Patria y desmemoria

Por Daniel Seixo

«Es el tributo que se paga para vivir con tranquilidad en el país de los callados.”

Fernando Aramburu

«Hacer la paz, he encontrado, es mucho más difícil que hacer la guerra.»

Gerry Adams

José Pardines Arcay, Jorge Juan García Carneiro, José Lasa Arostigui, José Ignacio Zabala, Javier Pérez Arenaza, Miriam Barrera Alcaraz, José Ramón Domínguez Burillo, María Doleres González Catarain, Luis Isasa Lasa, Jesús María Basáñez, Miguel Ángel Blanco Garrido, Silvia Martínez Santiago, Xabier Galdeano, Lucía Urigoitia, José Ramón Goikoetxea Galparsoro, Josu Muguruza, Miguel Isaías Carrasco… Arnaldo Otegi Mondragon. Jean-Serge Nérin, Carlos Sáenz de Tejada y Diego Salvá.

2472 atentados, 849 víctimas mortales y numerosos casos de tortura, víctimas colaterales entre la población civil y asesinatos extrajudiciales fruto del terrorismo de estado. Hablar del conflicto vasco sigue significando a día de hoy reabrir una profunda herida en el corazón y la razón de nuestra sociedad, una presente llaga difícilmente superable pese al proceso iniciado el 8 abril de 2017 por el movimiento terrorista vasco Euskadi Ta Askatasuna (País Vasco y Libertad) para encarar su total disolución, poniendo fin de ese modo a décadas de dolor, miedo y el uso desmedido de la fuerza y las armas como único «diálogo» político posible.

Todavía a día de hoy, la sinrazón y la barbarie retruenan en muchas de nuestras calles si uno logra afinar lo suficiente el oído, nombres como Fernando Múgica, Enrique Casas, Ernest Lluch o Miguel Ángel Blanco nos recuerdan el sinsentido de unos tiempos en los que la voz del «diferente», el sonido de la verdad y el rumor de la democracia eran acallados ante el aturdidor ruido de las bombas y el silencio impuesto por el tiro en la nuca. Tiempos de extremos, complicidades silenciosas con la muerte y dedos cobardes siempre agazapados en el gatillo de aquellos a los que les sobraba rencor y les faltaba razón. No nos equivoquemos, ni la sangre derramada durante los peores años de plomo valió la pena, ni tampoco ninguna de las vidas perdidas tuvo tras su muerte una causa justa. Aquellos años carecieron de todo sentido, no puede encontrarse en aquellos que riegan de sangre de inocentes una tierra que dicen amar, ni entre quienes usan esa misma moneda desde las instituciones de un estado opresor y profundamente fascista pese a su fino barniz democrático.

Flaco favor le hace Fernando Aramburu a la adaptación de su novela y a la sociedad española y vasca cediendo a la amenaza de la cultura de la cancelación y al burdo chantaje de personajes como Iñaki Oyarzábal

Costó demasiadas décadas erradicar de la política y la sociedad vasca el germen de la venganza y el rencor, ese parasito silencioso que se deposita en las entrañas de una sociedad y la va carcomiendo lentamente sin que nadie parezca dispuesto a hacer nada por poner fin a ese agónico proceso. A cada atentado terrorista le siguieron realidades sociales como Bateragune o judiciales como el caso Txapartegi, todo ello mientras que políticas como la dispersión de presos profundizaron en amplios castigos sociales ajenos a cualquier lógica legal o democrática. Mentiríamos si negásemos el continuo uso de artificios legales para lograr privar a los presos etarras de los principios tendentes a la unificación del derecho en la Unión Europea o si pese a las continuas sentencias que lo avalan, fuésemos incapaces de asumir como un profundo error las continuas trabas a la participación política de los representantes de la izquierda abertzale en los procesos democráticos de nuestro estado. Nadie en nuestros días pretende –o debería pretender– entrar en una estúpida e innecesaria competición acerca del dolor causado con la intención de retorcer la memoria de un relato todavía lacerante. No, no se trata de eso, pero para lograr conocer la verdad, debemos abrir los ojos a toda nuestra historia de cara a poder enterrar definitivamente el dolor, el miedo y la sin razón.

Es por ello que carece de todo sentido sumarse a incultas y absurdas campañas de boicot contra la serie española «Patria», como carece también de todo sentido escandalizarse cuando un cartel en nuestras calles nos obliga a abrir los ojos y reconocer que la realidad tras ETA y el dolor causado por el conflicto vasco, no solo tuvo un bando. Ni resulta aceptable o comprensible justificar el terrorismo etarra, ni del mismo modo resulta lógico o asumible silenciar y pretender soterrar los crímenes de estado, las torturas y las continuas violaciones de los DDHH cometidas por el estado español en su combate contra el terrorismo, y en más ocasiones de las recordadas, contra todo aquello que pudiese suponer una amenaza política en Euskadi.

Flaco favor le hace Fernando Aramburu a la adaptación de su novela y a la sociedad española y vasca cediendo a la amenaza de la cultura de la cancelación y al burdo chantaje de personajes como Iñaki Oyarzábal, arietes mediáticos de un cínico partido que sin embargo no dudó a la hora de hablar del Movimiento de Liberación Nacional Vasco, modular sus discursos o tomar asiento en primitivas negociaciones ante los asesinos prometiendo «generosidad, mano tendida y espíritu abierto». Es esta misma casta política la que estirando lo máximo posible el rédito electoral del miedo y negándole al estado español y a la sociedad vasca la posibilidad de cerrar un proceso de paz, que desde Madrid hace tiempo vienen ignorando sin que nadie a día de hoy se pueda explicar las razones ocultas en tal disparate, pretende perpetuar el oscurantismo acerca de aquellos años. Vivimos incomprensiblemente secuestrados por un estado de derecho que se niega abiertamente a constatar el fin de una de las etapas más oscuras de su historia reciente.

Todavía a día de hoy, la sinrazón y la barbarie retruenan en muchas de nuestras calles si uno logra afinar lo suficiente el oído

Solo a través de esta demencia compartida socialmente y sostenida por las instituciones, se puede explicar el caso de siete jóvenes de la localidad Navarra de Alasasua encarcelados largo tiempo bajo la acusación de terrorismo por una pelea de bar, las recurrentes algaradas políticas con fantasmas del pasado utilizados como arma arrojadiza en la sede parlamentaria o el escándalo y la sordidez intelectual como respuesta ante un cartel promocional, que ante todo muestra la realidad de un conflicto y de parte de nuestra historia. Asegura la experiencia que las sociedades que pretenden ocultar su pasado suelen estar condenadas a repetirlo, un vaticinio que en el caso del estado español se torna sentencia ante lo abultado de una alfombra con demasiado dolor, muerte y silencio. Por ello, y no por otro motivo, deberían ustedes dejar de lado sus finas pieles y comenzar a mirar a la cara a nuestra historia. Tras eso, afortunadamente, podrán opinar en libertad y sin miedo al sonido ensordecedor del gatillo. Al menos por ahora. Al menos, mientras no olvidemos a lo que nos puede llevar la sin razón.

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