La inflación funciona en el mismo sentido que el paro. Lejos de ser «fallos del mercado», problemas exógenos o errores de gestión, constituyen las dos herramientas más potentes que el capital tiene a su disposición para someter a los trabajadores a las exigencias de la rentabilidad.
Por Mario del Rosal
Un nuevo-viejo fantasma parece recorrer las regiones centrales del capitalismo. Un fantasma que creíamos definitivamente vencido, pero que parece estar dispuesto a resurgir con fuerza. Un fantasma llamado inflación.
¿Pero la inflación no había dejado de ser un problema en Europa? ¿Acaso no se trataba de algo que sólo afectaba a la periferia, a los países indisciplinados, a las repúblicas bananeras? ¿Cómo es posible que vuelva a llamar a las puertas del «mundo libre»?
Pues sí, la inflación vuelve a los países centrales. En Estados Unidos, ya alcanza el 7,5% y la zona euro supera el 5%. En España está por encima del 6% e, incluso, en la austerísima, frugalísima y responsabilísima Alemania flirtean con preocupación con el 5%.
Pueden parecer cifras relativamente modestas, pero debemos recordar que prácticamente todos los Bancos Centrales de estos países se han fijado como límite un 2% de inflación, incluido el ínclito Banco Central Europeo (BCE). Es-tamos, por lo tanto, muy por encima de esos objetivos.
El debate sobre las causas últimas de este episodio inflacionario es complejo y enconado. ¿Se trata de una inflación causada por un shock de oferta o también de demanda? ¿Es coyuntural o puede devenir estructural? ¿Bastará con esperar a que se solucionen los problemas de producción y abastecimiento para que la cosa se resuelva sola o será imprescindible endurecer las políticas monetarias?
Aunque siempre es tentador (y, sin duda, legítimo) entrar en ese tipo de discusiones, hoy propongo romper la tensión superficial que caracteriza siempre a este tipo de fenómenos económicos para tratar de bucear en la búsqueda de sus raíces más profundas. Porque la inflación no es, como siempre parecen insinuar los voceros de la ortodoxia, un accidente exógeno o un fallo de gestión, sino un elemento consustancial al capitalismo, una herramienta tan útil y necesaria para la acumulación como lo es su alter ego: el paro.
Digámoslo con claridad: la inflación es un engranaje más de la lucha de clases que el capital utiliza sistemáticamente para doblegar al trabajo y lograr, de este modo, asegurar un grado suficiente de explotación. Y lo utiliza de dos formas alternativas que, en realidad, son mecanismos complementarios de la misma lógica: cuando hay inflación y cuando se lucha contra la inflación. En primer lugar, cuando aparece, la inflación es una formidable herramienta de desvalorización de la fuerza de trabajo. Y, en segundo lugar, cuando se lucha contra ella, las políticas económicas utilizadas pretenden, fundamentalmente, la desvalorización de la fuerza de trabajo.
Por lo tanto, ya sea por activa o por pasiva, por sus efectos o por los efectos de las estrategias que pretenden acabar con ella, la inflación funciona como un ariete contra la clase trabajadora.
La inflación como mecanismo de desvalorización de la fuerza de trabajo
No hace falta estudiar economía para saber que los asalariados somos los principales perjudicados por la inflación. Ya sea como trabajadores en activo, como desempleados, o como jubilados, nuestra capacidad de compra se verá afectada por la subida de los precios, puesto que los salarios (directos o diferidos) no suben ni al mismo tiempo ni en igual medida.
La cuestión radica en que la inflación, que suele definirse como la subida general de los precios, en realidad también puede concebirse como la caída del valor del dinero. Y esto no es baladí, porque los salarios, como cualquier otro precio en el mercado, se pagan con dinero. Una desvalorización del dinero con-duce, de esta manera, a una caída del salario real sin necesidad de tocar el salario nominal.
Podemos ganar lo mismo en euros o, incluso, un poco más, pero si los precios suben en mayor medida, entonces perdemos poder adquisitivo.
En un curioso arranque de sinceridad insospechada, Mankiw, quintaesencia de la ortodoxia neokeynesiana, lo plasma negro sobre blanco [1] :
Si no se pueden bajar los salarios nominales, la única forma de bajar los salarios reales es dejar que sea la inflación la que haga esa labor.
Aparentemente, la única forma de evitar esto sería mediante la indexación de los sueldos, que no sólo es una medida paliativa —ya que funciona a posteriori y muchas veces en un grado insuficiente—, sino que, además, ha sido sistemáticamente retirada de los convenios colectivos y de los contratos laborales. La cláusula de revisión salarial en función de la evolución de los precios ha pasado de ser un derecho general de los trabajadores a convertirse en un privilegio de unos pocos empleados con suerte[2].
Pero el problema es más grave. En realidad, lo que convencionalmente llamam0s «inflación» no es el ritmo al que suben los precios de las mercancías que conforman el valor de la fuerza de trabajo, sino la tasa de crecimiento del Índice de Precios al Consumo (IPC). Y ambas cosas son muy distintas porque el IPC incluye sólo algunos componentes del gasto del trabajador.
La omisión más evidente es la del precio de la vivienda, que es considerada como un bien de inversión, en lugar de un bien de consumo. De hecho, las autoridades no incorporan la evolución de este precio porque entienden que su subida, en lugar de suponer un encarecimiento de los bienes salario y, por lo tanto, un empobrecimiento de los asalariados, sirve para aumentar la riqueza patrimonial de los propietarios. El absurdo es tan completo que, cuando se produce una burbuja inmobiliaria, la economía convencional no registra un aumento de la inflación, sino una mejora de la riqueza de quienes tienen una vivienda en propiedad, independientemente de si la siguen pagando o no.
Es verdad que los alquileres sí se contabilizan a la hora de calcular el IPC, pero su dinámica de crecimiento adolece de una grave trampa para los inquilinos. Independientemente de cómo hayan evolucionado los arrendamientos el año anterior, la inmensa mayoría de los contratos de alquiler incluyen una cláusula de revisión en función del aumento del IPC general, de modo que los alquileres suben cada año lo mismo que la inflación. En este caso, y a diferencia de lo que comentábamos sobre los salarios, la inclusión de esta cláusula de revisión de la renta no depende de la cada vez más difícil negociación colectiva o de la capacidad de presión del trabajador frente al empresario, sino de la voluntad unilateral del propietario de la vivienda.
La lucha contra la inflación como estrategia de desvalorización de la fuerza de trabajo
Podemos suponer que, siendo la inflación tan dañina para la clase trabajadora, cualquier medida que las autoridades tomen para atajarla será en beneficio de los asalariados. Lamentablemente, es todo lo contrario.
El enfoque económico convencional entiende la inflación de tal manera que sólo considera dos posibles soluciones para acabar con ella: la monetaria y la salarial.
La solución monetaria se encuentra firmemente asentada en el imaginario de los Bancos Centrales y sus raíces se remontan a las teorías cuantitativas de Montesquieu o Hume, reactivadas y modernizadas a través de las tesis monetaristas de Milton Friedman y compañía. Un imaginario con ínfulas de ciencia que ha tenido su reflejo empírico en las políticas de todos los Bancos Centrales (con el BCE como alumno destacado) desde los tiempos del preclaro Paul Volcker, insigne gobernador de la Reserva Federal de los Estados Unidos bajo mandatos de Carter y Reagan. La idea básica es que la inflación es un fenómeno monetario y, por tanto, tiene que ver siempre con un exceso de dinero en circulación. Así pues, basta con reducir la oferta monetaria y/o encarecer el crédito mediante la subida de los tipos de interés para iniciar una tendencia a la moderación de precios. Esto, que es lo que se conoce como política monetaria restrictiva, significa, básicamente, que los Bancos Centrales entienden que es necesario e inevitable causar una recesión para domeñar la inflación.
Obviamente, la consecuencia fundamental de la recesión es el desempleo, lo que no solamente supone un doloroso drama para los trabajadores que pierden su medio de vida, sino para toda la clase obrera en general, puesto que facilita la represión salarial generalizada. Como diría cualquier economista de tres al cuarto: si aumenta el diferencial entre oferta y demanda en el mercado laboral, la dinámica espontánea conducirá a la reducción del salario.
Y si esa represión salarial impulsada por la recesión no es suficiente, entonces se recurre a la solución salarial. Esta solución se fundamenta en un supuesto básico: que los salarios son los culpables de la inflación. Y consideran que lo son por dos posibles razones complementarias.
Por un lado, los salarios pueden ser culpables porque su aumento haya provocado una subida de los costes de producción, de modo que las empresas se han visto obligadas a aumentar sus precios para salvaguardar sus beneficios. Es lo que se conoce como inflación de costes.
Y, por otro, los salarios pueden ser culpables porque su aumento haya generado un incremento del consumo de los trabajadores, lo que, según la ley de la oferta y la demanda, conducirá en el corto plazo a una subida de los precios. A esto lo llaman inflación de demanda.
Marx lo resume brevemente:
Pero, se dice, un mayor desembolso de capital dinerario variable […] significa que hay una masa mayor de medios dinerarios en manos de los obreros. De esto se deriva una mayor de-manda de mercancías por parte de aquellos. Una consecuencia ulterior es que los precios de las mercancías suben. O bien se sostiene: si aumenta el salario, los capitalistas aumentan los precios de su mercancía. En ambos casos, el ascenso general de los salarios trae aparejado el aumento general de los precios. Karl Marx.
En cualquiera de ambos casos, se entiende como algo evidente la necesidad de «moderar» los salarios para atemperar esa escalada de los precios a la que in-defectiblemente conducen.
Por supuesto, en ningún caso se pone en el punto de mira a las empresas, a pesar de que sean siempre las que, en última instancia, deciden subir o no los precios. Se supone que no pueden hacer otra cosa más que reaccionar ante este tipo de situaciones y que, en ninguna circunstancia, son responsables directas de la inflación.
Quienes piensan así harían bien en leer a quien probablemente sea uno de sus faros intelectuales: Adam Smith. Aunque apóstol del liberalismo y defensor del capitalismo, Smith también era honesto. Por eso Marx no lo consideraba un economista vulgar, sino un digno interlocutor.
En realidad, los beneficios elevados tienden a aumentar el precio de las cosas mucho más que los salarios elevados. […] Nuestros comerciantes e industriales se quejan mucho de los efectos perjudiciales de los altos salarios, porque suben los precios y por ello restringen la venta de sus bienes en el país y en el exterior. Nada dicen de los efectos dañinos de los beneficios elevados. Guardan silencio sobre las consecuencias perniciosas de sus propias ganancias. Sólo protestan ante las consecuencias de las ganancias de otros. Adam Smith, 1776: 151.
Aunque harían mucho mejor en leer a Sampedro, que aclara aún más la cuestión:
La inflación mana, en sus últimas fuentes, de la necesidad empresarial de defender sus beneficios ante las reivindicaciones de los trabajadores; y su manera de conseguirlo consiste en aceptar para ello una inflación moderada que, aunque también está afectando a las empresas, lo hace con más retraso que a los demás grupos. La empresa aumenta sus precios y, con ellos, salva su beneficio; y cuando las repercusiones vuelven a erosionarlo, repite la maniobra. Consigue así un margen que siempre flota relativamente por encima, aunque vaya subiendo constantemente. Esa subida es la inflación. Sampedro, 1976: 138.
Pero ¿y si, como ocurre actualmente, resulta palmario que los salarios no son culpables en ningún caso de la subida de los precios? Pues no importa, también se reprimirán. No porque sean responsables de nada, claro, sino para evitar que su subida puede generar una escalada ulterior de precios. Esto es, lo que los economistas convencionales llaman una espiral precios-salarios. ¡Qué más da que las reclamaciones de los trabajadores no sean más que la reacción lógica y legítima ante la inflación y que su único fin sea mantener, mal que bien, su poder adquisitivo! Lo esencial, de nuevo, es conseguir presionar sus salarios a la baja para tratar de mejorar la tasa de explotación, es decir, la extracción de plusvalor.
¿Para qué sirve la inflación?
Ya sea gracias a la inflación, en sí, o a las políticas que los gestores políticos del capitalismo ponen en marcha para evitarla, los perdedores somos siempre los mismos: la clase trabajadora.
De hecho, la inflación funciona en el mismo sentido que el paro. Lejos de ser «fallos del mercado», problemas exógenos o errores de gestión, constituyen las dos herramientas más potentes que el capital tiene a su disposición para someter a los trabajadores a las exigencias de la rentabilidad. Si el paro aumenta, caen o se estancan los salarios nominales. Si la inflación aumenta, caen o se estancan los salarios reales. Si se lucha contra el paro mediante las medidas habituales de «flexibilización», se precariza el empleo y, por ende, también se reprimen los salarios. Si se lucha contra la inflación, se hará atacando siempre a los salarios, ya sea por considerarlos culpables de lo que ocurre o de lo que podría ocurrir, con el fin de que crezcan por debajo de los precios.
En cualquiera de los cuatro casos, el objetivo final para el capital es el mismo: reducir en lo posible los salarios para conseguir una mayor tasa de plusvalor y, con ella, tratar de aumentar la tasa de ganancia. Por eso, podemos afirmar con rotundidad lo mismo que decía Sampedro (1976: 126), que «La inflación brota del conflicto entre capital y trabajo».
Así pues, la inflación, al igual que el desempleo, es una contradicción consustancial al modo de producción dominante y, por lo tanto, no admite solución en su seno. Por mucho que los reformistas de viejo o nuevo cuño pretendan con-vencernos de lo contrario, no hay forma de acabar definitivamente con ninguno de los dos que no pase, necesariamente, por la superación del capitalismo, cuya esencia irrenunciable fue, es y seguirá siendo la explotación.
[1] Mankiw, N.G. (2014, 8ª ed.): Macroeconomía, Barcelona, Antoni Bosch, p. 199.
Obras mencionadas:
Marx, Karl (1885). El capital (vol. III), Siglo XXI, 2016.
Sampedro, José Luis (1976): La inflación en versión completa, Madrid, Planeta, p. 126. [Reeditado en 1985 y 2012 bajo los títulos respectivos de La inflación: la prótesis del sistema y La inflación (al alcance de los ministros)]
Smith, Adam (1776): Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, Madrid: Alianza, 2008
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