Por Daniel Seijo
«Instrúyanse, porque tendremos necesidad de toda vuestra inteligencia. Agítense, porque tendremos necesidad de todo vuestro entusiasmo. Organícense, porque tendremos necesidad de toda vuestra fuerza.«
«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.«
Antonio Gramsci
Como siempre, les voy a ser sincero. Desprecio profundamente a los influencers. Me resulta indiferente si el fullero de turno se dedica a recomendar las últimas tendencias de ropa de baño, analizar estilos de vida exitosos o a recomendar libros y series de televisión. Me resulta indistinta la plataforma desde la que prediga su sermón del buen consumo y no puedo sino esbozar una sonora carcajada cuando alguno de esos nenes elegantes que con total seguridad no han pegado un palo al agua en su vida, se atreven a fanfarronear con su supuesta credibilidad o a esgrimir la existencia de un conocimiento experto tras sus encíclicas de lo absurdo.
En el reino del consumo desaforado y las falsas apariencias, el influencer es el rey. Odio a los influencers. Creo que «vivir significa asumir un pensamiento crítico». No pueden existir quienes únicamente sean consumidores, fieles al capitalismo. Quien realmente vive, no puede no ser ciudadano, no razonar críticamente y tomar partido en el mundo que lo rodea. Por eso odio a los influencers. El influencer es la burocratización de la alienación, su condensación en una figura mística, casi religiosa, cuya única autoridad le viene otorgada por el sistema, al tiempo que este silenciosamente opera como principal receptor del poder de alteración de ese superparásito rector del consumo de las masas inertes. Almas obreras descarriadas buscando un sentido a su existencia en estilos de vida inexistentes, modas, gustos y gastos totalmente guiados y atomizados hasta el absurdo, que no solo no logran copar las promesas de diferenciación y éxito personal que lanzan a las huestes del liberalismo precarizado, sino que todo lo contrario, avanzan en el proceso de unificación y simplificación de la innovación y el espíritu humano. Viejos fariseos empeñados en culpabilizar al individuo por su incapacidad de aferrarse a una ensoñación en la que el fin de sus desgracias dependa de lograr adaptarse a un estilo de vida y no del fin del capitalismo y su estructura de dominio.
Basta con echar un vistazo a las calles de nuestras ciudades para ver a nuevos y falsos skins, punks, mods, rokers o heavys caracterizados de tribus urbanas con la firma de Amancio Ortega o cualquier otro viejo explotador capitalista a sus espaldas. Meros rebeldes de pacotilla, derrotados por el sistema y encarcelados en una cómoda y opresora prisión de cristal de la que nunca han hecho amago alguno de salir. Todos ellos se muestran hoy incapaces de comprender que resulta ya imposible escandalizar o importunar al sistema desde sus crestas de colores, sus ropajes extravagantes o sus piercings o tatuajes. Incluso su sexualidad, sus dinámicas de consumo o cualquier otra expresión de sus falsas construcciones identitarias, pronto serán canalizadas, analizadas y digeridas inmisericordemente por el sistema. No existe rebeldía en el conformismo, ni anarquía o desobediencia en la apatía y el seguidismo.
Un influencer no es otra cosa que un policía del gueto, un farsante, un charlatán. Un espejismo de los que muchos jóvenes despersonalizados creen querer llegar a ser, pero a lo que nunca llegarán finalmente. Es ahí en donde comienza la verdadera trampa, miles de idiotas alienados subiendo falsas publicaciones a sus redes sociales, fingiendo estilos de vida que no conocen y engañando y engañándose en una cruel e interminable red de prestidigitación capitalista, cimentada para perpetuar un sistema en el que el 99% de la riqueza mundial se concentra en manos contadas, pero en el que a su vez e incomprensiblemente, hasta el más idiota parece Aristóteles Onassis en sus redes sociales. Vivimos inmersos en un espejismo de felicidad y consumismo en el que los influencers han dado ahora el salto a la arena política y la estructuración social, algo lógico si lo analizamos con detenimiento. Tras años de desideologización de la política y profesionalización de los analistas de redes sociales y demás parásitos de partido que no son sino influencers titulados –el triunfo del borreguismo excelente, tal y como señala Esteban Hernández en su último artículo– la confusión y la fusión entre la política y el mero espectáculo, entre la ideología y la mera influencia, entre la militancia y la fe ciega, ha transformado a nuestra sociedad y nuestra democracia en una suma de eslóganes baratos, tutoriales de YouTube y vendedores de estilos de vida y demás baratijas sociológicas que en nada ayudan ya a la reflexión o el cambio social. Objetivo este, que al menos para la izquierda debería seguir resultando vital.
Hoy no solo las jóvenes Cayetanas con los dedos más cortos que las neuronas, ni las María Pombo, Paula Gonu, Sergio Carvajal, Risto Mejide y demás oportunistas de turno suponen un peligro para nuestra democracia, sino que también existen mal llamados medios de comunicación e incluso partidos políticos que funcionan a imagen y semejanza de los métodos de los influencers. Embaucadores sin moral o ética alguna, capaces de vendernos el infierno si eso los ayuda a alcanzar los fines que individual y egoístamente persiguen.
Por todo ello, resulta ya habitual observar a influencers exigiendo ropa o demás mercancías y servicios a pequeños emprendedores que sacan adelante sus empresas con el sudor de su frente y el esfuerzo diario, sicarios de la economía especulativa que llegan incluso a amenazar con campañas de marketing negativo al verdadero trabajador, al bien productivo necesario para nuestra sociedad. Pijos lobotomizados por el sin sentido del capitalismo, caras bonitas comidas por la indiferencia y la ignorancia, posando indiferentemente en las protestas sociales en Catalunya o en Estados Unidos. Parásitos de clase, accidentes históricos y esperemos que pronto desechos sociales juzgados y señalados por el conjunto de una sociedad digna, madura y responsable de sus actos. Cuando la conquista del pan apremie, cesarán abruptamente estos cantos de sirena, caerán entonces los falsos niños de papa, los imitadores baratos vendedores de ensoñaciones del consumo.
Odio a los influencers también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos mis lagrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia obrera de los míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en ella
la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y el que aun hoy está en la ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco bueno que las actividades de los pocos procuran, y desahoga su desilusión vituperando al sacrificado, al desangrado, porque ha fallado en su intento.
Vivo, soy partisano. Por eso odio a los que toman partido por el enemigo y nos incitan a ello, por eso odio a esos charlatanes, llamados influencers.
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