¿Para qué sirve una huelga? Pactismo, compromiso y revolución

Fundar la práctica política y sindical en el reformismo pactista o en el radicalismo infantil son dos riesgos que solo puede permitirse a coste cero quien no se juega en las batallas de hoy su futuro como clase.

Por Marina Lapuente.

Aunque venimos arrastrando un clima de quietud social y desmovilización política, en el que cuajan distintas regresiones de derechos que hemos sufrido en la última década, recientemente comenzamos a asistir a algunos acontecimientos que resquebrajan el silencio y la confianza en el pacto social con el que legitima el actual gobierno sus políticas. Conflictos obreros y estudiantiles en distintos frentes permiten que podamos ir pensando en articular un contraataque que los comunistas vemos necesario en la entrada a la fase más profunda de la crisis económica que se abrió en 2020.

Entre las formas de movilización y conflictividad, la huelga es una herramienta que siempre se ha demostrado particularmente poderosa y que recientemente ha sido objeto de ciertas polémicas, con ocasión del conflicto del metal de Cádiz. Al margen lo ocurrido en este conflicto, el pactismo que se practica hasta el vicio en determinadas estructuras sindicales, y las cansinas acusaciones de traición a todo compromiso que se tome por parte de los trabajadores organizados, son dos elementos que acompañan desde hace tiempo al sindicalismo y a los que los comunistas creemos que merece la pena prestar atención.

La huelga es una herramienta de lucha que se diseminó ya en los primeros andares del movimiento obrero tras la revolución industrial. Marx y Engels las consideraron expresiones fundamentales del despertar de una clase que comenzaba a protagonizar conflictos, por aquel momento, aislados, defensivos contra los abusos más aberrantes o por mejoras parciales e inmediatas; el despertar de un proletariado todavía sin conciencia política de sí mismo. A lo largo de las décadas y llegando hasta nuestros días, la huelga se ha demostrado un eficiente mecanismo de lucha y de presión; una herramienta con mucho potencial simbólico, que da a la clase obrera una visión subjetiva de su fuerza como clase. En una huelga, la clase obrera se puede reconocer fácilmente en su carácter de productora, y de fuerza transformadora, constatando su poder al parar la producción.

La huelga, con esa utilidad en el conflicto económico, no solo sirve para las reivindicaciones económicas inmediatas que una plantilla en conflicto pueda estar peleando, sino que también puede insertarse en una estrategia política revolucionaria. Pero ni para este fin, ni para el puramente económico, valen consideraciones mecanicistas que salen de cuando en cuando a relucir. Por ir a uno de los momentos de confusión más recientes, lo cierto es que la revolución no sale de una huelga cualquiera, y todavía menos, aunque hay quien parece que lo esperaba, de un conflicto sectorial provincial, en un contexto de desmovilización y desorganización de la clase en el panorama estatal. 

Algunas tendencias políticas que actúan en el sindicalismo no tienen esto tan claro y prefieren forzar para alargar conflictos por encima de las posibilidades. ¿Qué se consigue de querer alargar una huelga por encima de lo que permite el grado de organización de la clase, sobredimensionando incluso las posibilidades de conectar con una eventual estrategia revolucionaria? Quemar a los trabajadores y debilitar su capacidad de negociar desde una posición de fuerza e imponer mejores acuerdos. Renunciar a mejoras, aumentar víctimas innecesarias de la represión, sembrar desesperanza y desconfianza hacia la lucha.

Estos grupos son los que basan su radicalidad y su supuesto carácter revolucionario en una oposición por principio y frontal a todo tipo de compromiso u acuerdo, incluso en huelgas convocadas con ocasión de la negociación de convenios de poco alcance. Da la sensación, escuchando discursos que se dan una vez se han firmado algunos acuerdos, y siendo indiferente que estos hayan sido ratificados por el conjunto de los trabajadores afectados, de que existen fórmulas fijas para afrontar luchas por convenios sectoriales. Parece que solo la conocen unos “Elegidos” y, no se sabe si por ignorantes o por traidores, no la quieren usar nunca la mayoría de trabajadores. Y desarrollando ciertos planteamientos, da la impresión también de que existen soluciones justas o convenios justos con los que se podría cerrar una lucha sectorial. ¿Es esto así? 

Esclarezcamos qué es un convenio. La definición legal actual es parte de un marco jurídico construido a partir de la ficción de que es posible conciliar los intereses de la clase obrera y la clase capitalista, y plantea el convenio como una herramienta de acuerdo para garantizar la paz social, que ambas clases negocian en pie de igualdad. Si damos una definición desde el marxismo, un convenio es algo así como la expresión de un equilibrio de fuerzas puntual, dentro de unas relaciones laborales donde se enfrentan los intereses contrapuestos de dos clases sociales: la que posee los medios de producción y la que vende su fuerza de trabajo. 

Estas relaciones de clase, aparte de conflictivas por esos intereses contradictorios, son dinámicas y no estáticas; así que el equilibrio de fuerzas expresado en un acuerdo de convenio enseguida tiene algo de “falso”, por ser una concreción muy puntual. La verdad es que no solo no existen, sino que no se pueden enunciar, fórmulas mágicas omnivalentes para estos conflictos. La manera de afrontarlos es mucho más flexible: el sindicalismo de clase puede utilizar los procesos negociadores de convenios para visibilizar esa contradicción de intereses, para abrir conflictos y movilizar a la clase obrera por mejoras de su situación, y aumentar con ello su grado de organización y su nivel de conciencia. Las huelgas o cualquier otro medio de presión sirven para pujar, en una partida cuyas posibilidades son limitadas y se circunscriben casi únicamente al terreno económico, de las mejoras inmediatas. Lo cual no puede decir que no puedan tener una inserción en la lucha política.

No sobra aclarar que tampoco se disipa la lucha de clases al tomar un acuerdo de convenio. Los trabajadores nunca “salimos ganando”, sino en términos muy relativos, dentro del marco de la explotación capitalista, que subsiste y es injusto de base: solo podemos aspirar a lo que llamamos victorias parciales. Podríamos decir que no hay un convenio justo desde el punto de vista marxista —en contra de las ficciones que se derivarían de otros planteamientos político-sindicales—, de la misma manera que podemos afirmar que no hay un “salario justo”. ¿O es que se puede asignar una categoría absoluta como la de justicia a un elemento como el salario, fundamento de las relaciones de explotación del capitalismo, basadas en la propiedad privada de los medios de producción? 

Las subidas salariales que se conquisten en los conflictos son acuerdos concretos en momentos concretos; un punto de equilibrio entre la plusvalía obtenida por el capitalista de la explotación de los trabajadores, y lo que estos consiguen arrancar mediante su lucha parcial. El “proceso de negociación” del convenio es una excusa, el escenario en el que se agudiza el conflicto de clase y el sindicalismo debe aprovechar no solo para arrancar mejoras, sino para inculcar nociones más amplias sobre la lucha de clases y la necesidad de organizarse como clase en un sentido político y sindical. Para eso sirven las huelgas y el sindicalismo desde un punto de vista político revolucionario: para aglutinar a la clase. Son un pegamento para ese proceso estratégico que llamamos “acumulación de fuerzas”.

La insuficiencia relativa de cualquier acuerdo permite a los elementos izquierdistas, los “antipacto”, situar la consigna de la traición y el anticompromiso en literalmente cualquier situación. Pero la dominación de clase no se subvierte con eslóganes estáticos, y el camino hacia la revolución tiene muchos pasos y son imbricados. En ese camino, que es dialéctico, hace falta aglutinar fuerzas, y para ello a veces hacen falta compromisos, también, y quizá especialmente, en la lucha sindical. 

Tampoco es que sea completamente indiferente el acuerdo al que se llegue en un conflicto económico sectorial. No existe un “convenio ideal”, pero sí que hay, y dan cuenta de ello décadas de experiencia del movimiento obrero y sindical, son compromisos útiles. Útiles para mejorar los niveles de vida de la clase, para fomentar la conciencia, para movilizar a los trabajadores y cohesionarlos. Con las herramientas del sindicalismo de clase, se deben intentar negociar convenios desde posiciones de fuerza, atendiendo a factores como el seguimiento y la implicación activa de las plantillas, su participación en la toma de decisiones, la búsqueda de lazos de solidaridad externa, la disposición de combatividad, etc. Es idóneo para el sindicalismo de clase y la estrategia revolucionaria un convenio que ha conquistado mejoras y ha demostrado la utilidad de la lucha; pero debe utilizarse para continuar, con la clase más cohesionada, en la senda de una batalla que también ha de darse en un plano político.

Y, si ningún convenio es justo, si todo salario es expresión de una injusta relación de explotación, ¿Qué legitima un compromiso? Muy sencillo: la propia clase, que no encontrará justicia absoluta en estas luchas parciales, pero que en la lucha de centro de trabajo y de sector, a través del sindicato, está aprendiendo a ser dueña de sus decisiones. No conquistará los medios de producción ni el poder político en el marco de una huelga, ni -dicho sea de paso- valiéndose únicamente del sindicato; pero sí que se empezará a encontrar a sí misma como clase, se identificará en la colectividad, descubrirá la validez de su organización para el combate. 

Hasta ahora hemos hecho referencia, sobre todo, a uno de esos dos elementos de riesgo que decimos que encontramos en el sindicalismo, que en general la tradición comunista llama izquierdismo. Pero no menos relevantes actualmente son las tendencias derechistas que advertimos en muchos círculos sindicales, asociada a una tendencia a las dinámicas pactistas en muchas estructuras. 

Merece la pena, no obstante, detenerse antes para hacer notar una distinción que podría pasarse por alto, y que en ocasiones creemos que lleva a confusión en la experiencia política diaria. No pueden entenderse bien las dinámicas político-sindicales actuales, ni el papel de una estrategia revolucionaria ante ellas, si no se distinguen la “toma de compromisos” parciales de la que hemos hablado en el artículo, como táctica que se puede permitir ser flexible en un trabajo estratégico regido por principios firmes; del “pactismo”, o renuncia sistemática a la lucha de la clase y confianza en algunos gestores del capital, que se asocia a la ficción de que a través de diálogo pacífico con representantes del capital y sin presiones se van a poder negociar mejoras “justas” para la clase.

El pactismo es una amenaza real hoy, de grandes dimensiones. Distintos factores que podrían ser objeto de largos análisis han llevado a una apatía política entre sectores de la población trabajadora, que se complementa con otros que hacen de su única práctica política la confianza en ciertos personajes que están renovando las caras del equipo de gestión del capitalismo español, si bien no sus esencias. Como de toda crisis, el capitalismo espera salir de esta remontando la tasa de ganancia a través de distintos ataques a nuestras condiciones de vida y trabajo. Son ya muchos los que van, pero quedan otros tantos, y es enorme, mucha más de la que nos pensamos, la responsabilidad que el movimiento obrero y sindical tiene ante este escenario. Es mucho lo que podemos ganar o perder, en cuanto a derechos, salario y nivel de organización, según elijamos confiar en nuevas caras del capitalismo español o reactivar y articular nuevas estructuras de lucha de clase.

Por poner el ejemplo de más actualidad, a una nueva propuesta de reforma laboral se le ha dado visto bueno desde unas cúpulas sindicales adormecidas que le bailan el agua al gobierno; e igual que ciertos elementos de este llamaron a los huelguistas de Cádiz a confiar en él y en el diálogo, así también hoy nos llaman al conjunto de la clase a confiar en el gobierno para esto.  Los comunistas insistiremos en que no es esta la salida para la clase obrera. Combatiremos el pactismo a la par que recordaremos que afrontar este escenario no consiste en encerrarse en círculos sectarios sin vocación de lucha de masas. Mantenerse al margen de los cauces principales donde se organiza la clase solo puede justificarse desde un reformismo reconocido, o desde una estrechez de miras que llevará a caer en el error, como tantas otras veces en la historia, de pensar que las transformaciones sociales pueden darse desde grupúsculos aislados. Fundar la práctica política y sindical en el reformismo pactista o en el radicalismo infantil son dos riesgos que solo puede permitirse a coste cero quien no se juega en las batallas de hoy su futuro como clase.

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