Cuando la guerra estaba decidida y acabada, una semana después de las bombas atómicas, cientos de aviones estadounidenses regaron con otras decenas de miles de bombas diferentes ciudades de Japón dejando otro tendal de miles de víctimas prontas para el olvido.
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El número de Time del 13 de agosto de 1945 cita a Truman: “hace dieciséis horas un avión estadounidense lanzó una bomba sobre Hiroshima, una importante base del ejército japonés. Esa bomba tenía más poder que 20.000 toneladas de TNT… Es una bomba atómica. Es un beneficio del poder básico del universo; lo que se ha hecho es el mayor logro de la ciencia en su historia… […] ahora estamos preparados para destruir más rápida y completamente todas las empresas productivas que los japoneses tienen sobre su suelo… si no aceptan nuestros términos, pueden esperar otra lluvia de fuego, como nunca se ha visto en esta tierra”. En Londres, Winston Churchill también se refirió a estas proezas de la ciencia: “debemos orar para que este horror conduzca a la paz entre las naciones y que, en lugar de causar estragos inconmensurables en todo el mundo, se conviertan en la fuente perenne de la prosperidad mundial”.[i]
En su portada del 20 de agosto la misma revista recibía al lector con un gran disco rojo con fondo blanco y una X que tachaba el disco. No era la primera bomba atómica de la historia arrojada sobre una población de seres humanos sino el sol o la bandera de Japón. En la página 29, un artículo bajo el título de “Awful Responsability” (“Una responsabilidad terrible”) el presidente Truman trazaba las líneas de lo que iba a ser más tarde el pasado. Como un buen hombre de fe siempre que es colocado por Dios en el poder, Truman reconoció: “Le damos gracias a Dios porque esto haya llegado a nosotros antes que a nuestros enemigos. Y rezamos para que Él nos pueda guiar para usar esto según Su forma y Sus propósitos”.[ii] En la inversión semántica de sujeto-objeto, por “esto” se refiere a la bomba atómica que “nos ha llegado”; por “nuestros enemigos”, obviamente, se refiere Hitler e Hirohito; por “nosotros”, a nosotros, los protegidos de Dios.
En realidad, la barbarie de fuego había comenzado mucho antes. El general LeMay había sido el cerebro que planificó el bombardeo de varias ciudades de Japón, como Nagoya, Osaka, Yokohama y Kobe, entre febrero y mayo de 1945, tres meses antes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.
En la noche del 10 de marzo, LeMay ordenó arrojar sobre Tokio 1500 toneladas de explosivos desde 300 bombarderos B-29. 500.000 bombas llovieron desde la 1:30 hasta las 3:00 de la madrugada. 100.000 hombres, mujeres y niños murieron en pocas horas y un millón de otras personas quedaron gravemente heridas. Un precedente de las bombas de Napalm, unas gelatinas de fuego que se pegaban a las casas y a la carne humana fueron probadas con éxito. “Las mujeres corrían con sus bebés como antorchas de fuego en sus espaldas” recordará Nihei, una sobreviviente. “No me preocupa matar japoneses”, había dicho el general LeMay.
Cuando la guerra estaba decidida y acabada, una semana después de las bombas atómicas, cientos de aviones estadounidenses regaron con otras decenas de miles de bombas diferentes ciudades de Japón dejando otro tendal de miles de víctimas prontas para el olvido. El general Carl Spaatz, eufórico, propuso arrojar una tercera bomba atómica sobre Tokio. La propuesta no prosperó porque Tokio ya había sido reducida a escombros mucho tiempo atrás y sólo quedaba en los mapas como una ciudad importante.
El Japón imperial también había matado decenas de miles de chinos en bombardeos aéreos, pero no eran los chinos lo que importaban por entonces. De hecho, nunca importaron y hasta fueron prohibidos en Estados Unidos por la ley de 1882. El mismo general Curtis LeMay repetirá esta estrategia de masacre indiscriminada y a conveniente distancia en Corea del Norte y en Vietnam, las que dejarán millones de muertos civiles como si fuesen hormigas. Todo por una buena causa (libertad, democracias y derechos humanos).
Poco después de los incontables bombardeos sobre civiles inocentes e indefensos, el heroico general LeMay reconocería: “si hubiésemos perdido la guerra, yo hubiese sido condenado como criminal de guerra”. Por el contrario, al igual que el rey Leopoldo II de Bélgica y otros nazis de Hitelr promovidos a altos cargos de la OTAN, LeMay también fue condecorado múltiples veces por sus servicios a la civilización, entre las que se cuentan la Légion d’honneur, otrogada por Francia.
Nada nuevo. La narratura de los hechos no es sólo para consumo nacional. Se exporta. En el puerto de Shimoda, un busto del capitán Matthew Perry recuerda y recordará, por los siglos por venir, el lugar y la fecha en que el capitán americano liberó el comercio de Japón en el siglo XIX a fuerza de cañón e hizo posible la voluntad del dios de esos cristianos tan particulares. Un siglo después, en 1964, el mismo gobierno de Japón le otorgó la Orden del Sol Naciente al general Curtis LeMay por sus servicios a la civilización. ¿Cuál fue su aporte? El general LeMay innovó las tácticas militares durante la Segunda Guerra mundial bombardeando de forma indiscriminada media docena de grandes ciudades japonesas en 1945. Meses antes de las célebres bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, sólo en una noche murieron cien mil civiles en Tokio bajo una lluvia de otras bombas estadunidenses. LeMay reconoció: “No me molesta matar japoneses”.
Claro que no todo fue a su gusto. Años después, le recomendó al joven inexperiente, el presidente Kennedy, lanzar algunas bombas atómicas sobre La Habana como forma de prevenir un mal mayor. Kennedy no estuvo de acuerdo. Un par de décadas más tarde, en una de las primeras conversaciones sobre el tema Cuba, Alexander Haig, nuevo Secretario de Estado, le dijo al presidente Ronald Reagan: “Sólo deme la orden y convertiré esa isla de mierda en un estacionamiento vacío”.
En 1968, el general LeMay será el candidato a la vicepresidencia por el partido racista y segregacionista llamado Partido Independiente de Estados Unidos.
Si de algo no pecan los mayores criminales de la historia es en alguna forma de incoherencia. No de sus acciones con sus prédicas sino de sus acciones por un lado y de sus predicas por el otro. Sus víctimas también. Luego del mayor acto terrorista de la historia, los gobiernos de Japón no ahorrarán en pedidos de perdón por el crimen de haber sido bombardeados en todas las formas posibles y sin piedad.
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