No todo es tan obvio (crítica de “El Hoyo”)

vamos desentrañando los mecanismos de esta agobiante prisión, donde en cada nivel descendiente aumenta el sufrimiento, el hambre y el peligro, menguando las posibilidades de sobrevivir

Por Angelo Nero

Con el aval de haber ganado el premio a la mejor película, a los mejores efectos especiales, el premio del público y el Citizen Kane al mejor director revelación, en la última edición del festival de Sitges, llega a nuestras pantallas la producción vasca “El hoyo (The Platform)”, una distopía bizarra dirigida por el novel Galder Gaztelu-Urrutia, que bebe de las atmósferas opresivas de “Cube”, de Vicenzo Natali, inevitable referencia por los espacios cerrados; de la saga “Saw”, por lo retorcido de sus argumentos;  de “Snowpiercer”, de Bong Joon-ho, en su ambientación de una sociedad post-apocalíptica;  o incluso del film de Ben Whaetley, “High-Rise”.

El escenario es una especie de prisión vertical con cientos de pisos (no sabemos cuántos), con un agujero en el centro por el que desciende una mesa con suculentos platos, que van menguando en cada piso en el que se detiene la plataforma que la sustenta. Goreng (Ivan Massagué), el protagonista, despierta en su celda en uno de los niveles superiores, el 33, junto al inquietante Trimagasi (Zorion Egileor), quien, poco a poco y a regañadientes –todo para él es obvio-, le pone al tanto de las pocas reglas que rigen en El Hoyo: los de abajo se alimentan con las sobras que dejan los de arriba, hasta que estas van menguando y, suponemos que en un determinado nivel, desaparecen; quedarse con algo de comida es castigado con un incremento o descenso severo de temperatura en la celda; y cada mes los presos son cambiados de nivel de modo aleatorio.

Otra de las peculiaridades del Hoyo es que algunos internos, como Goreng, entran voluntariamente (él dice que para dejar de fumar y para que le den algún tipo de certificado), y que cada uno puede llevarse un solo objeto: un libro o un cuchillo, algo que define a cada interno, y que puede resultarle igual de útil para soportar el cautiverio.

Al mismo tiempo que Goreng, vamos desentrañando los mecanismos de esta agobiante prisión, donde en cada nivel descendiente aumenta el sufrimiento, el hambre y el peligro, menguando las posibilidades de sobrevivir, gracias a un delirante guión escrito por David Desola y Pedro Rivero, que dibujan una angustiosa historia de ciencia-ficción, que puede tener múltiples lecturas. Algunos podrán verlo como una sórdida y mordaz metáfora de la lucha de clases –aunque los de arriba pueden ser los de abajo el mes que viene-, en la que Goreng asume el rol del revolucionario que analiza la realidad y, lejos de asumirla, lucha por buscar aliados para cambiarla.

También como en “Cube” u otros laberintos infernales, se pone de manifiesto lo peor de la naturaleza humana, la falta de solidaridad, de empatía con el sufrimiento ajeno, las ansias de supervivencia, aunque sea a costa de las vidas de los semejantes. Todo en este universo opresivo resulta obscenamente obvio, como dice el señor Trimagasi, tanto que no sirven sutilezas, porque la crueldad de una situación como esta no las admite, ni tan siquiera en las soluciones, como las que ingenia el protagonista, que solo encontrará una vía de escape inevitablemente violenta.

En el debut del director bilbaíno hay mucho de crítica social, pero sin despreciar la casquería habitual del género, no ahorrando en mostrarnos todo un repertorio escatológico que busca provocar al espectador, en una sucesión de escenas donde abunda la sangre, las tripas y la mierda, un auténtico descenso a los infiernos, como el mismo hoyo, del que parece imposible salir indemne.  En este viaje al corazón de las tinieblas no faltan buenas intenciones, como las una de las compañeras que le tocan en suerte al protagonista, Imoguiri (Antonia San Juan), empeñada en convencer a los del nivel inferior de que solo consuman su ración y preparen, como ella, una igual para los que están debajo, iniciando una cadena para que la comida les llegue a todos.

Sin duda subyace aquí una crítica a nuestro sistema, en el que no hay una distribución equitativa de los recursos alimenticios –no digamos ya de otro tipo- y medio mundo sobrevive con lo que le sobra al otro medio. Me vino aquí el recuerdo de una secuencia del documental “Le cauchemar de Darwin” (2004), que denuncia la introducción de la perca del Nilo en el lago Victoria, un depredador voraz que rápidamente exterminó a las especies autóctonas del segundo lago de agua dulce más grande de la Tierra, dónde sus blandos filetes son exportados a Europa, mientras a la población local solo les quedaba la poca carne que quedaba pegada a las espinas.

De algún modo, todos participamos en el mecanismo del Hoyo, conscientes o no, nuestros hábitos de consumo inciden en la cadena.

Director: Galder Gaztelu-Urrutia. Guión: David Desola, Pedro Rivero. Fotografía: Jon D. Domínguez. Música: Aránzazu Calleja. Reparto: Ivan Massagué (Goreng), Emilio Buale (Baharat),  Zorion Eguileor (Trimagasi), Eric Goode (Sr. Brambang), Alexandra Masangky (Miharu), Antonia San Juan (Imoguiri)

 

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