La OTAN responde al diseño de un mapa de poder para Europa totalmente insostenible y criminal, únicamente destinado a mantener el dominio estadounidense sobre el viejo continente.
Por Daniel Seixo
Tras el disparo que poco antes de las cuatro de la tarde del 30 de abril de 1945 ponía punto y final al proyecto del III Reich alemán, haciendo resonar las estancias del Búnker de la Cancillería de Berlín con el sonido de la mortal acción de la Walther calibre 7,65 mm que arrebataba la vida al tirano Adolf Hitler, la bandera de la Unión Soviética encumbrada como símbolo de victoria sobre el Reichstag alemán, pasó inmediatamente a suponer para las democracias burguesas occidentales una señal de alerta, una amenaza largamente postergada y escasamente tolerada, que para los líderes políticos del bloque capitalista, como el Primer Ministro británico Winston Churchill, bien hubiese merecido el esfuerzo de continuar la guerra, extendiéndola inmisericordemente al territorio de quienes hasta ese momento habían sido sus aliados en el combate contra la bestia fascista que por aquel entonces apenas había dejado de respirar.
La denominada Operación Impensable, designó en aquel entonces el siniestro plan desarrollado por las Fuerzas Armadas Británicas al final de la Segunda Guerra Mundial, cuyo objetivo no era otro que el de expulsar a la URSS del territorio europeo que había logrado liberar en su avance frente al ejército nazi y lograr con ello «imponer a Rusia la voluntad de los Estados Unidos y el Imperio Británico». Desconociendo de este modo los acuerdos alcanzados durante la Conferencia de Yalta e ignorando de forma consciente los titánicos sacrificios realizados por todo el pueblo soviético y la lealtad mostrada durante largos años por el ejército comandado por Iósif Stalin, que sin duda alguna había soportado en gran medida el peso de los esfuerzos bélicos frente al III Reich, los políticos estadounidenses y británicos comenzaron a conspirar a lo largo de 1945 con la firme intención de llevar de nuevo la guerra a la parte más oriental posible de Europa, con el objetivo de frenar la influencia del comunismo en el viejo continente. Se llegó a contemplar, para el éxito de esta impensable tarea, el uso de más de 100.000 efectivos alemanes, pertenecientes a las tropas del Reich que recientemente habían sido capturadas en el esfuerzo por detener al nazismo. Pocos ejemplos podrán ilustrar de mejor modo el comodín que el fascismo ha supuesto siempre para las mal llamadas democracias burguesas frente a la amenaza del proletariado en armas.
Pese a que ese conflicto contra Moscú, que los Jefes del Estado Mayor de los países capitalistas definían como una guerra total, larga y posiblemente adversa, nunca llegó finalmente a tener lugar, el bloque de oposición a la potencial influencia y poder de las fuerzas socialistas sobre el viejo continente, no tardaría demasiado en dar sus frutos. El 4 de abril de 1949, como resultado del llamado Tratado de Washington, surgía la Organización del Tratado del Atlántico Norte, una alianza militar intergubernamental que si bien atendía supuestamente a los intereses de defensa colectiva de sus estados miembros frente a la agresión de una potencia extranjera, obviamente hundía sus verdaderas raíces en la convicción de las democracias burguesas a la hora de confrontar abiertamente a la URSS en suelo europeo.
Dejando a un lado la visión de un nuevo equilibrio mundial de la Organización de las Naciones Unidas y el posible marco de diálogo y debate de su Consejo de Seguridad, en el que los Estados Unidos nunca lograron aceptar el poder de veto soviético, los países fundadores de esta nueva alianza militar –Canadá, Francia, Bélgica, Italia, Dinamarca, Luxemburgo, Islandia, Noruega, Países Bajos, Portugal, Reino Unido y Estados Unidos– delineaban un nuevo eje de poder mundial con el que conseguían romper el equilibrio de fuerzas en suelo europeo y establecían claramente una nueva amenaza para una Unión Soviética, arrastrándola irremediablemente a responder seis años más tarde mediante la creación del Tratado de Amistad, Colaboración y Asistencia Mutua, más conocido como Pacto de Varsovia. Un acuerdo de cooperación militar que abarcaba a todos los países Socialistas del Bloque del Este –excepto Yugoslavia– y que pretendía de este modo llegar a contrarrestar la amenaza que suponía para ellos la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Si bien en la actualidad la OTAN asegura en diversos documentos internos y externos, tener un compromiso firme con la resolución pacífica de las controversias y sitúa como objetivos primordiales de la organización el poder garantizar la libertad y la seguridad de sus países miembros, por medios políticos y militares, así como promover valores democráticos, lo cierto es que a lo largo de su historia la Organización del Tratado del Atlántico Norte siempre se ha mostrado supeditada a los intereses y los designios de los mandos militares de Washington, anteponiendo sin razón alguna los intereses del imperialismo estadounidense no solo a los mínimos valores democráticos, sino incluso a los propios intereses estratégicos de la población europea.
Desde el sin sentido de situar a Europa como el principal tablero de una posible conflagración nuclear durante la denominada Guerra Fría, pasando por el aparentemente inacabado expansionismo militarista cara el Este, violando todos los acuerdos alcanzados con una Rusia momentáneamente incapacitada tras la caída del muro, la disolución del Pacto de Varsovia y el demencial desgobierno del más famoso alcohólico de Butka, hasta las intervenciones armadas en la República Federal de Yugoslavia, Afganistán o directamente el papel como protagonistas incendiarios en Ucrania, todas y cada una de las actuaciones de la OTAN han supuesto sin excepción un alto costo para Europa, sin que los beneficios se dibujen más allá de la eterna deuda contraída con Washington por sostener activamente y de forma prácticamente unilateral una organización militar dedicada aparentemente a solucionar problemas a los que Europa nunca tendría que enfrentarse si la propia OTAN no existiese.
Afortunadamente, para ilustrar lo que aquí expongo todavía existen en la memoria histórica figuras como la de Adolf Heusinger, capaces de mostrar a los escasos ojos interesados un completo boceto acerca de las inclinaciones reales y el verdadero papel jugado por los Aliados tras la II GM. El que en su momento llegó a ser general y jefe de operaciones del ejército nazi y aparentemente estuvo implicado en diversos crímenes de guerra que costaron la vida de diversos presos políticos rusos y comandantes aliados, no tuvo ningún problema a la hora de ser absuelto de sus crímenes y lograr reciclarse, primero como agente secreto de la CIA con el objetivo primordial de lograr espiar los intereses de la Unión Soviética y sus aliados, especialmente en la RDA, para a continuación continuar su carrera bajo la protección del ex Canciller federal de Alemania, Konrad Adenauer, influyendo de forma directa para la consecución de los intereses estadounidenses en la remilitarización alemana, y finalmente ser nombrado en 1961 presidente del Comité Militar de la OTAN, rango más alto otorgado por la rama no civil de esta organización.
Entre los intereses de la OTAN nunca se encontraron el compromiso con la resolución pacífica de controversias, garantizar la libertad y la seguridad de sus países miembros y ni mucho menos el promover valores democráticos. La OTAN nace con el objetivo claro de imponer a Rusia la voluntad de los Estados Unidos, tal y como el Primer Ministro británico Winston Churchill lo había planteado ya en la Operación Impensable, diseñada con las cenizas todavía humeantes sobre Europa fruto de la barbarie nazi. Para ello, las burguesías capitalistas no dudaron en ningún momento en hacer uso de los restos del régimen nazi derrotado previamente con la inestimable ayuda del Ejército Rojo, ni tampoco tuvieron reparo alguno en tejer una red de operaciones clandestinas de resistencia armada en colaboración con grupúsculos fascistas, intentando de este modo poder desactivar a los diferentes partidos comunistas europeos durante el desarrollo de la Guerra Fría. La Operación Impensable, la Operación Gladio o el propio diseño y desarrollo posterior de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, responden, por tanto, al diseño de un mapa de poder para Europa totalmente insostenible y criminal, únicamente destinado a mantener el dominio estadounidense sobre el Viejo Continente mediante la confrontación europea contra los intereses rusos.
De este modo, la Carta de París para la Nueva Europa, firmada el 21 de noviembre de 1990 en el Palacio del Elíseo y que pretendía marcar una nueva era para Europa, garantizando una paz duradera e integradora, proclamando el fin de la división de Europa y el fin de la Guerra Fría, no supuso sino un nuevo Tratado de Versalles rubricado por el ebrio patán de Boris Yeltsin, garantizando la sumisión inmediata de su país a los designios y apetencias de los Estados Unidos. Lejos de vincular la seguridad mundial a la seguridad individual de cada estado y logrando bajo estas premisas poner freno al expansionismo de la OTAN, el bloque militar capitalista comenzó una frenética carrera por ocupar militar y económicamente el espacio dejado atrás por el fin del Pacto de Varsovia. Llegando a ampliar sus fronteras a 12 nuevos estados y culminando en apenas 15 años la asimilación de gran parte de los miembros del antiguo Pacto de Varsovia. Las promesas realizadas en Bonn a Gorbachov pasaron en un breve lapso de tiempo a ser mero papel mojado.
Este cerco a Moscú se completa de este modo a lo largo del tiempo con la violación por parte de la Administración Clinton del compromiso de no mover las bases militares de la OTAN al Este a cambio de la reunificación alemana, el abandono del Tratado ABM por parte de la Administración de George W. Bush, la creación por parte de esta misma Administración de nuevas bases en Alaska, Europa del Este, Japón y Corea del Sur, creando de este modo un complejo cinturón que rodea el territorio ruso, así como la injerencia y las intervenciones militares de las administraciones de Obama y Trump en Siria, Ucrania, Armenia, Bielorrusia o Kazajistán, con el objetivo de lograr expulsar a Rusia del Mar Negro y terminar de cercenar sus escasas alianzas geopolíticas. Con al menos 254 bases militares a lo largo y ancho del planeta y cerca de 173.000 militares desplegados en ellas, la apelación de Washington a la OTAN como una organización de defensa mutua, no deja de ser un modo ciertamente cínico de definir lo que es el mero vasallaje de los estados europeos a los intereses imperialistas de los Estados Unidos, desarrollados de forma especialmente intensa en el tablero europeo en preparación de una futura confrontación con Moscú.
En el caso del estado español, la sumisión, el vasallaje y la absoluta falta de criterios geopolíticos en su permanencia en la OTAN, queda especialmente constatada cuando atendemos a la evolución de su integración en este supuesto proyecto de seguridad colectiva. El 30 de mayo de 1982, con una España inmersa en una transición sangrienta y todavía con los ruidos de los sables fascistas resonando en los pasillos de las instituciones de una naciente democracia, en los despachos de Madrid se preparaban para afianzar el ilusorio papel heredado del «generalísimo» como centinelas de Occidente frente al avance del comunismo proveniente de Europa Central y Oriental, por influencia directa de la Unión Soviética. Tras un prolongado período de profuso blanqueamiento de los evidentes resquicios fascistas del gobierno español por parte de Washington, que tuvieron su punto culminante durante la visita de Dwight D. Eisenhower a España en 1959, y tras el oportuno tutelaje ejercido mediante una misteriosa performance golpista y las amenazas directas sobre la ocupación española de Canarias por parte de la Administración Carter, España pasa a ser el decimosexto país en formar parte de la Organización del Tratado Atlántico Norte.
Pese a la negativa del PCE, las aparentes discrepancias del PSOE con su hoy celebre campaña «OTAN, de entrada, No» y la firme oposición de amplios sectores populares –a finales de 1981 tan solo un 18% de la población española se mostraba a favor de la entrada en la OTAN, mientras que el 52% se declaraba abiertamente en contra y el 30% se mostraba indiferente ante dicha cuestión– el Gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo tomaba en aquellas circunstancias la histórica decisión de incorporarse a la OTAN, apenas unos meses antes de que el Partido Socialista Obrero Español llegase a la Moncloa con la fuerza de una abrumadora mayoría absoluta.
Pese a que pudiese parecer que un partido que había desplegado más de 1.000 vallas publicitarias y 125.000 carteles contra el ingreso en la OTAN podría abrir entonces la puerta a una rectificación del alineamiento de Madrid con los intereses del imperialismo estadounidense, pronto la sucursal española del consorcio Flick, dirigida oportunistamente por Felipe González, daría un brusco giro a sus planteamientos políticos que remataría con su firme defensa de la Alianza Atlántica, corroborando de este modo la traición a la izquierda española durante la campaña previa al referéndum del 12 de marzo de 1986, en la que el partido en el gobierno, vigilado de cerca por los Estados Unidos, no dudó en hacer un uso ciertamente tiránico de los medios de comunicación públicos y sus nacientes redes caciquiles con la prensa privada, para lograr que finalmente, tras cuatro largos años de continuas presiones, el 52,54% de los españoles –39,85% en contra y un 6,54% en blanco– respaldasen finalmente la permanencia en la OTAN.
Es de justicia destacar que pese a estos resultados generales, el voto en el estado arrojó grandes diferencias y pueblos como el vasco, catalán y canario, se pronunciaron mayoritariamente de forma negativa ante la pregunta acerca de si consideraban conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica. También en Galiza, con una abstención superior al 60% y más del 40% de los votantes emitiendo un voto sancionador a la permanencia del estado español en la OTAN, la negativa al expansionismo militar resultó obvia.
Pese a ello, España comenzó desde ese momento a participar en todos los comités, órganos y compromisos de la Alianza Atlántica, con la excepción de la participación en la estructura militar integrada, la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares en territorio español y el compromiso de que se procedería a la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos. Todas ellas promesas que se fueron incumpliendo punto por punto: la elección del socialista Javier Solana como Secretario General de la OTAN, la incorporación durante el mandato de José María Aznar a la estructura militar integrada de la OTAN, la ampliación de la presencia militar estadounidense, incluso introduciéndose una cláusula por la que Washington podía instalar, almacenar o introducir armas nucleares en territorio español o la primera cumbre de la OTAN en Madrid durante 1997, dejaban claro que en adelante España no jugaría ni mucho menos un papel discreto o secundario en este mecanismo militar.
Por más que en la actualidad Madrid aporte cerca del 6% del presupuesto de la OTAN, unos 150 millones de euros anuales que el actual gobierno de PSOE y Unidas Podemos se han comprometido a ampliar considerablemente, o se contribuya activamente con medios y efectivos a las principales misiones de la Alianza Atlántica, incluso al alto precio de más de 119 vidas perdidas, los intereses de España distan mucho de estar amparados o respaldados con su permanencia en la OTAN. Mientras las misiones españolas se centraban en mantener un embargo marítimo contra Yugoslavia, bombardear con uranio empobrecido Belgrado, mantener una fuerza avanzada de choque en las fronteras rusas como método de intimidación y amenaza o participar mediante la guerra en el expolio de países soberanos como Afganistán, Irak, o Libia, la defensa de la supuesta soberanía española de Ceuta y Melilla a través del artículo 5 ante un posible ataque militar marroquí, la única amenaza militar real a la que Madrid tendría que enfrentarse más allá de las vinculadas a la propia participación en las misiones de la Alianza Atlántica, se encontraría exenta de los compromisos que la Organización del Tratado Atlántico Norte alcanzó en su día con el estado español. Curiosamente, esto deja vía libre a Washington para presionar y usurpar la soberanía geopolítica de Madrid a través de las continuas acciones agresivas de Rabat, su socio preferencial en la región.
En medio de una pérdida de rumbo generalizado de la izquierda europea y cuando los tambores de guerra vuelvan a resonar en el viejo continente, en una suerte de continuismo de la causalidad iniciada tras la agresión de la OTAN a la la República Federal de Yugoslavia y la firme determinación de esta organización militar en la tarea de ampliar su amenazante presencia en las fronteras rusas, resulta una tarea urgente y vital para la clase trabajadora estructurar una respuesta firme y concisa contra la participación de cualquier estado europeo en la Organización del Tratado Atlántico Norte.
Los ejercicios militares de esta organización en países como Georgia, estableciendo una provocación directa en espacio de influencia de Moscú, la integración de la inteligencia surcoreana al Grupo de Ciberdefensa de la Alianza Atlántica, la ampliación del desafío en el Báltico y el Ártico, redoblada con la intención de países como Suecia y Finlandia de integrarse de forma directa en la OTAN, la ampliación del supuesto concepto de seguridad, estructurando de forma evidente una punta de lanza contra Rusia y China, dejando la puerta abierta a un futuro conflicto mundial, o la participación activa en la guerra de Ucrania, mediante la entrega de armamento de última generación –incluso a organizaciones militares nazis como Pravy Sektor o el infame Batallón Azov– el asesoramiento y adestramiento de los mandos militares de Kiev y el uso discriminado de las herramientas propagandísticas y el bloqueo económico contra Moscú, evidencian que lejos de la resolución pacífica de las controversias y la defensa de los valores democráticos, la guerra y la rapiña imperialista, siguen suponiendo a día de hoy necesidades vitales para este perverso club militar siempre sometido al tutelaje de los intereses estadounidenses.
Por ello, como clase trabajadora organizada, nuestra principal tarea, previa a los juicios de valor geopolíticos, las moralinas izquierdistas o las diatribas quintacolumnistas siempre alineadas con Washington, es el de enfrentar de forma firme y decidida el vasallaje de nuestras propias burguesías al militarismo suicida que representa la Organización del Tratado Atlántico Norte. Es por ello que la Cumbre de la OTAN que tendrá lugar el próximo mes de junio en Madrid, supone una oportunidad histórica y dibuja un compromiso ineludible de clase, para retomar el todavía pendiente grito de ¡OTAN NO, BASES FUERA!.
Un artículo exquisito que merece ser compartido. Enhorabuena por este escrito.
Obrigado, Fernando.