“Los catalanes, los gallegos y los vascos serían anti-españoles si quisieran imponer su modo de hablar a la gente de Castilla; pero son patriotas cuando aman su lengua y no se avienen a cambiarla por otra. Nosotros comprendemos que a un gallego, a un vasco o a un catalán que no quiera ser español se le llame separatista; pero yo pregunto cómo debe llamársele a un gallego que no quiera ser gallego, a un vasco que no quiera ser vasco, a un catalán que no quiera ser catalán. Estoy seguro de que en Castilla, a estos compatriotas les llaman «buenos españoles», «modelo de patriotas», cuando en realidad son traidores a sí mismos y a la tierra que les dio el ser. ¡Estos sí que son separatistas!”.
Alfonso Daniel Rodríguez Castelao
“Por su condición de nación tienen el derecho de autodeterminación” .
Margaret Thatcher
(Notas: sobre asunto de Escocia en sus memorias.)
Dicen que los gallegos no tenemos demasiado claro si subimos o si bajamos. Personalmente nunca he creído demasiado en esas metáforas que describen la supuesta indecisión de los gallegos, aunque he de admitir que en los últimos años, sí he comenzado a dudar seriamente acerca de sí el presidente del Gobierno, el por todos conocido como gallego Mariano Rajoy, tiene en realidad demasiado claro si apoya al independentismo o no. Por poco que uno piense en ello, descubrirá que razones para albergar dudas no me faltan.
Pese a que muchos miembros del Partido Popular hoy parezcan no recordarlo, o más bien hagan lo posible por no hacerlo, no ha transcurrido demasiado tiempo desde aquel pacto del Majestic en el que un «joven e inexperto» José María Aznar, cayó engañado por las oscuras garras del nacionalismo catalán para poder gobernar una nación grande y libre como España. En realidad, el por entonces líder de los conservadores españoles, tuvo que llegar a un acuerdo con PNV y CiU para lograr sumar a sus 156 diputados un apoyo que le garantizase el gobierno. Por aquel entonces, la lista de concesiones del Partido Popular al conservadurismo nacionalista liderado por Jordi Pujol fue cuanto menos extensa. Transferencia de las competencias de tráfico a los Mossos d’Esquadra, transferencias en justicia, educación, agricultura, cultura, farmacias, sanidad, empleo, puertos, medio ambiente, mediación de seguros, política lingüística y vivienda, además de la eliminación de la figura del gobernador civil y la puesta en marcha de una serie de inversiones en Cataluña que durante años garantizaron la buena sintonía política entre la Generalitat y Moncloa.
Hoy nos encontramos con la realidad de un Estado en el que se prohíben actos por el derecho a decidir, mientras con total impunidad se ceden espacios para la exaltación del franquismo. Un estado que se ha mostrado capaz de recurrir a las más profundas cloacas de su Interior, cuando no directamente a la amenaza armada, ante un pueblo que quiere ser considerado una nación
La etapa de Aznar al frente del gobierno español fue una de las más propicias para que el nacionalismo catalán pudiese avanzar en sus objetivos, llegando incluso desde Moncloa a renunciar al liderazgo de Aleix Vidal-Quadras al frente del PP de Cataluña para de ese modo mejorar la comunicación con CiU. José María Aznar y Jordi Pujol unieron sus caminos políticos por la necesidad apremiante de escaños en Madrid y el fino olfato para las oportunidades económicas presente en la familia Pujol, una unión sin apenas discrepancias que ni tan siquiera la aprobación de la Ley autonómica de Política Lingüística de 1998, la cual Aznar evitó recurrir ante el Tribunal Constitucional, pudo llegar a romper. Eran tiempos buenos para ser nacionalista en España, tiempos en los que según declaraciones de Aznar a TV3, incluso el presidente del gobierno español hablaba catalán en la intimidad.
Sin embargo con el paso de las legislaturas, la etapa de vino y rosas entre Barcelona y Madrid sería recordada en el Partido Popular como aquel breve período en el que se necesitó a Convergencia para poder gobernar en España, nunca más se hablaría de los ofrecimientos que Aznar llegó a realizar a CiU para entrar en su Gobierno. Finalmente, la utilidad política en la Generalitat de imponer el recuerdo de una supuesta intransigencia de Aznar con Cataluña, terminaría distorsionando la memoria de una etapa en la que quizás Cataluña comenzase a construirse como país. Pasado tiempo, Aznar llegaría incluso a proponer suspender la autonomía en Cataluña, pero hablar de eso ahora sería adelantar acontecimientos.
Antes de que estallase la tensión, le tocó el turno al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, un presidente que en 2004 llegaría al gobierno entre el apoyo directo o la abstención de todo el nacionalismo presente en el arco parlamentario. La etapa de Zapatero supuso a su vez el fin de ETA y el inicio de la larga travesía del Estatut de Catalunya, dos acontecimientos políticos que parecían marcan el fin del imperio de las armas y el comienzo de una nueva lógica a la hora de poner sobre la mesa las diferentes visiones que existían en la sociedad acerca del modelo territorial y la propia concepción del Estado. Con la presencia de un presidente del gobierno en España que reconocía que el concepto de nación «es discutido y discutible», PSOE, CiU, IU, PNV, BNG y CC, dieron respaldo parlamentario a un referéndum legal y acordado, destinado a ratificar un Estatut que pese a ser finalmente refrendado por el 74% de los votos (la nota negativa fue la alta abstención) se encontró con un recurso en el Constitucional y 4 millones de firmas en su contra presentadas en el Congreso por el Partido Popular. Lo ocurrido después es de sobra conocido por todos, tras cuatro años de tensa espera, el fallo del Tribunal Constitucional enmendaba el voto popular y la ruptura entre gran parte del catalanismo y el Estado español se volvería irreversible. Hoy cabe recordar que durante la campaña del referéndum, tan solo una Esquerra Republicana de Catalunya más pendiente de la independencia de su país que de las competencias autonómicas, y un Partido Popular encerrado y obcecado en la sacralidad de la Constitución, se negaron rotundamente a aprobar el Estatut.
Y de aquellos fangos, estos lodos. Llegó Mariano Rajoy a la Moncloa al frente de un Partido Popular acorralado por los diversos frentes de la corrupción política, al mismo tiempo que se tenía que enfrentar al gobierno de Artur Mas en una Cataluña en la que ya se comenzaban a suceder las primeras consultas populares sobre la independencia. Una Catalunya del 3% inmersa en plena vorágine soberanista, en la que las negativas del estado español a negociar un nuevo sistema fiscal propiciaron el surgimiento de un sentimiento de desconexión real. Las declaraciones del jefe del Ejecutivo catalán emplazando a «un debate serio» sobre la situación de Catalunya pronto tornaron en claros mensajes amenazantes, cuando no claramente rupturistas. En apenas cinco años, Mariano Rajoy logró transformar la postura de debilidad con la que el nacionalismo catalán acudía a negociar a Moncloa tras los últimos varapalos judiciales, en un peligroso sentimiento de incompatibilidad con las estructuras del estado español.
Tras un periplo kafkiano, hoy nos encontramos con la realidad de un Estado en el que se prohíben actos por el derecho a decidir, mientras con total impunidad se ceden espacios para la exaltación del franquismo. Un estado que se ha mostrado capaz de recurrir a las más profundas cloacas de su Interior, cuando no directamente a la amenaza armada, ante un pueblo que quiere ser considerado una nación. Un estado anacrónico, obsoleto, aislado de su propio tejido social y fuertemente parapetado frente a cualquier cambio tras una constitución inamovible, excepto cuando es el verdadero poder el que pide el cambio. Entonces todo se simplifica enormemente, como sí encadenar nuestro futuro económico al modelo neoliberal europeo fuese menos importante que la nacionalidad con la que uno lo hace.
Desconozco de que lado se decantará finalmente la batalla legitimidades legales y políticas que el Gobierno español y la Generalitat han emprendido, desconozco cual es la hoja de ruta del nacionalismo conservador catalán tras el 1 de Octubre, pero tengo claro el firme convencimiento de que es tan solo con la desobediencia civil y la movilización social que un pueblo oprimido política y económicamente puede alcanzar su libertad. Una autodeterminación real, que uno puede lograr como español o como catalán, esperemos que finalmente ese sea el verdadero mensaje.
P.D. Sigo sin tener demasiado claro que Mariano Rajoy no sea un independentista infiltrado.
Muy buen artículo, bien explicado y con la ironía del infiltrado Mariano que como no da para mucho, no creo que sea consciente de ser cómplice, porque además un plato es un plato y un inútil es un inútil, Un saludo Daniel y desde luego que tontos peligrosos hay en todas las nacionalidades y regiones de Caspaña y del Mundo Mundial.