Ni dios ni las cien pesetas

Era la época del destape pero del Patronato nadie destapó nada. En las cloacas del infierno siguieron supurando las vejaciones a las que fueron sometidas las cientos de miles de niñas desamparadas.

Por Montse Fajardo | 28/07/2024

Puede que sea la institución más represiva y más desconocida del franquismo. Puede que sus víctimas sean, de entre toda la inocencia, las más inocentes. Niñas desvalidas –no descarriadas, desvalidas-, como aquellas que Almudena Grandes contaba en “Las tres bodas de Manolita” la primera vez que supimos de la existencia del Patronato, y la primera, también, en la que ignoramos hasta que punto se asemejaba al infierno. Luego llegaron conferencias, emotivos artículos de Andrea Momoitio o la tesis de Carmen Guillén. Documentales. Incluso investigamos durante meses la implantación de la institución en Galicia. Pero nada nos había preparado para el impacto que supuso escuchar a Consuelo García del Cid y a Loli Gómez Benito contando su historia y, con ella, la marca que el paso por aquellas instituciones religiosas les dejó para siempre. A ellas y a miles -cientos de miles, matiza Consuelo- de niñas. Algunas sobrevivieron, otras no. La Iglesia puso a disposición del organismo franquista toda una red de cárceles y una legión de carceleras para homogeneizar la personalidad femenina, con religiosas de distintas congregaciones ocupándose de torturar a las que salían de su molde, muchas veces por el hueco que provoca la pobreza, o a las que habían sido arrancadas de la inocencia por los abusos de los hombres de sus propias familias.

Era difícil también para las de casa rica, como Consuelo, que pagaban la rebeldía con la flagelación del Patronato. “A las que veníamos de buenas familias todavía nos trataban peor porque decían que lo teníamos todo y por tanto no teníamos ninguna razón para habernos torcido”. Para su estirpe, ella era una rebelde. Loli lo era para todo su barrio. Ni su madre sabía que huía de casa porque la violaba su padre desde que tenía once años. Se lo contó al Tribunal de Menores ante el que la llevaron cuando él la denunció, una, dos, tres veces, hasta que la encerraron en un reformatorio tan terrible que prefirió volver a casa. Por eso accedió a ayudar a aquella otra niña en su terrible plan de fuga: “Dame una paliza tan grande que me tengan que llevar al hospital”. Nunca supo si logró escaparse pero fue a ella a la que encerraron durante un mes en un cuarto de castigo. Sola, sin libros, sin nada que hacer en todas las horas de todos los días. Sin baño. Con un lavabo en el que tenía que apañarse. La sacaban de noche, cuando el resto estaban dormidas, para que se duchase sin contaminarlas con su maldad. Porque hasta a ella la lograron convencer de que no era buena y aún hoy se pregunta como pudo pegarle con esa dureza, hasta quedar agotada del intento estéril de expulsar de dentro tanta rabia. Le tatuaron, perenne, la etiqueta de mala aquellas mismas monjas que, cuando salió de su encierro, la mandaron a limpiar la piscina para sumergirla en un horror aún mayor que el del cuarto de aislamiento. Se lo cambiaron por el cobertizo donde la metía el jardinero que sustituyó a su padre en el infierno de las violaciones. Las monjas le dijeron que solo volvería a casa si él les daba buenos informes, si les confirmaba que cumplía con las tareas encomendadas. Y ella no tiene dudas de que sabían cuales eran, de que era parte de su castigo ser violada por aquel viejo. Decidió aguantar para poder volver a casa, a seguir siendo violada por su padre, porque allí también estaba su madre, y ella solo tenía doce años y orfandad de afecto. Mamá si la extrañaba, mamá le escribía carta tras carta para rogarle que se portase bien, que dejase de ser rebelde para poder volver a estar juntas. Ella, que no sabía, insistía siempre en las mismas cosas. Pórtate bien. Ahí te van cien pesetas. Pórtate bien. Reza mucho. Pórtate bien y no olvides ir a misa. Pero Loli sólo iba porque las obligaban. Ya no compartía las creencias maternas porque ella si sabía. Sabía que, si dios existía, allí no estaba. Como tampoco estaban ya las cien pesetas en los sobres abiertos que las monjas le daban.

Consuelo también creía en dios hasta que se cruzó en su vida el Patronato: “Era una fábrica de crear ateas. A mí la fe, allí dentro, me duró siete días. ¿Qué siete? ¡Cinco días laborables!”. Considera a la Iglesia la responsable última de su sufrimiento. Por encima de las empresas que se beneficiaban de su trabajo esclavo. Por encima, incluso, de los franquistas y las beatas que formaban las Juntas Provinciales del Patronato. “Muchos no tenían ni idea de lo que pasaba dentro de los conventos, estoy convencida”. En esas juntas, dependientes del Ministerio de Justicia pero que no formaban parte del aparato judicial, se dirimía el futuro de niñas entre los 16 y los 25 años.

Para Loli, el horror había empezado antes, con 12, en aquellos reformatorios del Tribunal de Menores, y siguió hasta después de que las Cruzadas Evangélicas salieron de Peñagrande. En aquella maternidad, estrechamente vinculada con el robo de bebés, nació el primer hijo fruto de las violaciones a las que la sometía su padre. Se te rompe el corazón de ternura cuando ves su sonrisa, perenne a pesar de todo lo sufrido, mientras cuenta que parió sola, en la sala de enfermería que las internas habían bautizado como “La Dolorosa”. Era de noche. Cuando se agudizaron las contracciones intentó avisar a la comadrona, pero no entró en el paritorio hasta la tercera o cuarta llamada y sólo para advertirle: “Esto va a ser largo y de que me dejes dormir va a depender como te trate cuando llegue el momento”. Eso sirvió para dejarla muda hasta que su hija, demasiado grande para su cuerpo de catorce años, se negó a salir. Entonces la atendió aquella monja a la que habían apodado “La bisturí”, porque “nos rajaba a todas de arriba abajo. Yo debo de tener un mapamundi ahí, con lo que me hizo aquel día”.

Poco después de ser madre en aquella soledad absoluta, falleció la suya. Sin saber. Loli fue a Cantabria, al entierro, y conscientes de que ya no le quedaban afectos, las compañeras que podían salir de Peñagrande porque trabajaban fuera, le compraron un regalo de Reyes a su niña de nueve meses. Eso que, tanto ella como Consuelo, explican que los contactos entre internas estaban muy limitados. No les dejaban hacer amistades. Casi ni les dejaban hablar entre ellas. Pero hay lazos que se forman por pura subsistencia. Como el día en que Consuelo pasó del balcón en obras al andamio de los obreros para intentar suicidarse y una interna a la que no conocía la agarró para volver a meterla dentro mientras le decía al oído: “No lo hagas, no les des el gusto de tener otra muerta”. Y Consuelo vivió, aunque solo fuese para cumplir la promesa que les hizo al resto de internas al salir: “Algún día seré escritora y contaré todo lo que nos hicieron”. Y lo hizo. Un día en Espejo Público, otro en Documentos TV, y el último en el nuevo programa de Sistiaga. Un día de un mes, y de otro, durante años. Loli fue la primera que le dio su testimonio después de que Google rompiese el anonimato del Patronato. Fue lo primero que tecleó Consuelo en el buscador. Lo segundo de Loli, después de su nombre. Y se encontraron. Y un día, en un acto conducido por Andrea Momoitio, Loli lo contó en alto. Que había dado a luz a la hija de su padre, y que aquella Semana Santa en que, ya viudo, la fue a buscar a Peñagrande para tenerla tres días en un hostal, volvió a dejarla embarazada, pero nadie preguntó nada. Aunque ya mediaban los ochenta. Aunque Consuelo ya había visto en un kiosco -camino a aquella casa en la que cuidaba niños a cambio de un sueldo que se quedaban las monjas- revistas con mujeres desnudas a las que esperó ver entrar por las puertas del reformatorio pero que nunca llegaron, porque el otro lado del muro ya presumía de democracia.

Era la época del destape pero del Patronato nadie destapó nada. En las cloacas del infierno siguieron supurando las vejaciones a las que fueron sometidas las cientos de miles de niñas desamparadas, no rebeldes, que cuenta Consuelo. Y el hambre que le hizo estrellar melones contra el suelo a pesar de los castigos, para tener algo que llevarse a la boca. Y el miedo que la llevó al borde de la vida en un balcón que reparaba un obrero el día que aquella monja licenciada en psicología le dijo que ojalá pudiera sacarle el cerebro para lavárselo con lejía. Y las violaciones, y la explotación laboral, y los robos de bebés como aquella niña y aquel niño que parió Loli. La echaron a la calle con un dilema: “Puedes pasar tú sola hambre o puedes hacérsela pasar a tus hijos también, como la mala madre que eres”. Tenía un mes para decidirlo, justo el que le faltaba para dejar atrás los diecisiete y, mayor de edad, poder firmar la renuncia sin fraude de ley. A las cuatro semanas volvió con un contrato laboral bajo el brazo para poder llevárselos, pero ya se los habían dado a otra familia y nunca pudo recuperarlos.

Todo permaneció décadas sepultado en el infierno del silencio o, lo que es aún peor, en la indecencia de los relatos mal contados que hablan, impúdicos, de monjas buenas que cuidaban a niñas rebeldes, la mayoría prostitutas. Y de nuevo, Consuelo, deshacedora de silencios y engaños intencionados, deja las cosas claras: “La prostitución la provocaba el propio Patronato, porque era el único modo que tenían de sobrevivir las niñas que se escapaban, sobre todo cuando las llevaban a centros alejados de su casa para dejarlas sin red de apoyo”.

Y ya basta. Ya basta de mentiras. Volvamos al silencio, pero para escuchar, una vez y mil, la voz de las Patronatas. Ya es hora, y hace falta.

2 Comments

  1. Conozco a Consuelo , amiga y compañera. Conozco su historia a través de conferencias y en petit comité,las dos solas. Es aberrante que invisibilicen esa parte de la España negra y oculta, de la historia. No hay palabras para describir el horror que vivieron todas las internas,en sus casas algunas y el resto durante el internamiento. Pobrecitas de aquellas que se fueron sin poder contar el sufrimiento de sus vidas. Gracias a Consuelo , hoy conocemos lo que nadie quiere visibilizar. Gracias a mujeres valientes capaces de alzar su voz en nombre de todas . Gracias y siempre gracias por dar voz y visibilizar lo que allí ocurría.
    Un enorme abrazo y toda mi solidaridad con ellas .
    Mariam .

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