¿Cómo se puede medir el progreso humano? Khalid Malik, el director de la Oficina del Informe sobre Desarrollo Humano de Naciones Unidas destacaba en un artículo en el año 2014 la importancia del PIB para medir el progreso humano en el último siglo. El Producto Interior Bruto con más de 80 años de edad se lo debemos a Simon Kuznets, un economista y estadista ruso-estadounidense que inventó este índice para entender mejor la economía de los Estados Unidos durante la Gran Depresión. Haciendo uso de este sistema de evaluación podemos contemplar como la economía en los últimos cien años ha dado el mayor de los pasos. De la escasez a la abundancia en un corto espacio de tiempo. Sin embargo, como el mismo Kuznets escribió “el bienestar de una nación difícilmente puede ser deducido a través de la medición del ingreso nacional”.
Mientras el mundo progresaba económicamente los individuos nos convertimos en piezas de un complejo sistema de organización relacional perversa. Un sistema basado en la capacidad egoísta del progreso individualista, ajeno de las necesidades de aquellos que viven en nuestro mismo planeta. Un rumbo torpedeado ahora por aquellos que, desconociendo la importancia y el sufrimiento que generaban y generan sus decisiones, convirtieron el sistema en un lugar donde hundir la economía de un país es posible en cuestión de minutos. Las nuevas guerras no emplean tanques o fusiles, con una buena conexión a Internet el terrorífico acto de la especulación campa a sus anchas.
Cuando en pleno siglo XXI, con un pequeño dispositivo electrónico que nos permite conectarnos con el mundo entero, nos creemos que la evolución del ser humano ha llegado a la cúspide, podemos contemplar de nuevo lo irracional de nuestro intelecto.
Habiendo sobrepasado las barreras del conocimiento respecto a cuestiones tan importantes y necesarias como el progreso económico, tecnológico o sanitario, no sabemos cómo llevar a la práctica esa fórmula que sabemos que existe para que los niños de cualquier rincón del planeta dejen de morirse de hambre. Según los últimos datos de Acción contra el Hambre y Save the Children, 8.500 niños mueren por desnutrición cada día. Seguramente, en estos instantes un niño esté muriendo ante los ojos de su madre. Muchos pensaran que esos que se van no son comparables a nuestros hijos: probablemente no son de nuestro mismo color, están muy lejos, o esas madres ya están acostumbradas. Lo peor de todo, es que erradicar el hambre y convertir este lugar donde vivimos en un mundo más justo, es posible; sin embargo, no se hace porque no existe la voluntad de hacerlo. El individualismo nos ha convertido en seres maquiavélicos en los que la preocupación de nuestro egoísta progreso nos hace tornar la mirada hacia aquello que nos preocupa sin ver cómo podemos complicarnos la existencia, para luchar desde la globalidad hacia un mundo, que permita que exista un sentido lógico para venir a él.
Al tiempo que la investigación en biotecnología alimentaria crece, no sabemos cómo convivir entre hermanos o no conseguimos distribuir la riqueza, y nos maravillamos ante el lujo y la opulencia. Mientras que idolatramos a seres inertes y carentes de actividad neuronal, el interés por la cultura se disipa en favor de algunos que sospechosamente persiguen que el mundo cada vez se parezca más a un redil de ovejas y no a uno de seres con capacidad intelectual.
Mientras hemos desarrollado la posibilidad de viajar hasta los confines del universo o el progreso en las comunicaciones físicas y virtuales es incuestionable, seguimos sin querer comprender y asimilar el carácter finito de nuestro planeta, dañándolo de manera indiscriminada y permanente.
Cuando creemos que caminamos hacia el futuro contemplamos con sospechosa resignación la discriminación constante y permanente hacia las mujeres, y destruimos los derechos laborales de los trabajadores porque creemos que son cortapisas en la reconstrucción económica.
Desgraciadamente, el progreso nos ha dado las respuestas a casi todas las preguntas que son necesarias para creer que un mundo más justo es posible. Desgraciadamente, porque aun sabiendo que podríamos conseguirlo tenemos que contemplar la miseria de este mundo que sordo y ciego prefiere caminar hacia el desorden, la corrupción, el fraude o el enfrentamiento.
El progreso solo es progreso si en ese avance estamos todos. Quizás para conseguir el progreso de verdad nos hará falta llevar a cabo una Nueva Revolución. Aquella que no se fraguará con palos ni ballestas sino con voluntad de no tolerar un mundo insolidario, discriminatorio o injusto.
Por Ignacio Luna, autor de ‘La crisis que cambió España’/ Izana Editores / 2015
¡Muy bueno el artículo y muy acertado!