Opinión | El fútbol sí paga traidores

Por Luis Aneiros

Posiblemente ya estemos acostumbrados. Y posiblemente también esa sea la intención de quienes ostentan el verdadero poder: que la corrupción y el abuso sean algo cotidiano, que pase a formar parte de nuestra rutina como sociedad, y que de esta manera dejemos de exigir (si es que alguna vez lo hemos hecho realmente) las responsabilidades judiciales y políticas que se necesitan para terminar con tanta falta de decencia. El peligro es evidente y la única respuesta posible es un profundo cambio de nuestras instituciones, tanto en su estructura organizativa como en su componente humano. Y los vientos que soplan parecen traer esas intenciones, aunque a día de hoy se vean todavía lejanos y con poca potencia de limpieza real. Somos cada día más conscientes de la necesidad  de sanear los despachos y de dotar a la sociedad de mayores y mejores armas para combatir la corrupción que se apoya en nuestros votos, pero hasta cierto punto mantenemos todavía un cierto nivel de comprensión hacia el corrupto, basada en la debilidad del ser humano y en la falta de consciencia de las consecuencias que conlleva la utilización fraudulenta del dinero público. Cuando un político mete billetes en un sobre y se los lleva a su casa sólo ve dinero, es incapaz de ver los colegios sin calefacción en invierno o sin aire acondicionado a 40 grados; no escucha los lamentos de quienes tienen que esperar horas en los pasillos de urgencias de un hospital por falta de medios; no sabe que ese dinero ayudaría a muchas familias a poner un plato con comida en su mesa y a muchos ancianos a tener una pensión digna de verdad… No ve, desde su altura prepotente y su democrática vanidad, que “dinero público” no significa dinero de todos, sino dinero para todos. El político no ha estado en el lado de los necesitados, y sólo se acuerda de ellos cuando necesita sus votos, pero jamás cuando acepta un maletín en el aparcamiento de una gasolinera.

Era un secreto a voces, o eso afirman quienes durante muchos años han permanecido callados, mirando para otro lado, o quién sabe si aprovechándose también del entramado que Villar formó a su alrededor

Posiblemente esa “comprensión” de la gente hacia la “debilidad ignorante” del político haya hecho que el caso de Ángel María Villar resulte especialmente grave. Ya no hablamos de un político o de un miembro de algún consejo de administración de alguna gran empresa, ajeno a las consecuencias de sus acciones. Estamos hablando de un deportista, de alguien que mamó el fútbol desde la base en las categorías inferiores del Athletic Club de Bilbao y que ejerció como futbolista hasta que colgó las botas en 1981. Conocía como nadie las necesidades reales del deporte español, las carencias de las escuelas de fútbol y de los clubes modestos, y sin duda habrá sufrido en sus carnes la mala gestión que en España se hace del deporte que no mueve cifras millonarias. Como miembro fundador de la Asociación de Futbolistas Españoles (AFE) se le deben suponer un compromiso y una sensibilidad especiales, y una idea más clara de cómo utilizar los medios de los que pudo disponer después, desde 1988 hasta hoy, para mejorar la situación del deporte español. Pero Ángel María Villar prefirió ser una prueba más de que el dinero puede enterrar todo lo positivo que una persona lleva en su cabeza cuando accede a un cargo de poder.

Era un secreto a voces, o eso afirman quienes durante muchos años han permanecido callados, mirando para otro lado, o quién sabe si aprovechándose también del entramado que Villar formó a su alrededor. Y, siendo el caso más sonado, no es el único que mancha las alfombras de las federaciones deportivas españolas. Tenis, baloncesto o tiro al arco han sido otras federaciones que se han visto salpicadas por denuncias, pucherazos o uso indebido de tarjetas federativas. Pero es evidente que, siendo la RFEF la que cuenta con presupuestos y subvenciones (más o menos transparentes) multimillonarios, las cantidades defraudadas no resultan comparables. Pero sigue siendo más grave, a mi entender, la inmoralidad de robar a los tuyos, a los que compartieron contigo vestuarios y autobús, y que sin duda creyeron que un futbolista como presidente de la federación supondría un antes y un después para el fútbol español. Y lo supuso… vaya si lo supuso.

“No es que sea fácil robar… es que lo difícil es no hacerlo”, decía el gran Miguel Lago en su genial monólogo. Y muchos pensábamos que la mejor solución contra la corrupción era apartar de los cargos a los “profesionales” del robo público. Pero, visto lo visto, parece que confiar en los profesionales de verdad, en los que conocen lo que tienen que gestionar incluso desde niños, tampoco es una garantía de éxito. Si el dinero ha podido con un deportista comprometido que gestionaba el presente y el futuro de sus compañeros, ¿cómo no desconfiar de quienes no nos conocen de nada y se creen mejores y más importantes que nosotros?

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