y jueces inclinados a intervenir en la vida política se ocupan de desalentar la ciudadanía en el ejercicio de los derechos fundamentales legítimos. Lo hacen con ‘investigaciones’ sesgadas e imputan delitos con connotaciones claramente ideológicas, pero también con la utilización de una ley que otorga poderes discrecionales a agentes de policía y a la Guardia Civil para que puedan sancionar impunemente conductas cívicas y restringir libertades. Las fuerzas que han apoyado a los ejecutivos ‘progresistas’ se comprometieron a derogar o reformar esta norma, pero sigue en vigor y conviene que los demócratas se pregunten tanto por el motivo del mantenimiento de la ‘mordaza’ como por lo que tiene que hacer la ciudadanía para hacer respetar su derecho a la protesta.
Este artículo fue publicado originalmente en Viento Sur.
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