Pájaros de verano, Las balas germinadas por el viento

La película nos habla de la ambición que sepulta culturas, que germina balas en el viento, que enmudece las voces sensatas, que empuja a pueblos enteros al abismo. 

Por Angelo Nero

Pocas escenas tan oníricas y sugerentes he visto en el cine latino como la que arranca esta película colombiana, en la que el viento va hinchando, como si fuese una vela, la tela roja que cubre a una joven de la etnia wayúu, Zaida (Natalia Reyes), mientras esta dibuja una coreografía sensual sobre la arena del desierto, el aliento cálido del aire entra en los pliegues de sus ropas coloridas, pura poesía en movimiento, cuando se une a la danza un joven semidesnudo, Rapayet (José Acosta), con movimientos primitivos y violentos, mientras una música ceremonial va creando una atmósfera dramática en la que ya intuimos que este baile nupcial es el inicio de toda una suerte de infortunios.

La película que dirige Ciro Guerra, al que descubrimos en la notable “El abrazo de la serpiente” (2015), junto a su productora Cristina Gallego, bebe de forma innegable de ese realismo mágico que descubrimos, entre otros, gracias a la pluma de García Márquez, aunque también tiene referencias más cercanas, como la serie “Narcos”, que nos descubrió, con toda su crudeza, la historia de Pablo Escobar y con ella la de un país que, desde entonces, vivió bajo la sombra del narcotráfico.

Como consecuencia de la primera escena, donde Rapayet se determina a casarse con la bella Zaida, se desencadena, quizás de un modo un tanto acelerado, su carrera como traficante de marihuana, en principio para pagar la dote que le pide la familia de la novia, aunque una vez descubiertas las ganancias que puede dejar ese negocio no dudará en crear una importante estructura delictiva, como la que existió en la realidad en Colombia en los años setenta, en torno al cultivo y tráfico de marihuana, el verdadero génesis de los imperios de la droga que colocarían al país en una difícil situación, dejando tras de sí una historia de violencia que competía con la que mantenía el estado contra la insurgencia comunista desde los años cincuenta.

El drama de los wayúu está estructurado en cinco cantos, y la coreografía se torna en una serie de danzas de muerte, donde la ambición de Rapayet y de los suyos va sepultando las formas de vida tradicionales de su etnia y su propia cultura, para ser asimilados por la vorágine capitalista, que devora a sus propios mentores, los atuendos distintivos del clan se uniforman con los de gusto occidental, los caballos son sustituidos por potentes todoterrenos, las armas primitivas utilizadas para la caza y para la defensa dejan paso a las pistolas y los fusiles automáticos destinados a su propio exterminio. Poco a poco el mundo que nos mostraron Rapayet y Zaira en la primera escena, conectado con la tierra y con sus ancestros, va desapareciendo, y solo aflora en los sueños que advierten de nuevas desgracias si no se corrige el rumbo de los pájaros de la guerra.

La película nos habla de la ambición que sepulta culturas, que germina balas en el viento, que enmudece las voces sensatas (entrañable el personaje de Peregrino, el palabrero), que empuja a pueblos enteros al abismo, que desata pasiones más fuertes que las de la carne y hace que brote la sangre. Con un lenguaje onírico que ofrece pinceladas de la historia del pueblo wayúu, habitantes de la árida Guajira colombiana, la película de Ciro Guerra nos habla ya en su título de esas aves migratorias, que llegan sin que apenas nos demos cuenta, y que desaparecen de la misma forma cuando finaliza el verano, una pulsión primitiva, que obliga a los pájaros a un viaje que sólo las balas pueden detener. Una fuerza misteriosa que, como muchas pasiones humanas, no se puede controlar, y que no se deja gobernar por nada ni por nadie, modificando la geografía y la historia.

Úrsula (Carmiña Martínez), la madre de Zaira, es otro de los personajes centrales de este drama, una verdadera matriarca, respetada por el clan por sus visiones, aunque incapaz de detener la deriva de destrucción que a la que les lleva la ambición, ya que, si en un principio parece la garante de las tradiciones de los wayúu, no duda en dejarlas a un lado para sumirse en una espiral de violencia que sabe que no podrá controlar. Los sueños ocupan un lugar especial en esta historia, como en la anterior película de Ciro Guerra, donde un botánico se adentraba en la selva en busca de una planta que enseñaba a soñar, acompañado por un indígena que había perdido la memoria. También en “Pájaros de verano” van abandonando los sueños, y estas derivan en pesadillas reales, y la memoria del pueblo queda en manos del errante que nos narra su desaparición.

Como ocurrió en aquella Colombia de la segunda mitad del siglo pasado, la desintegración cultural de muchos pueblos vino con el comercio de la droga, entonces la marihuana, después con la coca, que inició un abrupto cambio en las conductas sociales, con la llegada de un dinero fácil que trajo, a la larga, innumerables conflictos que terminaron con dinamitar las sociedades tribales. Una plaga como la de la langosta que aparece en el film, que viene sin avisar, y que deja a su paso un paisaje de desolación, una ruptura con el pasado, un territorio arrasado donde solo germinan las balas.

Dirección: Cristina Gallego y Ciro Guerra / Guión: María Camila Arias y Jacques Toulemonde Vidal / Música: Leonardo Heiblum / Fotografía: David Gallego / Montaje: Miguel Schverdfinger / Reparto: Carmiña Martínez, José Acosta, Natalia Reyes, Jhon Narváez, Greider Meza, José Vicente, Juan Bautista Martínez, Miguel Viera

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