Delante de ella, seguí recitando, con la una máscara a modo de peto de granito, con el aliento a la espera de algún gesto suyo, sin que me atreviera a mirarla por miedo a interrumpir lo crecedero de sus esferas de pequeña Safo.
Por José Miguel Gándara | 11/08/2024
“Inmortal Afrodita, la de polícromo tono/hija de Zeus, urdidora de engaños, te lo ruego/no me oprimas con penas ni con fatigas/Señora, el ánimo (…..) ¿Quién es, oh Safo, la que te agravia? /Que si te huye, no tardará en seguirte;(…..) si no te ama, no tardará en amarte/mal que le pese”.
Safo
A María, la poeta desconocida, la enigmática….
Ayer mismo, de espaldas a la sangre verde y difusa del Campo Grande, – donde nos podemos encontrar el erguido y poetizado busto de Rabindranat Tagore o a un Miguel Delibes estatuario y de espaldas encorvadas, como no queriendo que interrumpieran su mirada de salitre castellano, casi siempre perdida en el vacío, doy fe de ello-, recité mis poemas, sofocando tosos los magnicidios de los que fui capaz y gritando loas salvíficas por doquier, salientes palabras de poeta que se encoge ante el misterio de las umbrías que le rodean.
Hasta que me di cuenta que unos metros a la izquierda de la conciencia de filigrana, del endeble folio que se desplomaba entre mis manos, se encontaba María fisgando por entre las pequeñas rendijas del espacio y las materias oscuras, silente sobre una silla plastificada, de un negro iniciador, tramoya de tantas vidas inconclusas.
Los nervios me apresaron, ya que ella, en su menudez espiritual, me recuerda a Safo, sus cabellos golfillos, suplicantes, signatarios de una promesa de amor que a nadie le ha sido revelada y que yo sigo esperando.
Formulé entonces preguntas insolventes, como punciones contra lo oculto, ¿a quién amará si es que alguna vez ha amado a alguien?, ¿seria posible pesquisar en su corazón algún indicio neoplatónico, aunque fuera un pequeño manifiesto de puesta en pie, de pequeña poeta, de griega incertidumbre, de indagación, de averiguación del meollo de la vida?.
Delante de ella, seguí recitando, con la una máscara a modo de peto de granito, con el aliento a la espera de algún gesto suyo, sin que me atreviera a mirarla por miedo a interrumpir lo crecedero de sus esferas de pequeña Safo, mi admirada poeta de ojos de angiograma, enamorada de epitafios que necesitan ser resueltos, como el de Jonh Keats “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”.
Yo no sé como describirla, su mirada de verso yámbico se cruza con la mía, debe de creer que soy un poeta maldito a punto de ser ejecutado por los poderes pragmáticos que dominan nuestro mundo y, que por eso, repudiaré a la vanguardia, al rap y al rapsoda con una de mis mejores píldoras perjuras. Pero se equivoca, y lo que ella no sabe es que la contemplo con susurros amotinados, como a una desasosegada Safo, pequeño cuerpo de hidrocarburo, una amante despojada del pigmento de la servidumbre, al borde de lo tenaz, de un firme filamento de luz, de un obstinado contrapeso entre la existencia y una de esas muertes que acarician sin descanso.
Ella sigue observando, escucha e indaga en los rebordes de mis palabras, ostenta un pequeño lápiz entre la comisura de sus labios, se resiste y porfía por permanecer ahí, elevada sobre esa silla de carburante, sáfica, benigna, extraña, con una belleza atrincherada y entre la muchedumbre, una nueva Jane Austen turbiosa, orgullosa, con puntadas de diosa del Peloponeso asomando a su boca.
Lo crístico de mis versos la alimentan, se implican con ella, la extreman y la aman con apósitos de salvación. Eso es, lo menos, lo que yo desearía. Sí, tu eres María, la pequeña Safo, eres su viva reencarnación y yo te conmino a que dejes atrás a esos estúpidos burgueses de vidas venecianas, a la pequeña burguesía, a sus constantes y funerales grises y que en un arrebato te escapes conmigo y te conviertas e la verdadera Safo, en la griega, en la clásica, en la amante perpetua de todas las bellezas perdurables de este puñetero mundo, en Safo.
Se el primero en comentar